por Miguel Castellví
PRIMERA ENTREGA
Graham Greene (1904-1991), uno de los novelistas más conocidos del siglo
XX, ha perdido mucha de la popularidad que tuvo en vida. Pero cien años después
de su nacimiento, su obra sigue influyendo a través de discípulos tan
famosos como John Le Carré. Y aunque hoy se lee menos a Greene, sus
creaciones siguen dando juego. Hace algo más de un año se llevaba de nuevo al
cine “El americano impasible”, con Michael Caine [ya ha hablado M.
Castellví aquí mismo de esta
novela y película, tras la sesión con A. Fumagalli sobre moral y adaptación] en el papel
del maduro corresponsal inglés en la guerra de Indochina. Y esta novela ha
entrado entre las cien mejores de todos los tiempos, según una clasificación
del “Guardian”. Porque como el propio Greene decía a propósito de su amigo Evelyn
Waugh, en sus libros nos ha dejado “una finca por la que pasear:
descubrimos panoramas que no habíamos apreciado, senderos para descubrir en el
momento justo porque el lector, como el autor, cambia”.
Infancia feliz y aventuras de juventud
Graham Greene nació el 2 de octubre de 1904 en Berkhamstead,
Hertfordshire. Era el cuarto de los seis hijos de Charles Greene, rector de
Berkhamstead School, y de Marion Raymond Greene, una prima hermana de Robert
Louis Stevenson. Graham tuvo una infancia feliz, de la que recordaba que nunca
se sintió solo. “No había ocasiones de experimentar la soledad, por muy
ocupados que estuvieran nuestros padres, siendo como éramos una familia de seis
niños, una gobernanta, una niñera, un jardinero, una cocinera gorda y alegre,
un ama de llaves muy estimada por todos, un destacamento de criadas, un
batallón de tíos y tías, todos con el apellido Greene –lo que parecía
acercarnoslos-.” Sus padres eran primos y llevaban el mismo apellido.
El destierro de este paraíso terrenal se produjo poco antes de cumplir
ocho años, cuando Graham inició los estudios en la escuela dirigida por su
padre. El colegio –escribe Greene en su autobiografia “Una especie de vida”-
“empezaba detrás del escritorio de mi padre. Se entraba en él por una puerta de
color verde parduzco”. El pequeño Greene sentía, al pasar esa puerta, que
abandonaba el terreno familiar de la casa paterna y cruzaba una frontera
enemiga. El sentimiento se fortaleció cuando a los trece años fue a vivir como
interno. “Había dejado atrás la civilización para penetrar en una comarca
salvaje, de extrañas costumbres e inexplicables crueldades: una comarca en la
que yo era extranjero y sospechoso, literalmente una criatura perseguida, a la
que se atribuían dudosas asociaciones. ¿Acaso no era mi padre el rector? Yo era
el hijo de un colaboracionista en un país ocupado. Mi hermano mayor, Raymond,
era prefecto de la escuela y mayordomo... en una palabra: colaboraba con los
colaboradores. Y yo estaba rodeado por las fuerzas de la resistencia y no podía
unirme a ellas sin traicionar a mi padre y a mi hermano.” Parece estar
leyendo “El factor humano”. Esta doble pertenencia –alumno del colegio e hijo
del rector- es una imagen de lo que han sentido muchos de sus personajes de
creación literaria, donde la línea fronteriza, el territorio enemigo, la doble
vida del espía, la amistad y la traición, han tenido un papel importante.
Pero Graham no se amilanó, y con una habilidad que le sería muy útil en su vida
adulta, se inventaba encargos especiales para rehuir las clases que menos le
gustaban, en especial la gimnasia y los deportes. Y se escapaba, con un libro
en el bolsillo, a su escondite secreto en el campo, fuera del colegio.
La fuga del colegio tomó formas como beber hiposulfito pensando que era
venenoso, vaciar todo un frasco de las gotas contra la fiebre del heno o
tragarse veinte aspirinas. La última fue escaparse de casa a los dieciséis
años, una escapada que duró un solo día y que concluyó con un conciábulo
familiar. Raymond, hermano mayor de Graham, que estudiaba primero de medicina
en Oxford, aconsejó enviarle a un psicoanalista de Londres, Kenneth Richmond.
Graham vivió aquellas semanas en la capital británica como unas vacaciones
extraordinarias, en las que le dejaron en total libertad. Sólo tenía que
estudiar por las mañanas en Kensington Gardens, y someterse a una sesión de
terapía. Richmond tenía una tertulia literaria en su casa, y Greene pudo tratar
a Walter de la Mare, su poeta preferido hasta que compró uno de los primeros
libros de Ezra Pound. Las tardes las dedicaba al cine o al teatro, y allí llevó
a su prima Ave, a una primera representación de “Anna Christie”, de Eugene
O’Neill.
Gracias a la ayuda de Richmond o al cambio de ocupación, Graham terminó
sus años en Berkhamstead School sin más incidentes y se matriculó en Balliol,
uno de los college más prestigiosos de Oxford. En sus años de
universidad coincidió con Waugh, un año mayor que Greene, pero fue mucho más
tarde cuando se hicieron amigos. Sí lo fue, en cambio, de Harold Acton,
después gran historiador del arte inmortalizado por Waugh en “Brideshead
revisited” en el personaje del esteta Anthony Blanche. Los años de Greene en
Oxford pasaron dejando una gran actividad literaria – más de sesenta poesías,
relatos, ensayos y críticas- aunque en su opinión, los versos eran bastante
malos.
Experiencia en el periodismo
Del psicoanálisis Graham Greene salió sin ninguna creencia religiosa, y
no del todo curado como se vió enseguida. En otoño de 1923, durante unas
vacaciones, descubrió en casa de sus padres una pistola de su hermano mayor.
“Sabía lo que iba a hacer con ella, porque había estado leyendo un libro (creo
que de Ossendowski) que describía cómo los oficiales rusos blancos, condenados
a la inacción en el sur de Rusia al fin de la guerra contrarrevolucionaria,
acostumbraban a inventar ciertos juegos para librarse del aburrimiento”. Greene
jugó a la ruleta rusa seis veces en aquellos meses, hasta que en navidades
decidió abandonar este peligroso excitante y marcharse de vacaciones a París.
Ese miedo al aburrimiento, explica en su autobiografía, le duró
toda la vida y le llevó a empresas como un duro viaje por Liberia sin ninguna
experiencia previa en Africa, “a Tabasco durante la persecución religiosa, a
una leprosería en el Congo, a la reserva Kikuyu durante la insurrección
Mau-Mau, a la Malaya convulsionada y a la guerra francesa del Vietnam”. De
todas estas experiencias nacieron libros como “Journey without Maps (Viaje sin
mapas), “Lawless roads” (Caminos sin ley) (y luego “El poder y la gloria”),
“The Quiet American” (El americano impasible), “A Burnt-out Case” (Un caso
acabado).
Tras dos empleos fallidos –en una fábrica de tabaco angloamericana y
como profesor particular- y mientras intentaba escribir una novela sobre
refugiados carlistas en el Londres del siglo XIX en la que aparecía una mujer
romántica llamada doña Rita, Greene fue a Nottingham para trabajar como
redactor becario y sin sueldo en el diario local. Fue allí donde dio
los primeros pasos que le llevaron a convertirse al catolicismo. Era
novio de una católica, Vivien Dayrell-Browning, conocida cuando ella le dejó
una nota en Balliol protestando porque en una crítica de cine había escrito que
los católicos daban “adoración” a la Virgen, cuando en realidad es sólo culto
de “hiperdulía”. “Me inspiró curiosidad alguien que se tomaba tan en serio esos
sutiles distingos de una increíble teología, y entablamos relaciones”. El padre
Trollope, un ex actor de Londres que también se había convertido, le instruyó
en la fe católica. Greene partía de un ateísmo dogmático: “mi primera
dificultad fue, simplemente, creer en Dios. La fecha de los Evangelios, la
evidencia histórica de la existencia del hombre Jesucristo, sólo eran unos
temas interesantes que no se acercaban al centro de mi falta de fe. No es que
careciera de fe en Cristo: carecía de fe en Dios. En caso de que me
convencieran alguna vez de la remota posibilidad de la existencia de un poder
supremo, ominipotente y omnisciente, me daría cuenta de que ya nada sería
imposible. Por eso luché y luché con todas mis fuerzas partiendo de la base de
un ateísmo dogmático. Algo así como una lucha por la superviviencia personal”.
De su recepción en la Iglesia católica en febrero de 1926, Greene
recuerda que la confesión general previa al bautismo condicional le pareció
“una prueba humillante” y en sus memorias, escritas en 1971, dice que
más adelante, “podemos endurecernos antes las fórmulas de la confesión, y llegar
a ser escépticos a propósito de nosotros mismos: quizás sólo intentamos
mantener a medias las promesa que hacemos, hasta que los continuos fracasos o
las circunstancias de nuestra vida privada hagan imposible el hacer más
promesas; y muchos de nosotros abandonamos la confesión y la comunión para
alistarnos en la Legión Extranjera de la Iglesia y luchar por una ciudad de la
que ya no somos enteramente ciudadanos”.
(Poetics & Christianity Project)
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