1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE 1
4
Estaba igual que siempre,
sólo que un poco más flaco. La ciudad no parecía haberlo estropeado, como ya
habíamos visto en algunos casos. Era un domingo luminoso, y nos encontramos
después de hablarnos por teléfono, justo en la mitad de la pendiente entre su
casa y la mía. Bajamos a la plaza, recorrimos los canteros tomando un helado,
escuchamos la resonancia metálica de las palabras del padre Ariosto en su
sermón de domingo, bombardeándonos con sus advertencias cortantes sobre el
Juicio Final y sus consecuencias desde el flamante sistema de altoparlantes
recién instalado. Me reí un poco, como de costumbre, de las vanas ceremonias de
este mundo, de los que creen poder modificarlo, obligando a los otros a hacer
lo que les parece que tiene que ser hecho. Pero Ángel no se rio.
-Ese padre Ariosto -dije
yo. -Todavía empeñado en salvarnos las almas.
-¿Y podrá?
-Por lo menos las de las mujeres
parece que sí. Sólo entran mujeres en aquella iglesia.
-Mi madre sigue yendo
todos los domingos sin falta. Y ahora está llevando a Cristina con ella.
-¿Y Miriam? Debe estar
allá también, con su Biblia. Y todo el mundo preocupado por su alma.
-Ese asunto de las almas
-dijo él.
-No me digas que ahora
creés.
-No es eso. Es que uno no
puede dejar de pensar, de vez en cuando.
-¿Pensar lo qué? ¿En las
almas?
-En la propia, en la de
cada uno, por lo menos. Al fin y al cabo uno puede creer que tiene un alma sin
necesidad de creer en Dios, ¿no te parece?
Me encogí de hombros. Ese
tema nunca me había interesado. Y en ese momento su regreso parecía una cosa
tan lógica y natural, como lo había sido a fin de año, que ni me tomé el
trabajo de observarlo mejor, de espiarlo, de encontrar segundos sentidos o
expresiones inusuales. Exceptuando su buzo.
-No tenés calor -le
pregunté yo, que estaba de manga corta.
-No, no, así está bien.
No era suficiente como
para sospechar nada. Tampoco el negarse a ir hasta el otro lado de la plaza, a la
cantina donde con seguridad todavía no habría nadie de la barra. Nos fuimos
para el río.
-Podíamos haber venido en
bicicleta -le dije.
-Yo prefiero caminar,
respondió casi cayéndose en la bajada
No sentamos en la orilla,
en el lugar de siempre, y miramos sobre el fulgor del agua que nos encandilaba
cómo las figuras de monos de los niños saltaban encima de las piedras del otro
lado, posiblemente festejando cualquier tipo de pesca.
-Y entonces -le pregunté.
-¿Cómo está la ciudad?
-Como siempre. Mucho
auto, mucha polución, mucho barullo, muchas corridas. Como siempre.
-¿Los estudios?
-Bien. He estudiado bastante.
Es lo único que hago el día entero, además.
Miré la corriente que iba
pasando frente a nosotros.
-Hilda preguntó si ibas a
volver en estas vacaciones.
-Hilda, la vieja Hilda.
¿Cómo está?
-No tiene novio ni se
casó, si es lo que querías saber.
Se encogió de hombros.
-Esas son cosas del
pasado. Ya no me interesan más. ¿Y tu trabajo? ¿Cómo va?
-Sigo intentando hacer el
segundo año de veterinaria. Mientras tanto estoy ahí, en el departamento de
agricultura. Ocho horas por día, cinco días por semana, por un sueldito
raquítico de empleado público. Voy, me siento, resuelvo el papelerío, de vez en
cuando aparece algún granjero para que le explique algo, poca cosa. Una vez por
mes para por aquí un veterinario del Ministerio de Agricultura. Firma los
papeles, verifica que no hay ninguna epidemia o peste, que todo está bajo
control, y se va. Eso sí, la tarde antes de irse se da una vuelta por los
alrededores, visita a sus amigos hacendados y de noche vuelve tan borracho que
tengo que llevarlo hasta el hotel y ayudarlo a encontrar el cuarto y acostarse,
porque si no al otro día pierde el ómnibus. Pero no me molesta mucho, es un
buen tipo -me encogí de hombros. -Eso. Poca cosa.
Miramos correr el río.
-Y está la madre de
Miriam. Claro. Me jode un poco, de vez en cuando. Pero no se meten mucho
conmigo, esa es la verdad. Creo, creo, que les gustaría que fuera uno de esos
muchachos que andan con la Biblia los domingos de mañana.
-La vieja doña Clotilde.
-La misma. De vez en
cuando viene y me dice: “Ah, si la viera, Diogo, qué linda que estaba decorada
la iglesia. ¿Cuándo va a venir con nosotros?”.
Nos reímos, porque yo
estaba intentando imitarla.
-Fuera de eso, la cosa
con Miriam parece firme. El año próximo, tal vez, quién te dice.
-Hum. Así que tendremos
casamiento.
-Yo estaba pensando si
Miriam y yo, y Hilda y-
-No -dijo, moviendo la
cabeza. -Eso forma parte del pasado, ya no me interesa más.
-Miralos -dije señalando
con el dedo hacia el otro lado del río. -Si te distraés un poco, podés pensar
que los que están saltando allá en las piedras somos nosotros.
-No somos nosotros,
Diogo, ya no. Estamos en otra. Mejor, tal vez, o peor, quién sabe. Pero ya no
somos los mismos.
-Sí, ya sé. Pero a veces
me pongo a pensar. Es extraño-
-No, no es extraño. Es
así. Pasó, como pasa el tiempo, como está pasando este río.
Me miraba, duro, el pelo
agitado por la brisa, la cara en la sombra.
-Pero eso no es lo peor,
por más insoportable que sea. Lo peor es lo que va a traer el futuro. Esa es la
palabra más extraña de todas: futuro. No sabemos, no podemos saber, y sin
embargo nos está siendo impuesto, se nos impone con una facilidad a la que no
podemos negarnos.
-Eso se llama fatalismo.
-Se le puede llamar de
varias maneras, como quieras. Pero está ahí, enfrente de cada uno y diferente
para cada uno, particular, distinto.
-Claro que eso depende
-dije yo, y parecía abstraído mirando la corriente. -De una manera u otra,
siempre se paga.
Después subimos de nuevo
hacia la colina, pero cuando quise darme cuenta él estaba allá abajo, apoyado
en un árbol y mirándome.
-Qué pasa -le pregunté.
-Estás yendo demasiado
rápido -me gritó. -¿Tenés que ir a algún lado?
-No, claro que no, hoy es
domingo -me senté en el pasto, corté un tallo y me lo metí en la boca.
Mientras mordía el tallo
miré el cielo azul, sin una nube. Domingo, hoy es domingo, me dije. Como
siempre, cada uno iría a almorzar con la familia, eso era inevitable. De tarde
el tiempo se detenía, y las cosas adquirían su propia soledad rígida y casi sorprendida
como si algo (que nunca sucedía) pudiera suceder, o como si faltara en el aire
detenido consistencia suficiente como para concretarse. En este letargo
vespertino nos arrastrábamos, perezosos y somnolientos, víctimas de una
tristeza que era el fin o el comienzo de algo nunca definido. Las montañas
estaban más allá, blancas y recortadas, tranquilas y lejanas. Si me distraía un
momento podía pensar que el tiempo se había detenido cinco o diez años atrás,
cuando subíamos medio desnudos del río porque ya no aguantábamos más el hambre,
y nos íbamos a nuestras casas hasta que ya al final de la tarde, correctamente
bañados y vestidos, una gota de perfume atrás de la oreja y los dientes bien
lavados, llegaríamos a la plaza para encontrarnos con Miriam y con Hilda, y
daríamos nuestras vueltas mientras oscurecía y después bajaríamos otra vez
hasta el río para buscar, entre los árboles, aquello que habíamos soñado y esperado toda la
semana. El tiempo, pensé: cuando te das cuenta, ya vino y se fue. Es como la corriente:
se lo lleva todo, y te deja en las manos sólo una sensación húmeda que podría
pasar por unas pocas lágrimas que ya están borrándose, remotas y pasajeras,
lágrimas que olvidamos cuándo fueron derramadas, o por qué.
Lo escuché llegar desde
lejos, jadeando como un perro.
-Caramba, hermano -le
dije. -¿Dónde esta esa fuerza?
-Qué fuerza -dijo.
Y se tiró en el pasto al
lado mío. Lo sentí jadear por un buen rato, y nos quedamos mirando cómo el
viento movía las ramas sobre nuestras cabezas.
-Qué domingo -dije. -Y
este calor va a durar todo el día.
Cerca del mediodía, ya en
la plaza, nos separamos. Dijo que todavía estaba cansando del viaje y me saludó
desde lejos, moviendo el brazo, con el buzo puesto, sudando y caminando bien
despacio.
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