martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (36)


Capítulo IV

La partida del Sargento Cimarrón (4)

¡Demasiado compartía el Zorrino aquellas palabras! También él las hubiera dicho todas, sin faltar una sola, de estar en la situación de Don Juan. Y habría agregado otras aun más duras. Pero su posición era muy distinta. Él tenía que evitar peligros a su primo, por lo menos hasta que se despejara el horizonte. A todo lo que él decía, pues, le daba como ganas de patearlo en cuanto se le aparecía en el marote, pero lo decía. Hasta que se dispuso a poner sobre el tapete una carta que se le apareció sin saber cómo, y a la que juzgó un “triunfo”:

-¿Y la Mulita?

En ella había vuelto a dar el pensamiento de Don Juan. Se sonrió, afectuosamente, pues, al advertir la ocurrencia del Zorrino.

-Sí, mi primo -exclamó-. Por cuidarla es que tendremos que andar midiendo los pasos… Solito por ella es que…

Su cabeza se irguió con fiereza. Después… volvió a bajarla envuelta en sombras.

¿Qué pie, por arrogante que vaya, no afloja y se encoge al pisar una espina? ¿Qué brazo, el más nervudo, no se estremece si es tocado en su herida? O, mejor todavía, ¿qué mano, entre todas enérgica, revolviendo cenizas apagadas no se crispa si se da con un ascua que despierta?

-Ahora, primo, me va a llevar para su casa. Usté siempre, siempre con que yo lo visitara. No sé para qué, me decía yo. ¡Si él me visita siempre! ¡Si nos encontramos en todos lados…! ¡Pues, ya ve, ahora usté mismito me lleva a su rancho!

Entró al rancho y retornó con el apero entre los brazos. A un costado pendían las boleadoras. Debajo del recado bajo el ombú, agarró el cabestro, y desapareció detrás de las casas. Volvió trayendo el tostado de tiro. Lo situó a conveniente distancia del cebruno. Con serena rapidez puso el freno y ensilló. No escapó al Zorrino que Don Juan ajustaba la cincha más de lo habitual. Entonces,

-¡Previsor! -se dijo-. Entre tantos peligros que se nos vienen encima, hay que ser advertido. Lo vio regresar, siempre silencioso, al rancho, para aparecer emponchado.

Don Juan se quitó el sombrero, le hizo pender el barbijo replegado en su interior y, al encasquetarlo de nuevo, pasó la cinta bajo el mentón. Después, recogió el poncho sobre los hombros. El brusco movimiento dejó ver tamaña pistola de dos caños.

Casi al mismo tiempo los primos estuvieron a caballo.

-¿Linda la mañanita, no?

Estupefacto, el Zorrino no pudo contestar. Hacía ratos que aguardaba a que Don Juan hablara, pero confiando en algo que saldría con algo que cayera más cerca del montón de respuestas y argumentos que él tenía preparados. Habiendo ido su primo a parar tan lejos de sus previsiones, el Zorrino se quedó como horno: con la boca abierta y mudo.

Callados, pues, iniciaron el trote. Fulguraba el sol. El montecito que acompañaba a una cañada a todo su largo, era la meta. Sin meterse en él, marcharían un trecho oculto, costeándolo. El Zorrino, de reojo, miraba con ternura a su primo Empezó a sentirse feliz al comprobarse necesario en la vida de quien le era lo más sagrado del mundo. Y en ese anhelo de ser dichoso que, quién más quién menos, tenemos todos -o tuvimos antes, cuando no estábamos tan viejos-, él iba imaginando en el inminente futuro una acción personal de mayor preponderancia, al punto de que, en seguida, ya soñaba ser báculo de Don Juan, y libro abierto y lanza de media luna y trabuco, todo junto.

-Si quieren tocarlo a él -decíase entre el apagado redoblar de los cascos- van a tener que pasar por arriba mío. Y para pasar por arriba mío… va a haber que pelear un ratito medio largo. ¡Digo yo!

Inundado por un delirio de felicidad, mientras el cebruno pedía riendas hollando un manso gramillal moteado de chilcas, él se veía, un entrevero furibundo, raje y raje milicos a punta de cuchillo. Y, como siempre en circunstancias parecidas, acarició el mango de plata y oro, el Zorrino. Y habló a su daga:

-¡Compañera -susurró- la convido para la defensa de Don Juan!

Pocas cuadras distaban del monte, cuando, tiesas las orejas, los brutos alzaron la cabeza. Y fue instintivo el tirón que de las riendas recibieron. Para mayor alarma de los parientes, de inmediato una bandada de pequeños pájaros revoloteó entre las ramas de los primeros árboles y se lanzó a campo traviesa, pasándoles a los chistidos, por encima. Capaces de salir hechos luz a la menos insinuación de sus dueños, el cebruno y el tostado ahora aguardaban inmóviles, tensos.

-¡Pucha, te estoy comprometiendo!

Era rabioso el acento de Don Juan; pero el Zorrino, por entre la fiereza con que había vuelto a fijar su mirada en el monte, dejó escurrir una sonrisa. Y la apagó sin que por eso se atenuase la satisfacción que le animara cuando, en bayo de gran alzada, surgió entre el ceibal un “clase” -el Sargento Cimarrón-, seguido por un milico -el Soldado Cuzco Overo-, y luego, por otro y por otro más: los Soldados Mao Pelada, Avestruz, el cabizbajo entrerriano Vizcacha, y por otro, aun, ¡el joven Asistente Macá! Todos de carabina en bandolera.

El jefe de la partida debió de haber dado la voz de ¡Alto! al tornar con viveza la cabeza hacia sus subordinados, porque estos, echando como él el cuerpo atrás, detuvieron en seco sus cabalgaduras. Simultáneamente, las chatas, corvas, alguna herrumbrienta, hojas de los machetes abandonaban sus vainas.

Don Juan, que los contó, y que haciendo en al aire su plan observaba con muy especial atención el estado de las cabalgaduras policiales, cruzó ante su primo para ir a situarse a pocos pasos, en un espacio libre de chilcas.

Pensando que el desplazamiento de Don Juan tenía por objeto elegirse para sí el mejor lugar,

-¡Previsor! .se dijo, como ratos antes, el Zorrino, satisfecho.

En su generosidad y en su cariño por Don Juan no midió que, de ser cierto lo que pensó, ello implicaba un egoísmo de su primo. Por suerte, los hechos demostraron muy pronto que se equivocaba el Zorrino.

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