LA MUERTE DEL PADRE (4 / 7)
Eugenio bajó a comer
cuando Bianchon subió, y luego ambos velaron alternativamente al enfermo, ocupándose
el uno en leer sus libros de medicina y el otro en escribir a su madre y a sus hermanas.
Al día siguiente, según Bianchon, los síntomas que se declararon en el enfermo fueron
de feliz augurio, pero exigieron cuidados que sólo eran capaces de prodigar los
dos estudiantes y cuyo relato es imposible hacer, a menos de romper la
pudibunda fraseología de la época. Las sanguijuelas aplicadas al raquítico cuerpo
del anciano fueron acompañadas de cataplasmas, de baños de pies y maniobras
médicas que exigían la fuerza y la abnegación de los dos jóvenes. La señora de Restaud
no se prresentó, enviando a buscar los mil francos con un mandadero.
-Yo creí que vendría ella
misma; pero me alegro de que no lo haya hecho, porque así se evita el disgusto
de verme enfermo -dijo el pobre padre celebrando esta circunstancia.
A las siete de la noche,
Teresa se presentó para entregar a Eugenio una carta de Delfina.
“¿Qué hace usted, amigo
mío? ¿Seré olvidada cuando apenas ha empezado a amarme? En nuestras íntimas
confidencias me ha demostrado tener un alma demasiado hermosa para no ser de
aquellos que permanecen siempre fieles al ver los muchos matices que tienen los
sentimientos. Como ha dicho usted al escuchar la plegaria de Moisés: “Para unos, es una misma nota,
es el infinito de la música”, no olvide que lo espero esta noche para ir al
baile de la señora de Beauséant. El contrato del señor de Ajuda se ha firmado
esta mañana en la corte y la pobre vizcondesa no lo ha sabido hasta las dos.
Todo París irá a su casa, como acude el pueblo a la plaza de la Grève el día de
una ejecución. ¿No es horrible ir a ver si esta mujer ocultará su dolor y sabrá
morir bien? Amigo mío, yo no iría si hubiese estado alguna vez en su casa; pero
es seguro que no volverá a recibir nunca más, y si no aprovecho esta ocasión,
todos mis esfuerzos habrán sido inútiles. Mi situación es muy diferente de la
de los demás. Por otra parte, yo voy allí por usted. Lo espero. Si no está
usted a mi lado dentro de dos horas, no sé si le perdonará esta traición.”
Rastignac tomó la pluma y
le contestó así:
“Estoy esperando al médico
para saber si su padre tiene esperanzas de vida. Está moribundo. Iré a
comunicarle a usted la sentencia, y mucho me temo que sea una sentencia de
muerte. Usted verá si después de esto, puede ir al baile. Mis afectos.”
El médico se presentó a
las ocho y media y, sin dar una opini´no favorable, no pensó que la muerte
fuera inminente. Anunció recaídas y mejorías, de las cuales dependería la vida
y la razón del buen hombre.
-Sería preferible que muriese
en seguida -acabó por decir el doctor.
Eugenio confió a papá
Goriot a los cuidados de Bianchon y se fue a omunicar a la señora de Nucingen
las tristes nuevas que, en su espíritu todavía imbuido de deberes familiares,
debían suspender toda alegría.
-Dígale usted que no deje
de divertirse -le gritó papá Goriot, que parecía amodorrado, pero que se irguió
en la cama en el momento en que Rastignac salió.
El joven se presentó
lleno de dolor en casa de Delfina, encontrándola peinada, calzada y dispuesta a
ponerse su traje de baile. Pero, semejantes a las pinceladas con que los
pintores acaban sus cuadros, los últimos preparativos demandaban más tiempo que
el arreglo íntimo.
-¡Cómo! ¿Aun no está
usted vestido?
-Pero, señora, su padre…
-¿Otra vez mi padre?
-exclamó interrumpiéndolo-. Supongo que no querrá usted enseñarme lo que debo a
mi padre, a quien conozco de sobra. Ni una palabra, Eugenio. No le escucharé
hasta que no esté vestido. Teresa lo ha preparado todo, mi coche está
dispuesto, tómelo y venga en seguida. Hablaremos de mi padre mientras vamos al
baile. Hay que marchar temprano, porque si nos toma la fila de coches,
deberemos considerarnos felices si podemos entrar a las once.
-¡Señora…!
-Váyase, no diga usted
nada -dijo Delfina entrando en su gabinete para ponerse un collar.
-Pero váyase usted, señor
Eugenio, mire que se enfadará la señora -dijo Teresa empujando al joven, asombrado
de aquel elegante parricidio.
Fue a vestirse haciéndose
las más tristes, las más desalentadoras reflexiones. Eugenio veía el mundo como
un océano de lodo en el que un hombre se hundía hasta el cuello si osaba poner
en él su planta. “No se cometen más que crímenes mezquinos. “Vautrin es más
grande”, se dijo.
Había visto las tres
grandes expresiones de la sociedad: la Obediencia, la Lucha y la Revolución; la
Familia, el Mundo y Vautrin, y no se atrevía a decidirse. La Obediencia era
enojosa, la Revolución imposible y la Lucha incierta. Su pensamiento lo llevó
al seno de su familia. Recordó las puras emociones de aquella vida tranquila y
los días pasados en medio de los seres donde era querido. Conformándose con las
leyes naturales del hogar doméstico, aquellos seres queridos encontraban una
dicha continua y sin angustias. No obstante sus buenos pensamientos, Eugenio no
se sintió con valor para ir a confesar a Delfina la fe de las almas puras, ni a
ordenarle la Virtud en nombre del Amor. Su educación, comenzanda ya, había dado
sus frutos. Amaba egoístamente, su tacto le había permitido reconocer la naturaleza
del corazón de Delfina, presentía que esta era capaz de pasar sobre el cuerpo
de su padre para ir al baile, y él no se sentía con fuerzas para desempeñar el
papel de moralista, no tenía valor para desagradarla ni poseía la virtud de
abandonarña.
“Nunca me perdonaría el
haber tenido razón en estas circunstancias” se dijo.
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