martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 12


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En segundo y tercer grado tampoco me dejaron jugar al béisbol, pero igual sabía que me estaba convirtiendo en un buen jugador. Si alguna vez volvía a agarrar un bate, sabía que mandaría la bola afuera de la escuela. Hasta que un día andaba dando vueltas y se me acercó un profesor.

-¿Qué estás haciendo?

-Nada.

-Esta es la clase de Educación Física. Tendrías que estar ahí. ¿Tenés algún problema especial?

-¿Qué?

-¿Sufrís de algo?

-No sé.

-Vení conmigo.

Me colocó en un grupo. Estaban jugando al kickball. El kickball era como el béisbol, pero se jugaba con un balón de fútbol. Cuando el pitcher lo tiraba hacia el círculo vos lo pateabas. Si salía volando y lo agarraban en el aire, quedabas afuera. Si salía a ras del campo o por arriba de los contrarios, corrías por todas las bases que podías.

-¿Cómo te llamás? -me preguntó el profesor.

-Henry.

El profesor se acercó al grupo.

-Bueno -dijo. -Henry va a jugar de recogedor en corto.

Los demás eran de mi clase. Todos me conocían. Recogedor en corto era el puesto más difícil. Me ubiqué. Sabía que me iban a joder. El pitcher hizo rodar el balón demasiado despacio, y otro de los muchachos lo pateó contra mí. Vino muy fuerte, a la altura del pecho, pero no hubo problema. El balón era grande, y pude agarrarlo. Se lo tiré al pitcher. La segunda vez pasó lo mismo. Pero ahora me llegó un poco más alto. Y un poco más fuerte. No hubo problema. Entonces se colocó en el círculo Stanley Greensberg. Ta. Se me acabó la suerte. El pitcher tiró el balón y Stanley lo pateó. Me llegó como una bala de cañón, a la altura de la cabeza. Traté de agacharme pero no pude. El balón me pegó en las manos y al final pude contenerlo y después lo devolví hacia el montículo del pitcher. Tres eliminaciones. Salí corriendo al trote hacia un lateral. Uno se cruzó conmigo y me dijo: “¡Chinaski, el gran agarramierda!”.

Era el chiquilín que usaba vaselina en el pelo y tenía pelos que le salían por la nariz. Me di vuelta:

-¡Eh! -le dije. Se paró. Lo miré: -No vuelvas a decirme nada.

Le pude ver el miedo en los ojos. Volvió a su puesto, yo salí y me apoyé en la baranda mientras le llegaba el turno de batear a mi equipo. No se me acercó nadie, pero no me importó. Estaba ganando terreno.

Era difícil de entender. Éramos los niños chiquilines del colegio más pobre, teníamos los padres más pobres y menos educados, la mayoría de nosotros comía chatarra, y sin embargo todos éramos mucho más grandes que cualquiera de los chiquilines de los otros colegios. El nuestro era famoso. Nos tenían miedo.

Nuestro equipo de sexto grado les pegaba brutas palizas a todos los otros equipos de sexto grado de las demás escuelas. Sobre todo en el béisbol. Los resultados era 14 a 1, 24 a 3, 19 a 2. Le pegábamos bien a la pelota.

Un día jugamos contra el Miranda Bell, el equipo junior campeón de la ciudad. Se juntó algo de plata y todos nuestros jugadores tenían una gorra con una “D” blanca. Eso nos hacía tener muy buena pinta. Cuando aparecieron los campeones de 7º grado de Miranda Bell nuestros muchachos de 6º grado los miraron riéndose. Éramos más grandes, parecíamos más fuertes, caminábamos de otra manera, sabíamos que les ganábamos cuando queríamos.

Los chiquilines del Miranda parecían muy educados. Y muy tranquilos. El mayor era el pitcher. Eliminó a nuestros tres primeros bateadores, que eran de los mejores. Pero nosotros teníamos a Lowball Johnson. Lowball los puso en su sitio. La cosa siguió así, con errores por los dos lados, pegando alguno que otro golpe sin importancia, pero nada más. Entonces nos tocó batear por séptima vez. Beefcake Cappaletti enganchó una. Dios, ¡el golpe se pudo escuchar a kilómetros! La bola parecía que iba a romper una ventana de la escuela. Pegó en el mástil de la bandera que estaba al lado del techo y cayó. Pudimos dar fácilmente una vuelta completa. Cappaletti cruzó por todas las bases y a nuestros muchachos les brillaban las nuevas gorras azules con la “D” blanca.

Después de aquello los muchachos del Miranda se quebraron. No sabían cómo recuperarse. Como venían de un barrio rico, no sabían lo que era luchar para recuperarse. Nuestro próximo jugador hizo dos bases. ¡Cómo gritábamos! Aquello estaba terminado. No podían con nosotros. El próximo bateador hizo tres bases. Ellos cambiaron de pitcher. Pudieron eliminar a nuestro próximo jugador. Y después otro hizo una base. Pero antes de que se nos terminara el turno habíamos hecho 9 carreras.

Los del Miranda ni siquiera pudieron llegar a batear en su turno. Los chiquilines de 5º grado se les acercaron y los desafiaron a pelear. Incluso uno de 4º grado entró corriendo a trenzarse con uno de ellos. Los del Miranda agarraron sus cosas y se fueron. Nosotros los corrimos a lo largo de toda la calle.

Después no quedó otra cosa que hacer, así que dos de los nuestros empezaron a pegarse. Era una buena pelea. Los dos sangraban por la nariz, pero se estaban metiendo buenos golpes cuando de los profesores que se había quedado a ver el partido los separó. No supo lo cerca que estuvo de que le dieran una buena paliza.

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