domingo

PEQUE LLUVIOSA - ANNA RHOGIO


Ella ama la lluvia.

Siempre que puede sale a disfrutarla en verano y cuando no puede, se entrompa.

Sentada detrás de la ventana del cuarto que comparte con la abuela, escucha los cantares del agua mirando cómo chorrean los hilos de plata sobre los vidrios. 

Esos sonidos monótonos la envuelven en un hechiceresco remolino gris que la traslada a otra dimensión y cree caminar por un sendero de pedregullos malva-rosa rumbo a una aventura desconocida.   

Imagina que es una princesa encerrada en la torre del ogro malvado pidiéndole socorro al palafrenero y de repente tiene un impulso:

-Che, Peque, ¿qué hacemos acá encerradas en vez de ir a la vereda?

-¡Tenés razón! ¡Dale!

Corre, y al pasar zumbando por el paragüero de la entrada, agarra el muy, muy grande y negro de papá. 

Se descalza y sale.

Llega a lo de Lola, que la espera sin zapatos -ni que lo hubieran planeado- y corren chapoteando charcos y riendo locamente. 

Salen de abajo del domo protector para mojarse a gusto y con la boca bien abierta igual que las ranas, saborean frescura a raudales.

Golpean en lo de Rocío que les abre de impermeable rosado, botas al tono y paraguas lila. Ella jamás pierde el sentido de la elegancia:

-¿Por qué la empapadera?

-¡Porque nos gusta!

-¡Y porque está de más!

-¿Fría?

-¡Nooo! ¡Deliciosamente tibia!

Ro tira el impermeable arriba del sofá y se saca las botas pero conserva el paraguas. Después corren a carcajadas bajo el pertinaz disparate del aguacero que las moja sin pena.

Van a la mini playa a mirar cómo el chubasco, hábil orfebre, dibuja millones de globitos que explotan en la superficie del río: 

-¡Paaaaaa! ¡Hay agua pa rato!

Así pronostican los que entienden, igual que cuando ven las gotas azulinas colgando de los alambres y de las ramas sin caerse:

-Por la humedá, ¿vió? ¡Y va a seguir, nomá!

La arena mojada y marfil no las invita a sentarse aunque ya están muy pasadas de agua y la orilla de enfrente parece distante detrás de la neblina plateada.

Es por eso no logran distinguir los brillos mágicos de las fogatas que encienden las hadas del monte.

-Se habrán refugiado en troncos huecos.  

-Sí. Allí adentro pueden encender sus chimeneas sin dañar a los árboles.

-El Santa Lucía está manso. Sin viento. Las tres podríamos remar en la chalana voladora. ¡Investiguemos qué hacen las hadas y los duendes cuando llueve!

-¿Estás loca, Peque? ¡Si se enteran en casa nos matan! 

-¡No tengas miedo, Lola! No nos pasará nada. Además nos pondremos los salvavidas de corcho, por las dudas. Peque y yo remaremos y vos, sentada en el medio, nos taparás con los paraguas.

-¡Dale! ¡Animate!

Lola desecha el pensamiento de una gigantesca ola que podría avanzar tragándoselas de golpe y se acomoda junto a las chicas.

Pero los ojitos verde mar de Tomás espían la maniobra y lo oyen gritar sacudiendo el cerquillo de trigo:

-¡O me llevan, o voy corriendo a contarle a mamá!

-¡Subí y callate la boca porque te reviento!

-No hagas ningún ruido, nene -le recomienda Ro. 

-Ta bien.

Se sienta en el piso y su amorosa hermana lo cobija debajo del paraguas muy, muy grande y negro que puede abrazarlos a los cuatro. 

Llegan remando lentamente a la costa: no quieren que la maravillosa aventura termine y examinan con cuidado las misteriosas oquedades de la espesura.

Y de golpe Lola dice:

-No hay nadie. Vamonós.

-Dale, Peque. Tenemos que volver. Pronto será de noche y no queremos que se enteren de lo que hicimos.

-Vendremos otra vez la próxima tarde de lluvia.

-Siempre que el animalito analfabetabestia no se lo cuente a nadie.

-No seas mala. ¿Todavía estás enojada por lo del libro?

-Sip.

Tomás se ríe por dentro porque les prepara una revancha a esas tontas y peleadoras niñas: guarda un secreto fantástico que sólo compartirá con Lola.

Y con la abuela.

Es que él sí pudo distinguir las fogatas mágicas de las hadas.

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