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JOHN KEATS: POESÍA PARA SANAR EL ALMA


por Victoria Moratiel
En una de sus conferencias, Borges señala sin escatimar detalles el momento en que la vocación de escritor se le reveló como destino. Desde su memoria infatigable emerge la casa familiar con la biblioteca repleta de libros, cuya ubicación aún recuerda con precisión, mientras repite los versos que oía a su padre recitar en inglés. Aquella voz es la señal, el rayo que ilumina por la noche el camino a seguir en una encrucijada. Se trata de una estrofa de la “Oda a un ruiseñor”, quizás el más conocido de los poemas de John Keats (1795-1821):
Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!

No habrá gentes hambrientas que te humillen;
La voz que oigo esta noche pasajera fue oída
Por el emperador antaño y por el labriego;
Tal vez el mismo canto llegó al corazón triste
De Ruth, cuando, sintiendo nostalgia de su tierra,
Por las extrañas mieses se detuvo, llorando;
El mismo que hechizara a menudo los mágicos
Ventanales abiertos sobre espumas de mares
Azarosos en tierras de hadas y de olvido.


Como es obvio, esa revelación no fue de naturaleza intelectual, ya que el niño era incapaz de comprender el secreto que permite al ruiseñor mantener su canto incólume, siendo siempre el mismo a lo largo de sus sucesivas apariciones, esto es, el misterio de lo perpetuo escondido en la vivencia del puro presente, al margen del pasado y del futuro. Más bien el poder de la poesía se le mostró de forma sensible, auditiva, al descubrir “que las palabras no sólo son un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música”, fetiches sonoros que un hechicero podría llegar a instrumentar sabiamente. No hay duda de que, tras la cadencia y el ritmo del más musical de todos los poetas ingleses, se le presentó al pequeño Borges la figura del mítico Orfeo, ese que aplacaba con sus canciones la furia de los elementos y las fieras, tranquilizaba a los guerreros, cautivaba incluso a las plantas y a los dioses infernales, mientras redimía a los héroes de los castigos eternos e intentaba recuperar a su amada de las entrañas de la muerte. Nada de esto es ajeno a la poesía de Keats, porque, instruido en la filosofía de la naturaleza y la estética de los primeros románticos alemanes, no sólo creyó en la capacidad mágica del arte para despertar el espíritu que anida en el interior de todos los fenómenos naturales sino en su valor terapéutico, en su potencial para sanar la principal herida humana, surgida del contraste entre lo eterno y lo fugaz. De este modo, hizo de la poesía un phármakon, a la vez un veneno y un remedio, una bebida alucinógena que hace soportable el desgarramiento del alma, llamada a convivir con la belleza, pero obligada a enfrentarse al dolor y a la podredumbre de la enfermedad que la disgrega en el tiempo:
Me duele el corazón y aqueja un soñoliento

Torpor a mis sentidos, cual si hubiera bebido
Cicuta o apurado algún fuerte narcótico
Ahora mismo, y me hundiese en el Leteo:
No porque sienta envidia de tu hado feliz,
Sino por excesiva dicha en tu ventura,
Tú que, Dríada alada de los árboles,
En alguna maraña melodiosa
De los verdes hayales y las sombras incontables,
A plena voz le cantas al estío.

¡Oh! ¡Quién me diera un sorbo de vino, largo tiempo

Refrescado en la tierra profunda,
Sabiendo a Flora y a los campos verdes,
A danza y canción provenzal y a soleada alegría!
¡Quién un vaso me diera del Sur cálido,
Colmado de hipocrás rosado y verdadero,
Con bullir en su borde de enlazadas burbujas
Y mi boca de púrpura teñida;
beber y, sin ser visto, abandonar el mundo
Y perderme contigo en las sombras del bosque!

A lo lejos perderme, disiparme, olvidar

Lo que entre ramas no supiste nunca:
La fatiga, la fiebre y el enojo de donde,
Uno a otro, los hombres en su gemir se escuchan,
Donde sacude el temblor postreras canas tristes;
Donde la juventud, flaca y pálida, muere;
Donde, sólo al pensar, nos llenan la tristeza
Y esas desesperanzas con párpados de plomo;
Donde sus ojos claros no guardan la hermosura
Sin que, ya al otro día, los nuble un amor nuevo.

¡Perderme lejos, lejos! Pues volaré contigo,

No en el carro de Baco y con sus leopardos,
Sino en las invisibles alas de la Poesía,
Aunque la mente obtusa vacile y se detenga.


John Keats fue –para mi gusto– el más grande de los poetas románticos ingleses, aunque naciera el último y muriese el primero, a los veinticinco años de edad. Tuvo trato con todos ellos, si bien su debilidad física y las repetidas “crisis de melancolía”–según él mismo las define– muchas veces lo mantuvieron alejado de la intensa vida cultural de entonces. No era para menos. Huérfano de padre desde muy pequeño, sufrió el breve pero malhadado segundo matrimonio de su progenitora. Y tras perder a uno de sus hermanos, la muerte de ella misma a causa de la tuberculosis. Quedó desamparado siendo un adolescente, aun cuando se encontrase a cargo de la abuela. De hecho, al poco tiempo le tocó cuidar a su hermano Tom, quien pereció de tisis, igual que el poeta. Tampoco en el amor tuvo demasiada suerte. Al parecer, nunca consiguió concretar la relación con su amada Fanny Brawne. La publicación de sus cartas escandalizó a la sociedad victoriana no tanto por lo sucedido cuanto por la desmesurada obsesión del poeta hacia ella. Una pasión, que lo consumía y quizás lo llevó a escribir la balada “La Belle Dame sans Merci”, la historia de un joven que encuentra en la pradera un hada bellísima quien le ofrece su amor y lo lleva a una gruta, donde descubre que en verdad se trata de una bruja que lo ha tomado prisionero. Su primera educación, de corte humanista, fue interrumpida bajo la custodia de la abuela, quien, aleccionada por los tutores, le hizo buscar una ocupación más rentable económicamente. Así es como estudió medicina en el Guy’s Hospital de Londres, lo cual le permitió ponerse al corriente de los últimos adelantos en las ciencias biológicas, que por entonces seguían las pautas holistas de la Naturphilosophie alemana. Se especializó como cirujano y concluyó los estudios de farmacia, pero, una vez terminados, decidió abandonar la profesión por la poesía. Y, como suele ocurrirle a muchos de los grandes poetas, la fama no lo alcanzó en vida. Por el contrario, sus escritos recibieron frecuentes desprecios o críticas y sólo fueron reivindicados después de su muerte. En resumidas cuentas, su corta vida estuvo signada por la enfermedad, el rechazo y las constantes pérdidas familiares, ante las cuales osciló entre la aceptación trágica de la soledad y el denodado empeño por superar el sufrimiento, la miseria y la caducidad de la existencia:
¡Oh, soledad! Si contigo debo vivir

Que no sea en el desordenado sufrir
De turbias y sombrías moradas,
Subamos juntos la escalera empinada;
Observatorio de la naturaleza,
Contemplando del valle su delicadeza,
Sus floridas laderas,
Su río cristalino corriendo.


El paso por la ciencia y la medicina hizo de Keats un poeta de gran sensualidad, capaz de escribir acerca del dolor, el placer corporal y el deseo sexual con sorprendente finura, abordándolos siempre desde la totalidad de lo sensible, esto es, desde lo ya espiritualizado y, como consecuencia, sus versos son profusos en sinestesias. Pero también, de la perspectiva de la vida biológica surgió una valoración positiva de la finitud y la carencia, como piedra de toque necesaria para cualquier conocimiento. Lo dice en cartas a su familia: “nada es real hasta que se experimente; aún un proverbio no lo es hasta que lo hayamos ilustrado”. Se lo reitera poco después a Reynolds: “hasta que estamos enfermos no entendemos nada […] El dolor es sabiduría”, para finalmente admitir que “los axiomas en filosofía no son axiomas hasta no ser probados en nuestros pulsos”, es decir, en carne propia. Al aferrarse a la certeza, a esa constancia directa que se da en la sensación y el sentimiento, terminó por rechazar la racionalidad científica como modo privilegiado del conocer, entre otras cuestiones, porque estropea el sentido de la belleza. Así lo muestra su poema “Lamia”, donde Keats se queja del desencantamiento que produce a la maravillada visión corriente del arco iris la explicación de Newton sobre la descomposición de la luz al pasar por un prisma:
… ¿No vuelan todos los encantos

Al mero toque de la fría filosofía?
Una vez hubo un tremendo arcoíris en el cielo:
Sabemos su urdimbre, su textura; y ya figura
En el insulso catálogo de las cosas triviales.
La filosofía corta alas a los ángeles,
Con la regla y la línea conquista los misterios,
Disipa el aire encantado y a mis gnomos–
Desteje el arcoíris…


La auténtica actitud creadora consiste en abrirse al mundo sin imposiciones ni resistencias, en saber recibir, escuchar y mimetizarse con él como haría un camaleón –según dice en carta a Richard Woodhouse–. Sólo por el vaciamiento del ego es posible sentir empatía, identificarse con el universo trascendiendo los propios límites en una especie de intuición intelectual que funda el carácter artístico, ese que carece de atributos. En definitiva, el poeta es lo menos poético de cuanto existe y su falta de identidad le permite encarnarse en otros cuerpos. De ahí que reclame ante su amigo Bailey:
Nunca he sido capaz de percibir aún cómo alguna cosa puede ser conocida de verdad por razonamiento consecutivo […] Oh… ¡por una vida de sensaciones más que de pensamientos! […] Si un gorrión llega a mi ventana tomo parte en su existencia y picoteo alrededor en la grava.
La plasticidad de la imaginación es su gran aliado, porque puede construir la imagen de lo real –cuando se atiene al límite de la sensación y delinea el mundo fijándolo a través de sus elementos contrarios–, pero también puede extender sus alas, remontar por encima de las oposiciones y emprender el vuelo hacia lo infinito. Esto se debe a su capacidad negativa, “aquella por la cual –escribe Keats a sus hermanos– un hombre es capaz de existir en medio de incertidumbres, misterios, dudas, sin una búsqueda irritable del hecho y de la razón”, o sea, sin adherir a una posición determinada, sin concluir ni decidir, sin resolver la realidad con una síntesis definitiva. Aceptar la imperfección, e incluso celebrarla, refuerza la honestidad con que el poeta se enfrenta al mundo y constituirá el principal motivo de su fricción con Percy Shelley, quien, a pesar de una vida libertina y plagada de desgracias, creía –como buen anarquista– en la perfectibilidad humana y en los beneficios sociales y políticos del arte. Para Keats, en cambio, este estado emocional conflictivo, caracterizado por la inquietud y la tensión que resultan de necesidades internas incompatibles con igual intensidad, amplía el campo de la imaginación más allá de lo mensurable y es la fuente misma de la poesía. Un arte sin concesiones que, en consecuencia, consigue llegar hasta la esencia de la vida y alcanzar la belleza en su identidad con la verdad. Esta última idea se expresa al final de la “Oda a una urna griega”, canto a una vasija de mármol, a través de cuyas figuras se narra una historia que en su día seguramente fue real, pero que ahora aparece en su aspecto idealizado, inmóvil, silenciosa y, precisamente por eso, imperecedera, guardando la incógnita de la infinidad de potencialidades contenidas en su reposo y que sólo el despliegue de distintas secuencias temporales podría hacer efectivas:

Tú, silenciosa forma, tu enigma nuestro pensar excede
Como la eternidad! ¡Oh, fría Pastoral!
Cuando a los hoy lozanos ya la vejez consuma,
Tú permanecerás, entre penas distintas
De las nuestras, amiga de los hombres, diciendo:
“La belleza es verdad y la verdad belleza”…
Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta.
Aunque lo bello es eterno, surge desde el interior de lo sensible y su patencia, en cierto sentido, redime lo finito, lo engrandece y lo eleva por encima de la contingencia y la caducidad. Por eso, el fin de todo arte ha de ser la belleza y nada más. Con esto basta para que su mensaje resulte rupturista, aunque se busquen modelos en el mundo antiguo. En este punto, Keats se acerca al neoplatonismo de los primeros románticos alemanes, para quienes el bien y la verdad se hermanan en la belleza:
Una cosa bella es un goce eterno:

Su hermosura va creciendo
Y jamás caerá en la nada;
Antes conservará para nosotros
Un plácido retiro,
Un dormir lleno de dulces sueños,
Salud y tranquila respiración.


Los anteriores versos inician Endimión, donde se narra la historia de un pastor cuyos encantos enamoran a Selene, la diosa luna, quien, deseosa de no perderlo nunca, ruega a Zeus que le conceda la inmortalidad. Sin embargo, éste le otorga la vida perenne con la condición de que no despierte jamás, mientras la luna vela cada noche su sueño perpetuo arrobada por su hermosura. A través de imágenes poderosas de gran originalidad, Keats desarrolla la paradoja que entraña la eternidad de la belleza en la inmanencia de lo finito, al colocar en un mismo nivel vida, muerte, ficción y lucidez, un enigma que sólo podría resolver el arte. Algo parecido ocurre en su poema “Al sueño”:
Suave embalsamador de la alta noche,

Cierras con dedos tersos y benignos
Nuestros ojos dichosos en tinieblas
Y a salvo de la luz, divino olvido.

Oh Dulce Sueño, entorna si te place,

En medio de este himno tuyo, mis párpados,
O espera a que el amén, tu adormidera,
Vierta sobre mi lecho sus arrullos.

Entonces sálvame, o dorará el día

Mi almohada, nutriendo los pesares;
De la conciencia, sálvame, que azuza

Su fuerza entre lo oscuro como un topo,

Gira la llave en su engrasado cierre
Y sella en silencio el cofre de mi Alma.


Ocurre que para Keats la muerte nunca fue una abstracción sino una presencia, una amenaza y un reto constantes desde su infancia. No puede decirse que su breve existencia fuera –como es para todos– sólo un curso hacia la muerte. En todo caso, se realizó en y con la muerte, haciendo de ella “fuente eterna de una linfa inmortal que cae sobre nosotros desde la orilla del cielo”. Por eso su poesía, por eso el epitafio que dejó escrito para su sepultura:

Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua.


(El vuelo de la lechuza / 19-11-2018)

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