martes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (102)


Al día siguiente, por la mañana, Bianchon y Rastignac tuvieron que ir en persona a declarar la defunción, cuya certificación quedó extendida a las doce. Dos horas después, ninguno de los dos yernos había enviado dinero, nadie se había presentado en nombre de ellos y Rastignac se había visto obligado a pagar los gastos del sacerdote. Como Silvia había pedido diez francos para amortajar al difunto y coserlo a una mortaja, Eugenio y Bianchon calcularon que si los parientes del muerto se negaban a intervenir, ellos podrían sufragar apenas los gastos. El estudiante de medicina se encargó, pues, de poner él mismo el cadáver en el ataúd de pobre que mandó traer del hospital, donde le saldría más barato.

-Hazles una jugarreta a esos pillos -le dijo Bianchon a Eugenio-. Anda a comprar un nicho en el cementerio de Père Lachaise por cinco años, y encarga un entierro de tercera clase. Si los yernos y las hijas se niegan a pagarte lo que hayas gastado, haz grabar en su tumba este epitafio: “Aquí yace el señor Goriot, padre de la condesa de Restaud y de la baronesa de Nucingen, enterrado a expensas de dos estudiantes.”

Eugenio no siguió el consejo de su amigo hasta después de haber estado infructuosamente en casa de los señores de Nucingen y Restaud, cuyas puertas no pudo trasponer, porque los conserjes, cumpliendo severas órdenes, le dijeron:

-Los señores no reciben a nadie; su padre ha muerto y están sumidos en el más vivo dolor.

Eugenio tenía bastante experiencia del mundo para saber que no debía insistir, y sintió oprimido su corazón al ver que le era imposible hablar a Delfina, pero le escribió estas palabras en la habitación del conserje:

“Venda usted una alhaja para que su padre sea conducido decentemente a su última morada.”

Después de cerrar la carta se la entregó al conserje del barón, rogándole que se la diese a Teresa, para su ama; pero el conserje se la entregó al barón de Nucingen, que la arrojó al fuego. Después de haber dispuesto lo necesario para el entierro, Eugenio volvió a la pensión a eso de las tres y no pudo contener una lágrima al ver en el portal el ataúd cubierto apenas con un paño negro y colocado sobre dos sillas. Un mal hisopo, que nadie había tocado aun, permanecía sumergido en una fuente de cobre plateada llena de agua bendita. La puerta no estaba ni siquiera cubierta con un paño negro. Aquella era la muerte de los pobres, que no tiene fausto, ni comitiva, ni amigos, ni parientes. Bianchon, obligado a ir al hospital, había escrito cuatro letras a Rastignac dándole cuenta de lo que había hecho en la iglesia. El interno le decía que una misa era muy cara, que era preciso contentarse con un sencillo responso y que había enviado a Cristóbal con una carta a las pompas fúnebres. En el momento en que Eugenio acababa de leer la esquela de Biancho9n, vio en manos de la señora Vauquer el medallón de oro que contenía los cabellos de las hijas del difunto.

-¿Cómo se ha atrevido usted a tomar eso? -le preguntó.

-Hombre, ¿querrá usted enterrarlo con él? Si es de oro -dijo Silvia.

-¿Y qué? -repuso Eugenio con indignación-. Que lleve al menos consigo la única cosa que puede representar a sus dos hijas.

Cuando el coche fúnebre llegó, Eugenio ordenó a los mozos que subiesen el ataúd. Lo desclavó y colocó religiosamente sobre el pecho del muerto una imagen que se remontaba a la época en que Delfina y Anastasia eran jóvenes, vírgenes y puras, y no razonaban, como había dicho Goriot en medio de sus gritos de agonía. Rastignac y Cristóbal, acompañados de dos enterradores, fueron los únicos acompañantes del coche que llevaba al pobre hombre a San Esteban del Monte, iglesia poco distante de la calle Nueva de Santa Genoveva. Cuando llegaron allí depositaron el ataúd en una capillita vieja y sombría, junto a la cual el estudiante buscó en vano a las dos hijas de Goriot o a sus maridos. Estuvo solo con Cristóbal, que se creía obligado a tributar los últimos honores a un hombre que le había hecho ganar algunas buenas propinas. Al oír a los dos sacerdotes, el sacristán y el monaguillo, Rastignac estrechó la mano de Cristóbal sin poder pronunciar palabra.

-Sí, señor Eugenio -dijo Cristóbal-, era un hombre bueno y honrado que nunca decía una palabra más alta que la otra, ni hacía daño a nadie.

Los dos sacerdotes, el sacristán y el monaguillo tributaron al difunto las plegarias que se pueden obtener por setenta francos en una época en que la religión no es lo bastante rica como para rezar de balde. El clero cantó un salmo, el Libera y el De Profundis. La ceremonia duró veinte minutos, y al terminar, sólo había un coche para el sacerdote y el monaguillo, que consiguieron en recibir consigo a Eugenio y a Cristóbal.

-Como no hay comitiva y son ya las cinco y media, podremos ir más rápido para no retrasarnos.

Sin embargo, en el momento en que el cuerpo fue colocado de nuevo en el coche fúnebre, dos coches cuyas portezuelas ostentaban las armas de la nobleza, pero que estaban vacíos, el del conde de Restaud y el del barón de Nucingen, se presentaron y siguieron al cortejo hasta el cementerio de Père Lachaise. A las seis, el cuerpo de papá Goriot fue colocado en su fosa, alrededor de la cual cual estaban los criados de sus hijas, los que desaparecieron junto con el clero tan pronto como este pronunció una corta plegaria pagada con el dinero del estudiante. Una vez que los dos enterradores hubieron arrojado algunas paletadas de tierra sobre el ataúd para enterrarlo, se irguieron, y uno de ellos, dirigiéndose a Rastignac, le pidió la propina. Eugenio echó mano al bolsillo, lo encontró vacío y se vio obligado a pedirle un franco prestado a Cristóbal. Este hecho, tan sencillo en sí mismo, determinó a Eugenio un horrible acceso de tristeza.

El día empezaba a declinar, un crepúsculo húmedo excitaba los nervios. Eugenio contempló la tumba y sepultó en ella su última lágrima de joven, esa lágrima arrancada por las santas emociones de un corazón puro, una de esas lágrimas que, desde la tierra donde caen, rebotan hasta los cielos. Después se cruzó de brazos y contempló las nubes. Al verlo de este modo, Cristóbal se decidió a dejarlo.

Una vez solo, Rastignac dio algunos pasos hacia la parte alta del cementerio, y desde allí contempló París tortuosamente extendida a lo largo de las dos orillas del Sena, a la hora en que comenzaban a brillar las luces. Sus ojos se fijaron casi con avidez en la columna de la plaza de Vendôme y los Inválidos, allí donde vivía aquel hermoso mundo que tanto había deseado frecuentar. Dirigió a aquella bulliciosa colmena una mirada con la cual parecía absorber de antemano su miel, y dijo estas grandiosas palabras:

-¡Ahora nos veremos!

Y como el primer acto de su reto que lanzaba a la Sociedad, Rastignac se fue a comer a casa de la señora de Nucingen.

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