Mientras terminaba de
vestirse analizó las palabras de los médicos, se complació en pensar que papá
Goriot no estaría tan gravemente enfermo como se creía y, por fin, buscó
razonamientos asesinos para justificar a Delfina. Ella no conocía el estado en
que se encontraba su padre, y el mismo enfermo la enviaría al baile si fuese a
verlo. Muchas veces la ley social, implacable en sus fórmulas, condena en
circunstancias en que el crimen aparente es excusado por las innumerables
modificaciones que introducen en el seno de las familias la diferencia de
caracteres y la diversidad de intereses y situaciones. Eugenio quería engañarse
a sí mismo y estaba dispuesto a sacrificar su conciencia por su querida. Hacía
dos días que había cambiado por completo. La mujer le había trasmitido sus
desórdenes, había eclipsado a la familia y lo había confiscado todo en provecho
propio. Rastignac y Delfina se habían encontrado en las circunstancias más
favorables para sentir uno por otro los más vivos goces. Su bien nutrida pasión
había crecido con lo que mata a las demás pasiones: con el goce. Al poseer a
aquella mujer, Eugenio notó que hasta entonces no había hecho más que desearla
y que no la había amado hasta el día siguiente: el amor tal vez no es más que
el agradecimiento del placer. Infame o sublime, adoraba a aquella mujer por las
voluptuosidades con que lo había dotado, del mismo modo que Delfina amaba a
Rastignac tanto como Tántalo hubiera amado al ángel que hubiese ido a
satisfacer su hambre o a extinguir su sed.
-Bueno, ¿cómo está mi
padre? -preguntó la señora de Nucingen tan pronto como estuvo de vuelta listo
para ir al baile.
-Muy mal -respondió el
estudiante-, y si quiere usted darme una prueba de cariño, corramos a verlo.
-Bueno, sí -dijo ella-,
pero después del baile. Mi buen Eugenio, sea juicioso, no me predique moral;
vamos.
Los dos amantes
partieron, y Eugenio permaneció silencioso durante gran parte del camino.
-Pero ¿qué tiene usted?
-le preguntó Delfina.
-Oigo el estertor de su
padre -le respondió el estudiante con seriedad.
Dicho esto, se puso a
contar con la calurosa elocuencia de un joven la feroz acción que había
cometido la señora de Restaud por vanidad, la crisis mortal que había acarreado
a su padre el último esfuerzo y lo que costaría el traje de baile de Anastasia.
Delfina lloraba.
“Voy a estar fea”, pensó.
Y sus lágrimas se secaron.
-Iré a ver a mi padre y
no me separaré de la cabecera de su cama -repuso.
-¡Ah, así era como quería
verte! -exclamó Rastignac.
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