Durante toda su vida trabajó con supremo esfuerzo y firme voluntad en la música. A la música había consagrado su destino y dedicado sin vacilar todo el tiempo y el esfuerzo de sus afanes corporales y espirituales, hasta quedar al fin sin vista. Desde su niñez había forzado el trabajo de sus ojos, escribiendo sin cesar sus ocurrencias musicales sin contar la lectura de las innumerables hojas que contenían la música de sus contemporáneos. Trabajaba hasta muy entrada la noche a la luz de una vela a pesar de producirle eso con mucha frecuencia dolores en los ojos. En ese trabajo yo le ahorraba el que podía, ayudándole a copiar e incitando a que hicieran lo mismo sus hijos y sus alumnos. Pero, naturalmente, la música que nacía en su cerebro no podíamos escribírsela. Y así se fue debilitando su vida y tuve el dolor de verle buscar a tientas la puerta para entrar o salir, o tocar una silla antes de sentarse. Sin embargo, pedíamos que le llevásemos más velas cuando quería escribir, como si una luz exterior más fuerte pudiera compensar la pérdida de la vista.
-Temgo que escribir mientras pueda,
Magdalena -me decía alguna vez, cuando me atrevía a ponerle la mano en el
hombro para apartarle del trabajo, y levantaba hacia mí sus ojos tristes y
pestañeantes. Yo sabía, aunque él no lo dijo nunca, que la idea de la ceguera
le asustaba más que la de la muerte, y no podía hacer más que irme a un lugar
retirado y llorar y desear que la ceguera viniese a mí y no a él, puesto que yo
no tenía música que escribir.
Más tarde apareció un rayo de sol en
nuestra tribulación. Vino a Leipzig un famoso médico cirujano inglés, del que
la fama decía que en su patria había operado con éxito muchos casos análogos al
de Sebastián. Se llamaba Juan Taylor. Nuestros amigos nos instaban a que
aprovechásemos la ocasión y nos confiásemos a la habilidad de aquel médico que,
con una operación, volvería a dejarle a Sebastián los ojos en condiciones de
poder utilizarlos. Sebastián vacilaba. Primero le asustaba el gran gasto de la
operación, y además temía que la cosa no terminase satisfactoriamente. Todos le
animaban, excepto yo, pues, felizmente, me parecía que había que dejarle
decidir a él solo. La palabra operación, refiriéndose a los ojos, que son un
don de Dios tan delicado, me causaba temor. Pero todos sus amigos repetían
constantemente que la presencia del señor Taylor en Leipzig era una gran
oportunidad para Sebastián y que no debía dejarla escapar.
Por fin cedió Sebastián a tantos
ruegos e instancias, y el célebre médico le prometió el mejor resultado.
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