El otro día llegué a casa a media
tarde y mi cabeza y mi móvil ardían. Durante el trayecto en metro había estado
leyendo dos columnas de opinión en las que se afirmaba que las feministas
deseábamos lanzar a Woody Allen desde un campanario y que, por culpa
de nuestro vocerío en las redes sociales, el sexo ya no era divertido. Pensé
que todo era agotador. Me desnudé, me quité toda la ropa excepto las bragas y
los calcetines y miré mis pechos, los acaricié. ¿Sería verdad que las
feministas estábamos trayendo una ola de frío puritano? ¿Estábamos creando el
clima propicio para el levantamiento de campos de concentración donde
fueran a parar las mujeres afrancesadas seductoras y los hombres
románticos e insistentes? Todo me parecía un disparate,
pero entonces eso significaba que llevábamos semanas leyendo a
gente seria decir disparates en los medios de comunicación.
Entonces se me ocurrió: iba a invocar
al oráculo, iba a escribir un mail a Mary Beard. Académica en Cambridge,
experta en historia cultural de Occidente y en la Roma clásica, Beard es una
giganta de melena mitológica que nos observa desde las alturas. En cada
instante crucial para nosotros, ella ve un átomo insignificante de la Historia.
Sabe que somos sanguinarios. Beard sabría si estábamos siendo sanguinarias
nosotras también.
Escribí: “¿Cree usted que la sociedad
occidental se está volviendo más puritana —empezando por el mundo del arte— por
culpa de los movimientos feministas en internet?”. Me tumbé en la cama, acomodé
el móvil en mi monte de venus y cerré los ojos. Si Mary contestaba, la
vibración se adentraría en mi sistema nervioso y enviaría señales a mis
neuronas del placer. Un minuto después, llegó su respuesta: “I don’t think
so!!” (¡¡no lo creo!!). Respiré aliviada. Si Mary Beard despachaba todas esas
suposiciones apocalípticas, yo también podía hacerlo.
El intento de descolgar a Thérèse, la
niña pensativa pintada por Balthus a la que se ven las bragas, del Met de
Nueva York; el veto de Alemania y Gran Bretaña a las pinturas de Egon Schiele
para una campaña de turismo de la ciudad de Viena o la “performance censora” de
la Manchester Art Gallery con el cuadro de Hilas y las ninfas, de John William
Waterhouse. Hacía solamente unas horas había trascendido otro caso aparentemente
similar: la National Gallery de Washington había pospuesto una exposición del
pintor Chuck Close porque unas modelos le habían acusado de propasarse. Estas y
otras noticias relacionadas con el mundo del arte se habían difundido como si
fueran casos sospechosos de grupo masivo de asesinas en serie: las inquisidoras
a favor de la liberación femenina, el #metoo.
Pero, ¿de dónde surge la idea de que
el movimiento feminista quiere convertir los museos en cementerios? No hace
falta viajar al pasado ni mirar hacia la alta cultura para encontrar ejemplos
de representación sumisa de la mujer: basta con poner la tele un rato o pasear
por la ciudad prestando atención a las marquesinas. Por otro
lado, doy fe de que en los eventos feministas no se reza ni se promueve la
castidad, más bien hay afición al despechugue. Además, hace años que desde los
feminismos se apuesta por profundizar en nuestra propia sexualidad y en una
búsqueda del placer. Hablo de libros y conferencias, pero también de talleres
abiertos de eyaculación femenina. En resumen, parece que lo que las feministas
queremos no es dejar de follar, sino dejar de fingir orgasmos. ¿Por qué
insisten en relacionarnos con una mirada conservadora y atrasada?
Supongo que lo que queremos la
mayoría de nosotras es ver a más mujeres artistas en esos museos, más reflexión
crítica sobre nuestra ausencia y sobre la representación femenina en el arte,
lo cual, por cierto, dista mucho de ser una novedad. Somos feministas, pero
también somos hijas del patriarcado. Y no somos idiotas, sino conscientes de
que no podemos borrar la cultura en la que hemos crecido — batallamos con
nosotras mismas a diario—, pero sí podemos trocear, sofreír y hacer lo que nos
venga en gana con ella. Eso, en sí mismo, también es cultura. La necesidad de
abordarlo todo desde perspectiva de género ha dado lugar a decenas de obras
esenciales, y seguirá haciéndolo. De nuevo, ninguna novedad.
Entonces, ¿dónde está el conflicto?
En la asunción de que las iniciativas “censuradoras” —procedan de particulares,
gobiernos o instituciones—, forman parte de una ofensiva compartida por todas
las feministas del planeta. Eso no sólo es tramposo, sino que reproduce esa
“indignación automática” que tanto se no achaca a las internautas. En nombre de
una supuesta caza de brujas se acalla un alzamiento necesario y justo. Diría
que aquellos que leen estos acontecimientos como parte de una ola represora
están interesados en el mantenimiento del statu quo patriarcal, sean
conscientes o no de ello.
Si cierro los ojos y trato de crecer
como Mary Beard, de elevarme para verlo todo desde las alturas, veo a mujeres
sufriendo el puritanismo en sus propias carnes, siendo quemadas por brujas,
como eternas musas pacíficas. ¿De qué coño están hablando?
Creo que el debate se orienta hacia
cómo reinterpretamos y convivimos con la producción cultural del pasado y las
obras maestras de algunos genios monstruosos. Como dice al respecto Mary Beard,
“hay que hallar la manera de lidiar con alguien que es brillante y horrible.
Cómo manifestar nuestra desaprobación de algunos aspectos de la vida de
alguien, mientras reconocemos otros”. Este debate tampoco es nuevo. Pero crece
y es en sí mismo bello, importante, indica progreso. Sirve para poder contar
cómo fuimos y para pensar los orígenes de un presente igualitario que aún no
existe.
Mientras escribo esto, mi móvil vibra
sin parar. Todos los medios se afanan en publicar que el director Michael
Haneke cree que el movimiento #metoo se ha convertido en “una caza de brujas”.
Suspiro, se me contrae el cuerpo. En el fondo, sospecho que muchas personas que
se sienten sobrepasadas por “el tema del año” están, en realidad, empachadas de
internet. Yo misma me he hartado de ciertos debates y eso no significa que haya
desaparecido la desigualdad. Pero mi cuerpo sigue contraído por un titular, a
muchas nos pasa y de esto no se habla.
Por si no se había advertido aún,
internet no es una burbuja al margen de la realidad, sino el latido histriónico
de una parte de esa realidad. Internet se hace carne y para muchas de nosotras,
el combate feminista en la red es algo más que agotador.
Es en la red, y no en las calles,
donde se está produciendo un combate veloz que no solo nos incumbe, sino que es
nuestra entraña. De pronto todo el país está opinando sobre los límites del
consentimiento y tú recuerdas la risa de cierto tío tumbado encima de ti. Pero
la revolución ha adquirido forma de conversación y ocurre que te quedas fuera,
que no puedes gritar ni lanzar una piedra, porque participar significa leerlo
todo, escribir. Producir.
Las mujeres tenemos dos formas de
defender nuestras posiciones en el debate virtual: el testimonio y el
argumento, exhíbete o demuéstralo. A menudo nos esforzamos por conceptualizar
posicionamientos que son fruto de vivencias humillantes, desgarradoras, pero
también de heridas aparentemente nimias o difíciles de justificar. Por ejemplo,
por qué terminamos haciendo cosas que no queremos en la cama, o callando ante
al jefe maltratador. Por qué dudamos tanto. Al mismo tiempo, estas experiencias
“contradictorias”, “complejas”, “zonas grises” enmarañadas son compartidas
masivamente por las mujeres. No son menos verdad.
Así muchas convertimos en adictas a
discusiones sobre nosotras mismas dirigidas por otros, aceleradas por el
capitalismo de la identidad que propugnan las redes, contaminadas por una
“sororidad bot”. Me he visto leyendo detrás de las puertas, bajo las sábanas,
ansiosa por decir algo, por existir. El momento lo exige, es importante: se
supone que de esos debates y polémicas depende nuestra voz, nuestra percepción
y la posibilidad de un futuro distinto. Pero a veces caemos rendidas, con los
ojos secos, haciendo scroll.
Si escribí un mail a Mary Beard fue
porque dudé de mi propia percepción después de leer montones de noticias y
columnas alarmantes sobre víctimas de una supuesta censura, con sus respectivos
hilos de Twitter y posts en Facebook. No escribí a Mary Beard porque sea una
sabia feminista, sino porque es académica en Cambridge y forma parte de una
institución “respetada y objetiva”. Ansiaba que me regalara un argumento
atronador e irrefutable, es decir, lejos de mi experiencia.
En bragas y con los calcetines puestos, el móvil ardiendo en la mano.
Así asumí que ahora mismo mis principales armas para una lucha por la igualdad
son precisamente esas: mi cuerpo y una conexión a internet. Y que a pesar de
los cortocircuitos alienantes que produce, tantos y de nuevo pasando inadvertidos,
la batalla virtual no puede alejarse de nuestra piel. Lidiaremos entre gritos
virales y silencios multitudinarios, para no convertirnos en las heroínas que
nunca saborearon la victoria.
(el diario.es / 13-2-2018)
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