lunes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (92)


LA MUERTE DEL PADRE (4 / 7)

Eugenio bajó a comer cuando Bianchon subió, y luego ambos velaron alternativamente al enfermo, ocupándose el uno en leer sus libros de medicina y el otro en escribir a su madre y a sus hermanas. Al día siguiente, según Bianchon, los síntomas que se declararon en el enfermo fueron de feliz augurio, pero exigieron cuidados que sólo eran capaces de prodigar los dos estudiantes y cuyo relato es imposible hacer, a menos de romper la pudibunda fraseología de la época. Las sanguijuelas aplicadas al raquítico cuerpo del anciano fueron acompañadas de cataplasmas, de baños de pies y maniobras médicas que exigían la fuerza y la abnegación de los dos jóvenes. La señora de Restaud no se prresentó, enviando a buscar los mil francos con un mandadero.

-Yo creí que vendría ella misma; pero me alegro de que no lo haya hecho, porque así se evita el disgusto de verme enfermo -dijo el pobre padre celebrando esta circunstancia.

A las siete de la noche, Teresa se presentó para entregar a Eugenio una carta de Delfina.

“¿Qué hace usted, amigo mío? ¿Seré olvidada cuando apenas ha empezado a amarme? En nuestras íntimas confidencias me ha demostrado tener un alma demasiado hermosa para no ser de aquellos que permanecen siempre fieles al ver los muchos matices que tienen los sentimientos. Como ha dicho usted al escuchar la plegaria de Moisés: “Para unos, es una misma nota, es el infinito de la música”, no olvide que lo espero esta noche para ir al baile de la señora de Beauséant. El contrato del señor de Ajuda se ha firmado esta mañana en la corte y la pobre vizcondesa no lo ha sabido hasta las dos. Todo París irá a su casa, como acude el pueblo a la plaza de la Grève el día de una ejecución. ¿No es horrible ir a ver si esta mujer ocultará su dolor y sabrá morir bien? Amigo mío, yo no iría si hubiese estado alguna vez en su casa; pero es seguro que no volverá a recibir nunca más, y si no aprovecho esta ocasión, todos mis esfuerzos habrán sido inútiles. Mi situación es muy diferente de la de los demás. Por otra parte, yo voy allí por usted. Lo espero. Si no está usted a mi lado dentro de dos horas, no sé si le perdonará esta traición.”

Rastignac tomó la pluma y le contestó así:

“Estoy esperando al médico para saber si su padre tiene esperanzas de vida. Está moribundo. Iré a comunicarle a usted la sentencia, y mucho me temo que sea una sentencia de muerte. Usted verá si después de esto, puede ir al baile. Mis afectos.”

El médico se presentó a las ocho y media y, sin dar una opini´no favorable, no pensó que la muerte fuera inminente. Anunció recaídas y mejorías, de las cuales dependería la vida y la razón del buen hombre.

-Sería preferible que muriese en seguida -acabó por decir el doctor.

Eugenio confió a papá Goriot a los cuidados de Bianchon y se fue a omunicar a la señora de Nucingen las tristes nuevas que, en su espíritu todavía imbuido de deberes familiares, debían suspender toda alegría.

-Dígale usted que no deje de divertirse -le gritó papá Goriot, que parecía amodorrado, pero que se irguió en la cama en el momento en que Rastignac salió.

El joven se presentó lleno de dolor en casa de Delfina, encontrándola peinada, calzada y dispuesta a ponerse su traje de baile. Pero, semejantes a las pinceladas con que los pintores acaban sus cuadros, los últimos preparativos demandaban más tiempo que el arreglo íntimo.

-¡Cómo! ¿Aun no está usted vestido?

-Pero, señora, su padre…

-¿Otra vez mi padre? -exclamó interrumpiéndolo-. Supongo que no querrá usted enseñarme lo que debo a mi padre, a quien conozco de sobra. Ni una palabra, Eugenio. No le escucharé hasta que no esté vestido. Teresa lo ha preparado todo, mi coche está dispuesto, tómelo y venga en seguida. Hablaremos de mi padre mientras vamos al baile. Hay que marchar temprano, porque si nos toma la fila de coches, deberemos considerarnos felices si podemos entrar a las once.

-¡Señora…!

-Váyase, no diga usted nada -dijo Delfina entrando en su gabinete para ponerse un collar.

-Pero váyase usted, señor Eugenio, mire que se enfadará la señora -dijo Teresa empujando al joven, asombrado de aquel elegante parricidio.

Fue a vestirse haciéndose las más tristes, las más desalentadoras reflexiones. Eugenio veía el mundo como un océano de lodo en el que un hombre se hundía hasta el cuello si osaba poner en él su planta. “No se cometen más que crímenes mezquinos. “Vautrin es más grande”, se dijo.

Había visto las tres grandes expresiones de la sociedad: la Obediencia, la Lucha y la Revolución; la Familia, el Mundo y Vautrin, y no se atrevía a decidirse. La Obediencia era enojosa, la Revolución imposible y la Lucha incierta. Su pensamiento lo llevó al seno de su familia. Recordó las puras emociones de aquella vida tranquila y los días pasados en medio de los seres donde era querido. Conformándose con las leyes naturales del hogar doméstico, aquellos seres queridos encontraban una dicha continua y sin angustias. No obstante sus buenos pensamientos, Eugenio no se sintió con valor para ir a confesar a Delfina la fe de las almas puras, ni a ordenarle la Virtud en nombre del Amor. Su educación, comenzanda ya, había dado sus frutos. Amaba egoístamente, su tacto le había permitido reconocer la naturaleza del corazón de Delfina, presentía que esta era capaz de pasar sobre el cuerpo de su padre para ir al baile, y él no se sentía con fuerzas para desempeñar el papel de moralista, no tenía valor para desagradarla ni poseía la virtud de abandonarña.

“Nunca me perdonaría el haber tenido razón en estas circunstancias” se dijo.

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