11
En segundo y tercer grado
tampoco me dejaron jugar al béisbol, pero igual sabía que me estaba
convirtiendo en un buen jugador. Si alguna vez volvía a agarrar un bate, sabía
que mandaría la bola afuera de la escuela. Hasta que un día andaba dando
vueltas y se me acercó un profesor.
-¿Qué estás haciendo?
-Nada.
-Esta es la clase de
Educación Física. Tendrías que estar ahí. ¿Tenés algún problema especial?
-¿Qué?
-¿Sufrís de algo?
-No sé.
-Vení conmigo.
Me colocó en un grupo.
Estaban jugando al kickball. El kickball era como el béisbol, pero se jugaba
con un balón de fútbol. Cuando el pitcher lo tiraba hacia el círculo vos lo
pateabas. Si salía volando y lo agarraban en el aire, quedabas afuera. Si salía
a ras del campo o por arriba de los contrarios, corrías por todas las bases que
podías.
-¿Cómo te llamás? -me
preguntó el profesor.
-Henry.
El profesor se acercó al
grupo.
-Bueno -dijo. -Henry va a
jugar de recogedor en corto.
Los demás eran de mi
clase. Todos me conocían. Recogedor en corto era el puesto más difícil. Me
ubiqué. Sabía que me iban a joder. El pitcher hizo rodar el balón demasiado
despacio, y otro de los muchachos lo pateó contra mí. Vino muy fuerte, a la
altura del pecho, pero no hubo problema. El balón era grande, y pude agarrarlo.
Se lo tiré al pitcher. La segunda vez pasó lo mismo. Pero ahora me llegó un
poco más alto. Y un poco más fuerte. No hubo problema. Entonces se colocó en el
círculo Stanley Greensberg. Ta. Se me acabó la suerte. El pitcher tiró el balón
y Stanley lo pateó. Me llegó como una bala de cañón, a la altura de la cabeza.
Traté de agacharme pero no pude. El balón me pegó en las manos y al final pude
contenerlo y después lo devolví hacia el montículo del pitcher. Tres
eliminaciones. Salí corriendo al trote hacia un lateral. Uno se cruzó conmigo y
me dijo: “¡Chinaski, el gran agarramierda!”.
Era el chiquilín que
usaba vaselina en el pelo y tenía pelos que le salían por la nariz. Me di
vuelta:
-¡Eh! -le dije. Se paró. Lo
miré: -No vuelvas a decirme nada.
Le pude ver el miedo en
los ojos. Volvió a su puesto, yo salí y me apoyé en la baranda mientras le
llegaba el turno de batear a mi equipo. No se me acercó nadie, pero no me
importó. Estaba ganando terreno.
Era difícil de entender.
Éramos los niños chiquilines del colegio más pobre, teníamos los padres más
pobres y menos educados, la mayoría de nosotros comía chatarra, y sin embargo
todos éramos mucho más grandes que cualquiera de los chiquilines de los otros
colegios. El nuestro era famoso. Nos tenían miedo.
Nuestro equipo de sexto grado
les pegaba brutas palizas a todos los otros equipos de sexto grado de las demás
escuelas. Sobre todo en el béisbol. Los resultados era 14 a 1, 24 a 3, 19 a 2.
Le pegábamos bien a la pelota.
Un día jugamos contra el
Miranda Bell, el equipo junior campeón de la ciudad. Se juntó algo de plata y
todos nuestros jugadores tenían una gorra con una “D” blanca. Eso nos hacía
tener muy buena pinta. Cuando aparecieron los campeones de 7º grado de Miranda
Bell nuestros muchachos de 6º grado los miraron riéndose. Éramos más grandes,
parecíamos más fuertes, caminábamos de otra manera, sabíamos que les ganábamos
cuando queríamos.
Los chiquilines del
Miranda parecían muy educados. Y muy tranquilos. El mayor era el pitcher.
Eliminó a nuestros tres primeros bateadores, que eran de los mejores. Pero
nosotros teníamos a Lowball Johnson. Lowball los puso en su sitio. La cosa siguió
así, con errores por los dos lados, pegando alguno que otro golpe sin importancia,
pero nada más. Entonces nos tocó batear por séptima vez. Beefcake Cappaletti
enganchó una. Dios, ¡el golpe se pudo escuchar a kilómetros! La bola parecía
que iba a romper una ventana de la escuela. Pegó en el mástil de la bandera que
estaba al lado del techo y cayó. Pudimos dar fácilmente una vuelta completa.
Cappaletti cruzó por todas las bases y a nuestros muchachos les brillaban las
nuevas gorras azules con la “D” blanca.
Después de aquello los
muchachos del Miranda se quebraron. No sabían cómo recuperarse. Como venían de
un barrio rico, no sabían lo que era luchar para recuperarse. Nuestro próximo
jugador hizo dos bases. ¡Cómo gritábamos! Aquello estaba terminado. No podían
con nosotros. El próximo bateador hizo tres bases. Ellos cambiaron de pitcher.
Pudieron eliminar a nuestro próximo jugador. Y después otro hizo una base. Pero
antes de que se nos terminara el turno habíamos hecho 9 carreras.
Los del Miranda ni siquiera
pudieron llegar a batear en su turno. Los chiquilines de 5º grado se les
acercaron y los desafiaron a pelear. Incluso uno de 4º grado entró corriendo a trenzarse
con uno de ellos. Los del Miranda agarraron sus cosas y se fueron. Nosotros los
corrimos a lo largo de toda la calle.
Después no quedó otra
cosa que hacer, así que dos de los nuestros empezaron a pegarse. Era una buena
pelea. Los dos sangraban por la nariz, pero se estaban metiendo buenos golpes
cuando de los profesores que se había quedado a ver el partido los separó. No
supo lo cerca que estuvo de que le dieran una buena paliza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario