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Dijo, y sacó todas las
partes de su cuerpo del fondo de la sombría abertura. Aparece radiante sobre la
superficie del escollo, tal como un sacerdote de las religiones cuando tiene la
seguridad de recuperar una oveja descarriada. Está por saltar al agua para
dirigirse a nado hacia el perdonado. Pero el hombre de labios de zafiro calculó
con mucha anticipación su pérfido golpe. Su garrote sale disparado con fuerza;
después de muchos rebotes en las olas, va a golpear en la cabeza del arcángel
bienhechor. El cangrejo, mortalmente herido, cae en el agua. La marea lleva a
la orilla el despojo flotante. Había estado esperando la marea para emprender
con más comodidad el descenso. Pues bien, la marea ha llegado; lo ha mecido con
sus cantos y depositado blandamente sobre la playa: ¿el cangrejo no está
satisfecho? ¿Qué más quiere? Y Maldoror, inclinado en la playa arenosa, recibe
en los brazos a dos amigos, inseparablemente reunidos por el azar de las olas:
¡el cadáver del cangrejo paguro y el garrote homicida! “Todavía no he perdido
mi habilidad -exclama- que sólo pide ser puesto a prueba; mi brazo conserva su
potencia y mi ojo su precisión.” Contempla al animal inerte. Abriga el temor de
que le pidan cuentas de la sangre derramada. ¿Dónde ocultará el arcángel? Y al
mismo tiempo se pregunta si la muerte no fue instantánea. Se echa a la espalda
un yunque y un cadáver; se encamina hacia un gran estanque con las orillas
cubiertas y como amuralladas por una inextricable maraña de grandes juncos.
Quiso primero tomar un martillo, pero es un instrumento demasiado liviano,
mientras que con un objeto más pesado, si el cadáver da señales de vida, lo
depositará en el suelo y lo hará polvo a golpes de yunque. A su brazo no le
falta potencia, no; esa es la menor de sus dificultades. Cuando tuvo el lago a
la vista, lo vio poblado de cisnes. Lo imagina un retiro seguro para él; merced
a una metamorfosis, sin dejar su carga, se mezcla con el tropel de las demás
aves. Reparad en la mano de la Providencia allí donde uno se inclinaba a darla
por ausente, y haced buen uso del milagro del que voy a hablaros. Negro como el
ala del cuervo, nadó tres veces entre el grupo de palmípedos de blancura
deslumbradora; por tres veces conservó ese color distintivo que lo asemejaba a
un bloque de carbón. Pues Dios, en su justicia, no permitió que su astucia
pudiera engañar ni siquiera a una bandada de cisnes. De ese modo, permaneció
ostensiblemente en el interior del lago; pero todos se mantuvieron apartados, y
no hubo ave que se acercara a su deshonroso plumaje para hacerle compañía.
Finalmente, circunscribió sus inmersiones en un área apartada, en el extremo
del estanque, solo entre los habitantes del aire, como lo estaba entre los
hombres. ¡Así se preparaba para el increíble suceso de la plaza Vendôme!
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