lunes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (93)


Mientras terminaba de vestirse analizó las palabras de los médicos, se complació en pensar que papá Goriot no estaría tan gravemente enfermo como se creía y, por fin, buscó razonamientos asesinos para justificar a Delfina. Ella no conocía el estado en que se encontraba su padre, y el mismo enfermo la enviaría al baile si fuese a verlo. Muchas veces la ley social, implacable en sus fórmulas, condena en circunstancias en que el crimen aparente es excusado por las innumerables modificaciones que introducen en el seno de las familias la diferencia de caracteres y la diversidad de intereses y situaciones. Eugenio quería engañarse a sí mismo y estaba dispuesto a sacrificar su conciencia por su querida. Hacía dos días que había cambiado por completo. La mujer le había trasmitido sus desórdenes, había eclipsado a la familia y lo había confiscado todo en provecho propio. Rastignac y Delfina se habían encontrado en las circunstancias más favorables para sentir uno por otro los más vivos goces. Su bien nutrida pasión había crecido con lo que mata a las demás pasiones: con el goce. Al poseer a aquella mujer, Eugenio notó que hasta entonces no había hecho más que desearla y que no la había amado hasta el día siguiente: el amor tal vez no es más que el agradecimiento del placer. Infame o sublime, adoraba a aquella mujer por las voluptuosidades con que lo había dotado, del mismo modo que Delfina amaba a Rastignac tanto como Tántalo hubiera amado al ángel que hubiese ido a satisfacer su hambre o a extinguir su sed.

-Bueno, ¿cómo está mi padre? -preguntó la señora de Nucingen tan pronto como estuvo de vuelta listo para ir al baile.

-Muy mal -respondió el estudiante-, y si quiere usted darme una prueba de cariño, corramos a verlo.

-Bueno, sí -dijo ella-, pero después del baile. Mi buen Eugenio, sea juicioso, no me predique moral; vamos.

Los dos amantes partieron, y Eugenio permaneció silencioso durante gran parte del camino.

-Pero ¿qué tiene usted? -le preguntó Delfina.

-Oigo el estertor de su padre -le respondió el estudiante con seriedad.

Dicho esto, se puso a contar con la calurosa elocuencia de un joven la feroz acción que había cometido la señora de Restaud por vanidad, la crisis mortal que había acarreado a su padre el último esfuerzo y lo que costaría el traje de baile de Anastasia. Delfina lloraba.

“Voy a estar fea”, pensó. Y sus lágrimas se secaron.

-Iré a ver a mi padre y no me separaré de la cabecera de su cama -repuso.

-¡Ah, así era como quería verte! -exclamó Rastignac.

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