domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (33)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 27)

Cuando llegó a la calle Nueva de Santa Genoveva subió rápidamente a su habitación, bajó para dar diez francos al cochero y penetró en aquel comedor nauseabundo donde vio, como animales en un pesebre, a los dieciocho pensionistas que se disponían a saciarse. El espectáculo de esa miseria y el aspecto de esa sala le hicieron un efecto horrible. La transición era demasiado brusca y el contraste demasiado completo para que no se desarrollasen en él sentimientos de ambición. De una parte las frescas y encantadoras imágenes de la naturaleza social más elegante; figuras jóvenes, animadas, rodeadas de las maravillas del arte y del lujo, cabezas apasionadas llenas de poesía; del otro, siniestros cuadros plagados de fango, rostros donde las pasiones habían dejado sus cuerdas y su mecanismo. Las enseñanzas que la cólera de una mujer abandonada había arrancado a la señora de Bèauseant y sus ofertas capciosas acudieron a su mente, y la miseria las comentó. Rastignac decidió abrir dos zanjas paralelas para lograr la fortuna, apoyarse en la ciencia y en el amor, ser un doctor sabio y un hombre a la moda. ¡Era aun muy niño, y no sabía que estas dos líneas son asíntotas que no pueden encontrarse nunca!

-Está usted muy sombrío, señor marqués -le dijo Vautrin dirigiéndole una de aquellas miradas con las cuales este hombre parecía iniciarse en los secretos más ocultos del corazón.

-No estoy dispuesto a sufrir las bromas de los que me llaman señor marqués -respondió el joven-. Aquí para ser verdaderamente marqués, se necesita tener cien francos de renta, y cuando se vive en la casa Vauquer, no está uno autorizado para creerse el niño mimado de la Fortuna.

Vautrin miró a Rastignac con aire paternal y displicente, como diciendo: “Infeliz, no tendría contigo ni para un bocado”, y después le respondió:

-Vamos, veo que está usted de mal humor porque ha sido muy mal recibido por la hermosa condesa de Restaud.

-Sí, me ha cerrado las puertas de su casa porque le dije que su padre comía en nuestra mesa -exclamó Rastignac.

Todos los comensales se miraron de reojo. Papá Goriot bajó la vista y se volvió para enjugarse los ojos.

-Me ha echado usted tabaco en el ojo -dijo a su vecino.

-El que en lo sucesivo se meta con papá Goriot tendrá que vérselas conmigo -dijo Eugenio mirando al vecino del antiguo fabricante de pastas-. Ese hombre vale más que todos nosotros. No hablo de las damas -dijo volviéndose hacia la señorita Taillefer.

Estas palabras -inesperada revelación- fueron dichas en un tono que impuso silencio a los comensales.

-Para tomar a papá Goriot bajo su protección y constituirse en su editor responsable, se necesita saber manejar una espada y tirar bien a la pistola -repuso burlonamente Vautrin.

-Así lo haré -dijo Eugenio.

-¿Acaso ha entrado usted hoy en campaña?

-Puede ser -respondió Rastignac-. Pero como yo no procuro adivinar lo que hacen los demás por la noche, no me creo obligado a dar cuenta de mis asuntos a nadie.

Vautrin miró a Rastignac de reojo.

-Mi pequeño, cuando se pretende no ser burlado por los muñecos, es preciso entrar de lleno en el escenario y no entretenerse en mirar por los agujeros del telón. Basta, basta -añadió viendo a Eugenio próximo a irritarse-. Cuando usted quiera hablaremos un rato a solas.

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