por Alejandro Duque Amusco
Tal día como hoy (28/3) hace 76 años, el poeta moría en una cárcel de Alicante castigado por la
represión, enfermedad y la desnutrición
Un día como hoy
moría Miguel Hernández en
la prisión de Alicante. La enfermedad, la desnutrición y las represivas
condiciones carcelarias de la inmediata postguerra acabaron con él, a la edad
de 31 años. No se cumple hoy una cifra redonda ni de
su muerte ni de su nacimiento, y quizás por ello tenga más valor y sentido el
recordarlo aquí y ahora, pues dudosa memoria es aquella que solo responde al
capricho aritmético de las conmemoraciones.
La corta vida de
Miguel Hernández se vio marcada por dos grandes pasiones: por su amor a la
naturaleza y, en el plano literario, desde muy joven, por su atracción por la
palabra poética. Y conste que no decimos por la poesía, sino, en
términos más amplios, la palabra poética, ya que la primera vocación suya fue
la de ser autor teatral, no poeta. Con el teatro pensaba que podría ganarse la
vida. Lo primero que Miguel Hernández escribió fue precisamente una pieza
teatral, Quién te ha visto y quién te ve y Sombra de lo que eras, en la línea
de los autos sacramentales de nuestra Edad de Oro.
Volviendo sobre su
pasión por la naturaleza, Miguel fue como una criatura surgida de ella
–“elemental naturaleza desnuda”, lo llamó Juan Ramón Jiménez–, todo vitalidad,
todo entusiasmo, y en el secreto íntimo de lo que es la tierra: sus
floraciones, sus frutos, el nombre de cada árbol, el canto de los innumerables
pájaros, que él sabía imitar como nadie. El muchacho de Orihuela se
sentía hijo de la naturaleza, con clara conciencia de lo que eso suponía. Un
don terrenal, una forma elemental de sabiduría que se tiene pero que no se
aprende. Sentía fascinación por el agua y, a poco que pudiera, se iba al río a
bañarse o, si llovía, se exponía gozosamente al caer de las gotas hasta
empaparse de aquel maná purificador y sagrado. Aleixandre lo recuerda echándose
de bruces al agua de los arroyos para beber. Y le gustaba trepar a los árboles
y lo solía hacer, para sorpresa de los amigos que iban con él, en plena ciudad.
“¿Dónde está Miguel?”, se preguntaban. Y Miguel se había encaramado a la copa
de un árbol y desde allí imitaba el canto de un jilguero.
Estereotipos
De Miguel Hernández
circuló durante muchos años un estereotipo que poco tenía que ver con su
realidad biográfica. Se le vio como de familia pobre y poco cultivado, porque
–se decía– apenas había podido ir al colegio de niño. Lejos de la verdad, como
su biógrafo José Luis Ferris pone de manifiesto en su excelente libro Pasiones, cárcel y muerte
de un poeta, ese cliché del poeta-pastor, al que
el propio Hernández contribuyó en buena medida, ha enturbiado la clara imagen
de su persona y lastrado el reconocimiento de su poderosa y siempre emocionante
poesía. Para empezar a desmontar esa falsa imagen hemos de decir que no fue un
niño pobre, sino un niño de familia modesta, pero con recursos para salir
adelante en la España deprimida de comienzos del XX. Y no casa tampoco con la
verdad que fuera un joven sin formación. Fue a la escuela hasta los 14 años, lo
que pocos niños del medio rural podían permitirse entonces. Pasó por tres
colegios distintos, y el último, el de Santo Domingo, un colegio privado de los
jesuitas. En él Miguel estudió gracias a la “generosidad interesada” de los
profesores, conscientes de su talento, y con la expectativa de poderlo orientar
hacia su seminario. La imagen de un poeta algo “asilvestrado” no se corresponde
por tanto con la realidad.
El cliché del poeta-pastor,
al que el propio Hernández contribuyó en buena medida, ha lastrado el
reconocimiento de su poderosa y siempre emocionante poesía
En lo físico era un
joven fibroso, delgado, de estatura media; su rostro, siguiendo la descripción
de Neruda, tenía algo de patata en su hechura, con pómulos marcados, ojos
verdes claros, y coronada la cabeza por escaso pelo, que él además se empeñaba
en llevar muy corto. Le atraía el esfuerzo y el ejercicio al aire libre. Y si
lo hacía en compañía de amigos, la delicia era para él completa. Jugar a la
pelota era su deporte favorito. En su equipo del pueblo se le conocía, según
cuenta Ferris, por “el Barbacha”, que quiere decir “caracol”, porque, aunque
buen jugador, era algo lento en sus movimientos. Algún poema temprano escribió
sobre el fútbol.
Cuando llegó a
Madrid a finales de 1931 pocos poetas de su edad tenían una formación literaria
más sólida y completa que él. Conocía bien a Virgilio, fray Luis de León y San
Juan de la Cruz, a Góngora y Quevedo. El teatro de Lope y de Calderón le eran
familiares. También Verlaine y Gabriel Miró vendrían a conformar su gusto. Pero
Miguel se da cuenta de que sus tentativas poéticas resultaban algo trasnochadas
si se comparaban con lo que estaban escribiendo por entonces los poetas del 27,
generación a la que él por estricta cronología pertenece.
A la zaga
Cuando vuelve a
Orihuela decide cambiar y ponerse al día, y lo hace subiéndose al tren del
neogongorismo, sin darse cuenta de que ese tren era ya cosa del pasado. El
problema de Miguel Hernández es que va siempre a la zaga de los movimientos
estéticos dominantes: desemboca en el gongorismo (Perito en lunas,1933)
cuando había dejado de ser un acto reivindicativo y se había convertido en
reliquia; luego se dedica al soneto y al arte medido (El rayo que no cesa, 1936) cuando lo que imperaba era
el verso libre, y pasará por el surrealismo en sus odas a Neruda y Aleixandre, lo menos personal de
su poesía, cuando la avanzadilla del 27 empezaba a dejar atrás ese estilo.
Durante la guerra
escribirá dos libros en los que empieza a percibirse una gradual depuración
expresiva: Viento del pueblo (1937)
y El hombre acecha (1939), pero no será hasta Cancionero y romancero de ausencias, editado
póstumamente en 1958 –para la crítica, hoy, su mejor y más auténtica obra–,
cuando la voz del poeta se afine, se adelgace y pierda todo el formidable
artificio retórico que la había caracterizado. Llega Miguel entonces a la máxima
desnudez y a la mayor eficacia expresiva. Son poemas muchos de ellos compuestos
en la cárcel, en condiciones lamentables. Abatido y vuelto de muchas cosas (al
enterarse de que Stalin había firmado un pacto con Hitler se encoleriza), se
repliega en lo más hondo de su intimidad: su esposa, su nuevo hijo, el recuerdo
de su tierra natal, de sus antepasados, que parecen convocarle desde el más
allá a perpetuar su sangre.
Porque Hernández es
quizás de los poetas que con mayor vigor ha exaltado la sexualidad desde la
poesía, y no por el placer erótico, sino por su fatalidad instintiva, su
necesaria obligación y obediencia al mandato bíblico de “creced y
multiplicaos”. Del sexo tiene un sentido primordial, genesíaco, como si fuera
un regalo más de la naturaleza que él tanto amó, y de la que saltará, como una
simiente, la viva chispa del hijo. El beso en la noche de los esposos tiene su
perfecta encarnación en el hijo.
De ahí, de ese amor
primario por la vida, nace el Cancionero y romancero.
Bellísimas canciones que no recuerdan en absoluto ni a las de Lorca ni a las de
Alberti, escollo que supo evitar admirablemente, y en las que Miguel Hernández
ha sabido convertir su dolor y su desaliento en la mejor y más perdurable
poesía.
(El País / 28-3-2018)
No hay comentarios:
Publicar un comentario