por Liliana Guzmán
“¿Eres capaz de dedicarle la vida a escribir, aún si obtienes sólo
rechazo?” Esa es la pregunta que atraviesa la película “Rebel in the rye”,
adaptación del libro “Una vida oculta” de Keneth Slawensky sobre el legendario
J.D. Salinger, y el debut como director del escritor Danny Strong
Dicha pregunta es formulada por el
profesor Whit Burnet, un Kevin Spacey con más pelo, a un J.D Salinger más guapo
y joven del que aparece en las contraportadas de sus libros, interpretado por
Nicholas Hoult. Como la mayoría de escritores, el Salinger guapo tampoco sabe
qué responder. Burnett lee la reticencia en el silencio de su brillante alumno
y sentencia: “Si no eres capaz de hacerlo, dedícate a otra cosa”.
Lo que llama la atención sobre “Rebel
in the rye” no es el film mismo, sino lo que pasa después de él. Para cualquier
escritor o aspirante a serlo, resultan fundamentales las preguntas que Salinger
se responde gracias a Burnett (célebre por descubrir y publicar en su revista
“Story” a algunas de las voces más importantes de la escritura norteamericana
del siglo XX): ¿para qué escribir? ¿Para quién? ¿Tiene algún sentido escribir
sin publicar, sin ganar premios como un asceta encerrado en la más hermética
intimidad?
Un atisbo de respuesta se escupe más
adelante en el film, ambientado en un café estilo años 40: “Cuando su voz se
apodera de la historia, es más una manifestación de su ego que una experiencia
emocional del lector”, le dice Burnett a Salinger sobre sus primeros relatos,
refiriéndose a su arrogante necesidad de derrochar genialidad y de cómo ese
onanismo con su propia voz es una molestia. Palabras más, palabras menos, le
pide que no estorbe y le permita a los personajes existir más allá de su ego.
Esa relación maestro-alumno mete al ruedo a ese tirano señalado por todas las
religiones como el culpable de nuestra desgracia, de nuestra permanencia en el
eterno samsara: el ego. Y nos sugiere ese acto de autoconciencia del propio ego
en la escritura como una vía a la tan ansiada originalidad.
En el caso del
Salinger de la película, su ego no sólo se escinde, sino que se destroza. El
horror de la Segunda Guerra Mundial se convierte en un virus instalado en su
cerebro que lo priva de su amada escritura. El horror constituye esa pared
insalvable que para otros escritores puede ser la vida misma. El horroroso
bloqueo, la carrera paralela que paga las cuentas, la inseguridad de sí mismo,
las jornadas de escritura reducidas a un laberinto inagotable de pretextos,
archivos dejados a su suerte en una carpeta del computador. La pared insalvable
del miedo.
Pero es la escritura
misma, el célebre personaje de Holden Caulfield, quien le ayuda a atravesar la
muerte y la indignidad de la guerra al Salinger guapo. Mientras escribe
mentalmente, las balas silban a su alrededor. Tras un infierno en hospitales y
sicólogos, e incluso tras perder la esperanza de escribir, Salinger descubre su
vía de escape en no escribir para nadie. El ego de nuevo. No satisfacer ni al
propio ni al ajeno. No alimentar ni el de los periódicos ni el de las editoriales,
ni siquiera el de lo que los editores llaman “público”. Sólo escribir para
sacar a la superficie la oscuridad y exponerla a la vista de todos sin
corrección política ni aguas tibias. Es en ese febril intento en el que escribe
“El guardián en el centeno” y termina por convertirse en un autor de culto. Es
leído, comprendido, amado. ¿No es eso lo que quiere un escritor? ¿El ojo del
público atento a cada letra?
El éxito, la vida pública, los reflectores apuntando a su “próximo libro” después del inmenso éxito de “El guardián en el centeno” y la carrera que parecía iniciarse dejan de ser el camino, para convertirse en una distracción. Salinger se aísla en una casa campestre con su familia, a la cuál también excluye de su cotidianidad. ¿Pero por qué? ¿Por qué encerrarse cada vez más en sí mismo, en la meditación zen, en la escritura que asume como un trabajo de sol a sol? ¿Por qué no querer ser leído si ese es el propósito mismo de la literatura? La película propone una respuesta: Escribir se vuelve mucho más que un oficio. Es una religión. Un camino espiritual, una devoción. Más allá de los aplausos, escribir se convierte en una forma de felicidad en sí misma que prescinde del mundo que se supone que debería narrar.
La vida de ese Salinger invita a una rebelión silenciosa de la dictadura
del gusto común, de las ventas, para consagrar la vida a las palabras, con la
voluntad virulenta de estar dispuesto a sacrificar lo que sea necesario por
ellas.
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