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EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (6)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

4


Estaba igual que siempre, sólo que un poco más flaco. La ciudad no parecía haberlo estropeado, como ya habíamos visto en algunos casos. Era un domingo luminoso, y nos encontramos después de hablarnos por teléfono, justo en la mitad de la pendiente entre su casa y la mía. Bajamos a la plaza, recorrimos los canteros tomando un helado, escuchamos la resonancia metálica de las palabras del padre Ariosto en su sermón de domingo, bombardeándonos con sus advertencias cortantes sobre el Juicio Final y sus consecuencias desde el flamante sistema de altoparlantes recién instalado. Me reí un poco, como de costumbre, de las vanas ceremonias de este mundo, de los que creen poder modificarlo, obligando a los otros a hacer lo que les parece que tiene que ser hecho. Pero Ángel no se rio.

-Ese padre Ariosto -dije yo. -Todavía empeñado en salvarnos las almas.

-¿Y podrá?

-Por lo menos las de las mujeres parece que sí. Sólo entran mujeres en aquella iglesia.

-Mi madre sigue yendo todos los domingos sin falta. Y ahora está llevando a Cristina con ella.

-¿Y Miriam? Debe estar allá también, con su Biblia. Y todo el mundo preocupado por su alma.

-Ese asunto de las almas -dijo él.

-No me digas que ahora creés.

-No es eso. Es que uno no puede dejar de pensar, de vez en cuando.

-¿Pensar lo qué? ¿En las almas?

-En la propia, en la de cada uno, por lo menos. Al fin y al cabo uno puede creer que tiene un alma sin necesidad de creer en Dios, ¿no te parece?

Me encogí de hombros. Ese tema nunca me había interesado. Y en ese momento su regreso parecía una cosa tan lógica y natural, como lo había sido a fin de año, que ni me tomé el trabajo de observarlo mejor, de espiarlo, de encontrar segundos sentidos o expresiones inusuales. Exceptuando su buzo.

-No tenés calor -le pregunté yo, que estaba de manga corta.

-No, no, así está bien.

No era suficiente como para sospechar nada. Tampoco el negarse a ir hasta el otro lado de la plaza, a la cantina donde con seguridad todavía no habría nadie de la barra. Nos fuimos para el río.

-Podíamos haber venido en bicicleta -le dije.

-Yo prefiero caminar, respondió casi cayéndose en la bajada

No sentamos en la orilla, en el lugar de siempre, y miramos sobre el fulgor del agua que nos encandilaba cómo las figuras de monos de los niños saltaban encima de las piedras del otro lado, posiblemente festejando cualquier tipo de pesca.

-Y entonces -le pregunté. -¿Cómo está la ciudad?

-Como siempre. Mucho auto, mucha polución, mucho barullo, muchas corridas. Como siempre.

-¿Los estudios?

-Bien. He estudiado bastante. Es lo único que hago el día entero, además.

Miré la corriente que iba pasando frente a nosotros.

-Hilda preguntó si ibas a volver en estas vacaciones.

-Hilda, la vieja Hilda. ¿Cómo está?

-No tiene novio ni se casó, si es lo que querías saber.

Se encogió de hombros.

-Esas son cosas del pasado. Ya no me interesan más. ¿Y tu trabajo? ¿Cómo va?

-Sigo intentando hacer el segundo año de veterinaria. Mientras tanto estoy ahí, en el departamento de agricultura. Ocho horas por día, cinco días por semana, por un sueldito raquítico de empleado público. Voy, me siento, resuelvo el papelerío, de vez en cuando aparece algún granjero para que le explique algo, poca cosa. Una vez por mes para por aquí un veterinario del Ministerio de Agricultura. Firma los papeles, verifica que no hay ninguna epidemia o peste, que todo está bajo control, y se va. Eso sí, la tarde antes de irse se da una vuelta por los alrededores, visita a sus amigos hacendados y de noche vuelve tan borracho que tengo que llevarlo hasta el hotel y ayudarlo a encontrar el cuarto y acostarse, porque si no al otro día pierde el ómnibus. Pero no me molesta mucho, es un buen tipo -me encogí de hombros. -Eso. Poca cosa.

Miramos correr el río.

-Y está la madre de Miriam. Claro. Me jode un poco, de vez en cuando. Pero no se meten mucho conmigo, esa es la verdad. Creo, creo, que les gustaría que fuera uno de esos muchachos que andan con la Biblia los domingos de mañana.

-La vieja doña Clotilde.

-La misma. De vez en cuando viene y me dice: “Ah, si la viera, Diogo, qué linda que estaba decorada la iglesia. ¿Cuándo va a venir con nosotros?”.

Nos reímos, porque yo estaba intentando imitarla.

-Fuera de eso, la cosa con Miriam parece firme. El año próximo, tal vez, quién te dice.

-Hum. Así que tendremos casamiento.

-Yo estaba pensando si Miriam y yo, y Hilda y-

-No -dijo, moviendo la cabeza. -Eso forma parte del pasado, ya no me interesa más.

-Miralos -dije señalando con el dedo hacia el otro lado del río. -Si te distraés un poco, podés pensar que los que están saltando allá en las piedras somos nosotros.

-No somos nosotros, Diogo, ya no. Estamos en otra. Mejor, tal vez, o peor, quién sabe. Pero ya no somos los mismos.

-Sí, ya sé. Pero a veces me pongo a pensar. Es extraño-

-No, no es extraño. Es así. Pasó, como pasa el tiempo, como está pasando este río.

Me miraba, duro, el pelo agitado por la brisa, la cara en la sombra.

-Pero eso no es lo peor, por más insoportable que sea. Lo peor es lo que va a traer el futuro. Esa es la palabra más extraña de todas: futuro. No sabemos, no podemos saber, y sin embargo nos está siendo impuesto, se nos impone con una facilidad a la que no podemos negarnos.

-Eso se llama fatalismo.

-Se le puede llamar de varias maneras, como quieras. Pero está ahí, enfrente de cada uno y diferente para cada uno, particular, distinto.

-Claro que eso depende -dije yo, y parecía abstraído mirando la corriente. -De una manera u otra, siempre se paga.

Después subimos de nuevo hacia la colina, pero cuando quise darme cuenta él estaba allá abajo, apoyado en un árbol y mirándome.

-Qué pasa -le pregunté.

-Estás yendo demasiado rápido -me gritó. -¿Tenés que ir a algún lado?

-No, claro que no, hoy es domingo -me senté en el pasto, corté un tallo y me lo metí en la boca.

Mientras mordía el tallo miré el cielo azul, sin una nube. Domingo, hoy es domingo, me dije. Como siempre, cada uno iría a almorzar con la familia, eso era inevitable. De tarde el tiempo se detenía, y las cosas adquirían su propia soledad rígida y casi sorprendida como si algo (que nunca sucedía) pudiera suceder, o como si faltara en el aire detenido consistencia suficiente como para concretarse. En este letargo vespertino nos arrastrábamos, perezosos y somnolientos, víctimas de una tristeza que era el fin o el comienzo de algo nunca definido. Las montañas estaban más allá, blancas y recortadas, tranquilas y lejanas. Si me distraía un momento podía pensar que el tiempo se había detenido cinco o diez años atrás, cuando subíamos medio desnudos del río porque ya no aguantábamos más el hambre, y nos íbamos a nuestras casas hasta que ya al final de la tarde, correctamente bañados y vestidos, una gota de perfume atrás de la oreja y los dientes bien lavados, llegaríamos a la plaza para encontrarnos con Miriam y con Hilda, y daríamos nuestras vueltas mientras oscurecía y después bajaríamos otra vez hasta el río para buscar, entre los árboles, aquello  que habíamos soñado y esperado toda la semana. El tiempo, pensé: cuando te das cuenta, ya vino y se fue. Es como la corriente: se lo lleva todo, y te deja en las manos sólo una sensación húmeda que podría pasar por unas pocas lágrimas que ya están borrándose, remotas y pasajeras, lágrimas que olvidamos cuándo fueron derramadas, o por qué.

Lo escuché llegar desde lejos, jadeando como un perro.

-Caramba, hermano -le dije. -¿Dónde esta esa fuerza?

-Qué fuerza -dijo.

Y se tiró en el pasto al lado mío. Lo sentí jadear por un buen rato, y nos quedamos mirando cómo el viento movía las ramas sobre nuestras cabezas.

-Qué domingo -dije. -Y este calor va a durar todo el día.

Cerca del mediodía, ya en la plaza, nos separamos. Dijo que todavía estaba cansando del viaje y me saludó desde lejos, moviendo el brazo, con el buzo puesto, sudando y caminando bien despacio.

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