domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (15)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.

DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO

10 / CORTÁZAR

Emilio Arteaga se entusiasmó tanto con El exorcista que al otro día del estreno casi me obligó a que lo acompañara a verla de nuevo y a la salida pasamos por la camioneta del gitano a comprar hasch y yo le conté la película a Ernesto y le sostuve y le hice bajar el odio con autoridad, aunque al llegar a Vincennes me emponchó el Ángel de la Mierda y me abismé panicosamente en el aquello y ahora era una voz más devoradora que muchísimos mahichembramientos de mistrales y tramontanas la que me pedía que matara a Carlitos y me tirara por la ventana y mi fetalidad trataba de emerger como el escarabajo de Atlántida hasta que el botija me preguntó algo a los gritos y pude hablar y zafé, pero quedé deshecho y el domingo decidí tocar timbre por tercera vez en el estudio de Cortázar y al llegar al final de la escalera comprobé que la cantata que caracoleaba hasta la rue de l’Éperon derramaba desde allí y que el Gran Cronopio estaba.

Entonces hundí el dedo en el timbre y el chicharrazo me pareció tan invasivo que me escapé corriendo y me gasté los francos que me quedaban en un café y un calvados en copa y me fumé dos Camel con un orgullo digno de las embocadas de Marlowe mientras pensaba: Hoy voy a conocer a Cortázar.

Y la segunda vez ya no había música y el hombre de dos metros y ojazos amarillos y barba y anchura a los Porthos ladró electrificado: ¿Usted quién es?

Vengo de parte de Onetti, inventé. Y tuvo que resignarse a hacerme pasar y me ofreció un ron venezolano que acababan de regalarle y le conté lo elemental de mi vidurria parisina y a él se le acuó un desinterés hastiado de los moscones y desembuché: Lo que me pasa es que estoy medio muerto y lo único que tengo son mis poemas y si no me los lee alguien como usted reviento. Porque la verdad es que a esta altura ya no sé ni quién soy. Bueno, puso cara de maestro de escuela muy joven el Gran Cronopio: Yo vivo viajando y el tema de la militancia antifascista no me deja escribir. Pero si usted se siente así póngame los poemas en el buzón y déjeme un teléfono que los voy a leer con mucho gusto.

Y antes de irme me regaló un ejemplar del recién publicado Octaedro y me pasé un día encerrado leyéndolo y se lo analicé en una carta elefantiásica y terminé encajándolo como ochenta poemas en el buzón.

Ernesto caía de vez en cuando a Vincennes con máscaras de dolida bondad y yo tenía un cuchillo pronto en la mochila aunque a veces engranábamos y llorábamos de risa igual que en el Stella, hasta que un día le mostré una letra sobre El principito que compuse a pedido de Juan Dalera y escuchamos un disco argentino muy malo con algunas escenas radioteatralizadas por Gómez Cou y me preguntó qué me parecía la domesticación del zorro y le contesté que bien, porque no significaba humillarse. Y para colmo le conté que en pocos días llegaba Álvaro Pierri y no sé cuál de las dos cosas lo enloqueció más, pero cuando nos despedimos en la puerta del Bateau los remolinos relampagueantes parecían fluorescencias asesinas de Vincent.

Y una tarde atendí el teléfono sintiéndome más acorralado que Gregory Peck en Sólo los valientes y cuando Cortázar me preguntó dónde andaba porque me había estado llamando toda la semana casi me voy de culo.

Al otro día nos vimos y me di cuenta que tenía el montonal de poemas marcado y subrayado y me elogió desmesuradamente la infalibilidad del ritmo y después se sacó los lentes para morderles una patilla igual que en una de las clásicas fotos juveniles: Pero lo que me importas es esa maravillosa nostalgia en la que se usted hunde cuando le escribe a Peti.

Entonces me animé a contarle lo de Bénédicte y le confesé que la adoraba como si fuera la humanidad sufriente y si no le parecía increíble que los mapas de los metros tuviesen una flecha roja señalando a Massy.

Nunca me había fijado, cabeceó desconcertado: Hay tantas cosas increíbles. Y yo quería agradecerle profundamente, además, el análisis que hizo sobre mis cuentos. Usted podrá comprender que después de haber escrito El perseguidor a uno se le hace muy difícil seguir probando.

Y todavía hoy me asombra aquel comentario que lo dejaba tan expuesto a las mormoraciones de los critiquitos que entienden todavía menos de almas limpias que de verdadera literatura.

París estaba muy distinto cuando salí del estudio del mosquetero exorcista. ¿Te molesta el amor de Cortázar, Satanás?


11 / SATANÁS

En noviembre seguíamos ganando tan poco que terminé por aceptarle a mi padre que me mandara el pasaje de vuelta pero con fecha abierta. Ernesto también estaba esperando un giro para irse y yo me prometí no escaparme de Satanás pasara lo que pasara.

Y un día Emilio se engargoló y me expulsó de Vincennes porque dijo que la casa había agarrado olor a Principito y alquilamos una chambre en el Stella con Tato Dalera y me apronté para el último round.

Ernesto recibió el giro la primera semana de diciembre y se despidió de la gente del barrio y me dijo que quería hacer un resumen conmigo y lo invité a mi chambre y me senté del lado de la mesita donde estaba el cajón con el cuchillo y me pidió que le mostrara algún poema y le di Para mi muerte y le gustó muchísimo.

Algún día tendrías que escribir una novela que se llamara El ángel del miedo en el paraíso de Adán, sonrió derrotadamente y le dije que iba a pensarlo y que no había más resumen para hacer y que teníamos que irnos ya porque se me hacía tarde en el Bateau. Y al llegar a la esquina de la rue Vaugirard y el Boul me taladró por última vez con el desorbitamiento y murmuró:

¿Por qué no te quedás piola de una vez?

Entonces sobreactué una especie de rabieta neurótica con patadas en el suelo y todo y Satanás empezó a lloriquear como una perrita y me dijo que siempre me había querido y me dejé abrazar vichándome las manos por si empalmaba un filo y después me pidió para escribirnos y le dije que no valía la pena.

Eso era Satanás. Lo vi escaparse a las zancadas por el Boul Mich y demoraría mucho en darme cuenta que mi alma había quedado ciega pero que ahora era capaz de jugarse la vida llevándole flores a tres muertos anónimos en una isla llena de lobos. Ah, los verdaderos ojos del alma.

Y todavía me faltaban treinta años para poder cantar: En una noche oscura, / con ansias, en amores inflamada, / ¡oh dichosa ventura!, / salí sin ser notada / estando ya mi casa sosegada. // A oscuras y segura, / por la secreta escala disfrazada, / ¡oh dichosa ventura!, / a oscuras y en celada / estando ya mi casa sosegada. // En la noche dichosa, / en secreto, que nadie me veía, / ni yo miraba cosa, / sin otra luz ni guía / sino la que en el corazón ardía.

Esa noche el Cordobés me contó que se había peleado con la cleptómana y me ofreció compartir el bulo que alquilaba en el barrio y me mudé al otro día y marqué fecha de vuelta para el 10 de diciembre.

Nos despedimos con Bénédicte dando una vuelta por el Lux y le saqué una foto en el Pont Neuf que nunca le mandé y que pienso poner en la tapa de la reedición de Creer o reventar. Ahora la nena tenía novio y Rosina me esperaba atrás de la puerta de la primavera del 75 y si tuviera que definir la importancia que tiene una verdadera pareja en el paisaje histórico de todos no le agregaría un solo comentario a este poema que tallé mentalmente caminando por Buenos Aires en el 81 y titulé El amor.

En el principio flota fosforece / como un humeante traje de carne desplegándose / sobre dos esqueletos apagados. / Después pasa la vida. / Y en la red de cloacales trincheras ciudadanas / quedan algunos huesos / solitarios o no / luminosos y fieles / remontando la noche.

En Creer o reventar mi alter ego se llama Abel Rosso pero Colette Charmeteau es la misma, y quisiera transcribir esta escena inventada sobre mi última tarde en París porque se parece bastante a la verdadera anécdota pero es mucho más real, y lo que importa es eso.

“¿Sabías que en vacaciones te hice caso y leí ¡Absalón, Absalón!, al final?” desembuchó Colette cuando terminamos de comprimir y cerrar la valija. “Mirá vos” me reí: “No me habías dicho nada. Y qué te pareció”. “No lo entendí muy bien” dijo la muchacha, empezando a ponerse el impermeable y dejando de sonreír abruptamente: “Pero quería hacerte la pregunta final que le hace Shreve a Quintin, si no te molesta. ¿Por qué odiás a París?”. Abel no contestó y ella empezó a llorar sin hacer ruido. “Bueno, me voy” dijo sonriendo: “Gracias por los regalos”. Pero no pudo parar de llorar. Mientras bajábamos a la calle el llanto fue creciendo hasta hacerse ruidoso y casi se volvió un grito cuando nos abrazamos en la puerta del hotel. “Me voy sola” se las arregló para jadearme en la oreja: “No me acompañes a ningún lado, por favor”. Y corrió hacia el Boul Mich sin darse vuelta. Entonces terminé de entender lo último que me faltaba entender. “No lo odio” murmuré, con el jadeo de Quintin Compson entre la congelación celeste: “No. No. No lo odio. No lo odio”.


12 / LA NIEBLA

Lo primero que le dije a Saúl cuando lo abracé en el aeropuerto de Carrasco era que quería empezar a militar, y el flaco me pulverizó el hipervolumen ansioso con una seña de piedra. Bienvenido a la clandestinidad.

En marzo ya estaba integrado a dos agrupaciones del Partido Comunista, la barrial y la de escritores, aparte de la militancia en la reorganización del Frente Amplio.

La crisis de hundimiento en aquello que tuve frente a la foto de Ernesto a los pocos días de llegar se repitió en Aguas Dulces donde pasamos la Semana Santa con Saúl y Lil, pero esta vez fue leyendo El idiota. El asesino esperando al príncipe Mishkin en la puerta estuvo a punto de hacerme chorrear los requesones, y no me animé a despertar a nadie para que me hablara de cualquier cosa.

Pero el Ángel de la Angustia tenía preparado algo mucho peor para ese otoño: una crisis de horror a la nada que esta vez duró hasta que florecieron los frutales.

Los domingos neblinosos de abril ahora parecían invadirnos como una especie de fascismo oceánico, y tenía que aturdirme con la vineta casera de mi viejo y quedarme en el molde con la búsqueda de muchachas para la cucha porque ya en París había tenido un horrible sexo pasatista tres veces y decidí abstenerme hasta que me volviera a casar. Monogamia congénita.

Lo peor fue que alguien me prestó una revista Crisis que traía textos inéditos de Neruda escritos en Isla Negra poco antes de morir, y había un poema donde confesaba estar huyendo del significado de la vida, y aunque los dos últimos versos, la luna sube como fruta blanca / y el hombre se acomoda a su destino eran hermosos, aquella cobardía filosófica se me clavó como un latigazo en el cerebelo.

Era algo mucho más grave todavía que la queja juvenil de Miguel Hernández, tanto penar para morirse uno, que incluso cantada por Serrat puede hasta disfrutarse.

Yo me sentía muy comunista, y con Sergio admirábamos al vitalismo-titanismo nerudiano igual que como nos deslumbrábamos con Zorba el Griego y sus danzas dignas de Orff y de Nietzsche y de las barras bravas futboleras. Pero aquellos húmeros vencidos me noquearon, carajo. Menos mal que siempre existieron los Vallejo y los Eluard y los comunistas cósmicos anónimos que abonaron la fe en el misterio. Porque un Hombre Nuevo sin vocación de eternidad es más triste que un astronauta de los cielorrasos. Y los místicos de la materia, como mi maestro de arte y de vida Manuel Espínola Gómez, no se emborrachan con la nada: adoran la energía.

Y ahora hay que repetir: son muchísimos llamados por el alba de oro y poquísimos los elegidos por la noche serena. La innegable genialidad de Neruda, además, a uno termina por chorreársele como si agarrara hielo mientras el Cholo ya mide el doble que el Aconcagua. Y cuando al ídolo mesiánico se le ocurrió titular su biografía con una frasecita digna de la revista Para ti, hasta pensé en ponerle a un libro Confieso que he morido.

El 30 de abril organizamos una manifestación relámpago impecable con el Seccional de la Cultura, y caminamos repartiendo volantes por Dieciocho de Julio entre Cuareim y Río Negro, a las siete de la tarde. No cayó nadie. Y para el otro día había programadas cuatro más en distintos barrios.

Aquella madrugada tomé mate escuchando el 21 de Wolgfang Amadeus por Dinu Lipatti y sentí algo que demoré cerca de veinte años en apalabrar. Esta es la letra que le puse al Andante cuando ya había dejado el Partido y vuelto al catolicismo: No podrá el horror hundir la piel del cielo / porque habrá un mar bajo tu vuelo. / Hoy voy / hoy soy / hoy sé quién soy / y hoy doy mi fe / y hoy sé / que no sabrá la belleza dolernos / porque nunca podrá el sol del agua clara / morir. / No podrá el dolor hundir la piel del alma / porque habrá un pez bajo tu calma. / Hoy voy / hoy soy / hoy sé quién soy / y hoy doy mi fe / y hoy sé / que no sabrá la tristeza vencernos / porque nunca podrá el sol del Hombre Nuevo / morir.

Y a las siete entró Sergio en mi cuarto vestido como para ir a jugar al fútbol y me dijo: Solo no vas. Y me puse una camiseta de Liverpool y un pantalón buzo y mi padre nos llevó hasta el Estadio y se quedó esperándonos. Había que converger a las diez en punto en el ombú de Anador y disolverse, pero esta vez los helicópteros giraban demostrando que estábamos más cantados que la Oda a la alegría.

Los milicos nos dejaron amontonarnos y terminaron arreando gente a lo bobo y hasta balearon a un muchacho adentro de la iglesia de Rossell y Rius. Nosotros nos salvamos. Y mientras mi padre nos llevaba a jugar un partido en Punta Carretas vi desaparecer la sombra cornuda del último helicóptero y pensé: Te conozco.

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