UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 27)
Cuando llegó a la calle
Nueva de Santa Genoveva subió rápidamente a su habitación, bajó para dar diez
francos al cochero y penetró en aquel comedor nauseabundo donde vio, como
animales en un pesebre, a los dieciocho pensionistas que se disponían a
saciarse. El espectáculo de esa miseria y el aspecto de esa sala le hicieron un
efecto horrible. La transición era demasiado brusca y el contraste demasiado
completo para que no se desarrollasen en él sentimientos de ambición. De una
parte las frescas y encantadoras imágenes de la naturaleza social más elegante;
figuras jóvenes, animadas, rodeadas de las maravillas del arte y del lujo,
cabezas apasionadas llenas de poesía; del otro, siniestros cuadros plagados de
fango, rostros donde las pasiones habían dejado sus cuerdas y su mecanismo. Las
enseñanzas que la cólera de una mujer abandonada había arrancado a la señora de
Bèauseant y sus ofertas capciosas acudieron a su mente, y la miseria las
comentó. Rastignac decidió abrir dos zanjas paralelas para lograr la fortuna,
apoyarse en la ciencia y en el amor, ser un doctor sabio y un hombre a la moda.
¡Era aun muy niño, y no sabía que estas dos líneas son asíntotas que no pueden
encontrarse nunca!
-Está usted muy sombrío,
señor marqués -le dijo Vautrin dirigiéndole una de aquellas miradas con las
cuales este hombre parecía iniciarse en los secretos más ocultos del corazón.
-No estoy dispuesto a
sufrir las bromas de los que me llaman señor marqués -respondió el joven-. Aquí
para ser verdaderamente marqués, se necesita tener cien francos de renta, y
cuando se vive en la casa Vauquer, no está uno autorizado para creerse el niño
mimado de la Fortuna.
Vautrin miró a Rastignac
con aire paternal y displicente, como diciendo: “Infeliz, no tendría contigo ni
para un bocado”, y después le respondió:
-Vamos, veo que está
usted de mal humor porque ha sido muy mal recibido por la hermosa condesa de
Restaud.
-Sí, me ha cerrado las
puertas de su casa porque le dije que su padre comía en nuestra mesa -exclamó
Rastignac.
Todos los comensales se
miraron de reojo. Papá Goriot bajó la vista y se volvió para enjugarse los
ojos.
-Me ha echado usted
tabaco en el ojo -dijo a su vecino.
-El que en lo sucesivo se
meta con papá Goriot tendrá que vérselas conmigo -dijo Eugenio mirando al
vecino del antiguo fabricante de pastas-. Ese hombre vale más que todos
nosotros. No hablo de las damas -dijo volviéndose hacia la señorita Taillefer.
Estas palabras
-inesperada revelación- fueron dichas en un tono que impuso silencio a los
comensales.
-Para tomar a papá Goriot
bajo su protección y constituirse en su editor responsable, se necesita saber
manejar una espada y tirar bien a la pistola -repuso burlonamente Vautrin.
-Así lo haré -dijo Eugenio.
-¿Acaso ha entrado usted
hoy en campaña?
-Puede ser -respondió
Rastignac-. Pero como yo no procuro adivinar lo que hacen los demás por la
noche, no me creo obligado a dar cuenta de mis asuntos a nadie.
Vautrin miró a Rastignac
de reojo.
-Mi pequeño, cuando se
pretende no ser burlado por los muñecos, es preciso entrar de lleno en el
escenario y no entretenerse en mirar por los agujeros del telón. Basta, basta
-añadió viendo a Eugenio próximo a irritarse-. Cuando usted quiera hablaremos
un rato a solas.
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