PRIMERA
PARTE “LAS
ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
VIII
(3)
Sábado,
12 de setiembre, 1964 (3)
Cada una de las plantas
de peyote en el campo brillaba con una luz azulenca, cintilante. Una planta
tenía una luz muy viva. Me senté frente a ella y le canté mis canciones.
Mientras las cantaba, Mescalito salió de la planta: la misma figura semihumana
que yo había visto antes. Me miraba. Con gran audacia, para una persona de mi
temperamento, le canté. Hubo un sonido de flautas o de viento, una vibración
musical conocida. Mescalito parecía haber dicho, como dos años antes:
-¿Qué quieres?
Hablé en voz muy alta.
Sabía, dije, que algo estaba fuera de lugar en mi vida y en mis acciones, pero
no podía descubrir qué era. Le rogué decirme qué andaba mal en mí, y también
decirme su nombre para poder llamarlo cuando lo necesitara. Me miró, alargó la
boca como una trompeta hasta alcanzar mi oído, y entonces me dijo su nombre.
De pronto vi a mi padre,
en pie a mitad del campo de peyote; pero el campo había desaparecido y la
escena era mi vieja casa, la casa de mi niñez. Mi padre y yo estábamos en pie
junto a una higuera. Abracé a mi padre y, aprisa, empecé a decirle cosas que
nunca antes había podido decir. Cada una de mis ideas era concisa, e iba al
grano. Era, en realidad, como si no hubiese tiempo y yo tuviera que decir todo
de golpe. Dije cosas estremecedoras sobre mis sentimientos hacia él, cosas que
jamás habría podido pronunciar en circunstancias ordinarias.
Mi padre no habló.
Solamente me escuchó, y luego fue jalado, o chupado, a otra parte. Me hallaba
solo de nuevo. Lloré de remordimiento y de tristeza.
Crucé el campo de peyote
clamando el nombre que Mescalito me había enseñado. Algo surgió de una luz
extraña, como estrella, en una planta de peyote. Era un objeto largo y
brillante: una barra de luz del tamaño de un hombre. Por un momento iluminó
todo el campo con un intenso resplandor amarillento o ámbar; luego encendió el
cielo creando una vista portentosa, maravillosa. Pensé que de seguir mirando me
quedaría ciego; me cubrí los ojos y oculté la cabeza entre los brazos.
Tuve la clara noción de
que Mescalito me indicaba comer un botón más de peyote. Pensé: “No puedo porque
no tengo cuchillo para cortarlo.”
-Come uno de tierra -me
dijo de la misma extraña forma.
Me acosté boca abajo y
masqué la parte superior de una planta. Me encendió. Llenó de tibieza e
inmediatez cada rincón de mi cuerpo. Todo estaba vivo. Todo tenía detalle
exquisito e intrincado, y sin embargo todo era simple. Yo estaba en todas
partes; podía ver al mismo tiempo hacia arriba y hacia abajo y alrededor.
Este sentimiento
particular duró lo bastante para que yo lo advirtiera. Luego se tornó en un
terror opresivo: terror que no me invadió súbitamente, sino, de alguna manera,
efusivamente. Al principio, mi maravilloso mundo de silencio fue sacudido por
ruidos agudos, pero no me preocupé. Luego los ruidos se hicieron más fuertes,
ininterrumpidos, como si estuviesen cerrándose sobre mí. Y gradualmente perdí
el sentimiento de flotar en un mundo indiferenciado, indiferente y hermoso. Los
ruidos se volvieron pasos gigantescos. Algo enorme respiraba y se movía en mi
derredor. Creí que estaba cazándome.
Corrí a esconderme detrás
de un peñasco, y desde allí traté de precisar qué me seguía. En determinado
momento repté fuera de mi escondite para mirar y mi perseguidor, fuera el que
fuera, me localizó. Era como un sargazo. Se arrojó encima de mí. Pensé que su
peso me quebrantaría, pero en vez de ello me encontré dentro de un tubo o una
cavidad.
Vi claramente que el
sargazo no había cubierto toda la superficie en torno mío. Quedaba un poco de
terreno libre debajo del peñasco. Empecé a reptar por allí. Vi enormes gotas
líquidas caer del sargazo. “Supe” que
estaba secretando ácido digestivo para disolverme. Una gota cayó sobre mi brazo;
traté de limpiar el ácido con tierra y le apliqué saliva mientras continuaba
escarbando. En cierto momento era yo casi vaporoso. Me empujaban hacia arriba,
en dirección de una luz. Pensé que el sargazo me había disuelto. Advertí
vagamente una luz -que se abrillantaba, empujaba desde debajo de la tierra
hasta que por fin brotó en algo que reconocí como el sol saliendo detrás de las
montañas.
Lentamente empecé a
recobrar mis procesos sensoriales habituales. Yacía boca abajo con la barbilla
sobre el brazo doblado. La planta de peyote frente a mí empezó a iluminarse de
nuevo, y antes de que yo pudiese mover los ojos la luz larga surgió otra vez.
Se cirnió sobre mí. Me senté. La luz tocó todo mi cuerpo con fuerza serena, y
luego rodó hasta perderse se vista.
Corriendo durante todo el
camino, llegué al sitio donde se hallaban los demás. Todos regresamos al
pueblo. Don Juan y yo nos quedamos otro día con don Roberto, el guía peyotero.
Yo dormí el tiempo que estuvimos allí. Cuando íbamos a marcharnos, los jóvenes
que tomaron parte en el mitote se me acercaron. Me abrazaron uno por uno y
rieron tímidamente. Cada uno se presentó. Pasé horas hablando con ellos acerca
de todo, menos de las sesiones de peyote.
Don Juan dijo que era
hora de irse. Los jóvenes volvieron a abrazarme.
-Vuelve -dijo uno de
ellos.
-Ya te estamos espetando
-añadió otro.
Manejé despacio, tratando
de ver a los hombres mayores, pero ninguno estaba allí.
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