UNA PENSIÓN BURGUESA (1
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-Papá Goriot es sublime
-dijo Eugenio acordándose del día en que lo había visto retorcer el servicio de
plata.
La señora de Béauseant no
lo oyó, porque estaba pensativa. Transcurrieron algunos momentos de silencio,
durante los cuales el pobre estudiante no se había atrevido a irse, a quedarse,
ni a hablar.
-El mundo es infame y
malvado -dijo por fin la vizcondesa-. Tan pronto como nos ocurre una desgracia,
se encuentra siempre un amigo dispuesto a venir a decírnosla y a hurgarnos el
corazón con un puñal, al mismo tiempo que nos lanza al rostro sarcasmos y
burlas. ¡Ah, no me defenderé! -añadió levantando la cabeza y con los ojos
chispeantes-. Pero, ¡ah!, ¿está usted aquí? -dijo al ver a Eugenio.
-Todavía -dijo Rastignac
con tono lastimero.
-Pues bien, señor de
Rastignac, trate usted a este mundo como se merece. Si usted quiere llegar, yo
lo ayudaré. Sondará las profundidades de la corrupción femenina y sabrá hasta
dónde alcanza la miserable vanidad de los hombres. Aunque yo había leído
atentamente en ese gran libro que se llama mundo, desconocía aun muchas de sus
páginas. Ahora lo sé todo. Cuanto más fríamente calcule, más arriba llegará.
Hiera sin piedad, y será siempre temido. No acepte a los hombres y a las
mujeres más que como caballos de posta, que puede dejar reventadas en cada
relevo, a fin de llegar a la cima de sus deseos. Mire, nada será aquí si no
tiene una mujer que se interese por usted, y esta mujer ha de ser rica, joven y
elegante. Si llega a sentir por ella un cariño verdadero, ocúltelo como un
tesoro y no lo deje adivinar, porque estaría perdido, y en lugar de ser verdugo
pasaría a ser víctima. Si alguna vez ama, guarde bien el secreto y no lo
entregue antes de mirar mucho a quien abre su corazón. Escuche esto, Miguel (la
vizcondesa equivocaba el nombre sin apercibirse de ello). Existe algo más
espantoso que el abandono de un padre cuyas hijas le desean tal vez la muerte,
y este algo es la rivalidad de dos hermanas. Restaud es noble, y su mujer fue
presentada a la nobleza y adoptada por ella; pero su hermana, su rica hermana,
la hermosa señora Delfina de Nucingen, esposa de un hombre adinerado, se muere
de pena y se consume de envidia porque está a cien leguas de su hermana. Su
hermana no es para ella su hermana, y estas dos mujeres reniegan una de la otra
como reniegan del padre. La señora de Nucingen lamería todo el barrio que hay
entre la calle de San Lázaro y la de Grenelle por entrar en mi salón. Creyó que
De Marsay la ayudaría a lograr su deseo y se ha convertido en su esclava. Pero
De Marsay ya no se interesa por ella. Si usted me la presenta, será su Benjamín
y lo adorará. Después ámela si puede, y si no, sírvase de ella. Yo la recibiré
una o dos veces en días en días en que haya en mi casa mucha gente, pero no la
recibiré nunca por la mañana. Con esto y con que la salude habrá bastante. Por
haber pronunciado el nombre de papá Goriot se ha cerrado usted la puerta de la
casa de la condesa. Sí, querido mío, puede ir usted veinte veces a casa de la
condesa de Restaud, que veinte veces le dirán, con toda seguridad, que está
ausente. Usted ha sido despedido. Ahora bien, que papá Goriot le presente a la
señora Delfina de Nucingen, y esta podrá ser su bandera. Será el hombre a quien
ella distinga, y las mujeres se volverán locas por usted. Sus rivales, sus
mejores amigas se lo disputarán, pues hay mujeres que aman al hombre ya
escogido por otras, como hay pobres burguesas que, poniéndose nuestros
sombreros, esperan tener nuestros modales. Tendrá usted éxito. En París, el
éxito es todo, es la llave del poder. Si las mujeres lo juzgan gracioso y
listo, los hombres asentirán, si usted no desmiente sus juicios. Entonces podrá
desearlo todo y tendrá entrada en todas partes. Entonces sabrá usted que el
mundo es una reunión de bribones y de engañados. No pertenezca usted ni a los
unos ni a los otros. Para entrar en este laberinto le doy mi nombre como un
hilo de Ariadna. No lo comprometa, procure devolvérmelo inmaculado -añadió
dirigiendo al estudiante una mirada de reina-. Bueno, déjeme, porque también
nosotras las mujeres tenemos que librar nuestras batallas.
-Si necesita usted un
hombre de buena voluntad para poner fuego a una mina… -dijo Eugenio
interrumpiéndola.
-¿Qué? -le preguntó ella.
El joven se llevó la mano
al corazón, dirigió una sonrisa a su prima y salió. Eran las cinco. Rastignac
tenía hambre, temió no llegar a tiempo para comer, y este temor le hizo sentir
la dicha de lanzarse precipitadamente hacia su casa. Este placer puramente
maquinal lo dejó en libertad completa para entregarse a los pensamientos que lo
asaltaban. Cuando un joven de su edad se ve despreciado, se encoleriza, rabia,
amenaza a la sociedad entera, quiere vengarse y desconfía de sí mismo. Rastignac
se sentía anonadado en aquel momento por estas palabras: Se ha cerrado usted en este momento las puertas de la casa de la
condesa. “Sin embargo”, se dijo, “iré, y si la señora de Béauseant tiene
razón, si he sido despedido…, la señora de Restaud me encontrará en todos los
salones a donde vaya. Aprenderé a manejar las armas y a tirar a pistola y le
mataré a su Máximo. ¡Y el dinero! ¿De dónde lo sacarás? le gritaba su
conciencia. De pronto, la riqueza que viera en casa de la condesa de Restaud
brilló ante sus ojos. Rastignac había visto allí el lujo que tanto debía encantar
a una señorita Goriot, objetos de gran precio, del derroche de la mujer
mantenida; pero aquella fascinadora imagen quedó eclipsada por la grandiosidad
del palacio de Béauseant. Su imaginación, transportada a las elevadas regiones
de la sociedad parisiense, llenó su corazón de pensamientos malos,
ensanchándole el cerebro y la conciencia. Vio el mundo tal cual es, y vio en la
fortuna la última ratio mundi. “Vautrin
tiene razón, la fortuna es la virtud”, se dijo.
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