domingo

PAPÁ GORIOT (29) - HONORÉ DE BALZAC


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 23)

Eugenio se pasó la mano por los cabellos y se paró para saludar, creyendo que la señora de Béauseant iba a fijarse en él; de repente ella echa a correr hacia la galería, abre la ventana, mira al señor de Adjuda mientras este sube al coche; presta oído a la orden y escucha que el lacayo repite al cochero: “A la casa del señor de Rochefide.” Estas palabras y la manera como Ajuda se metió en el coche fueron un rayo para aquella mujer, que volvió presa de mortales aprehensiones. En el gran mundo las catástrofes más horribles no son más que eso. La vizcondesa penetró en su dormitorio, se sentó ante una mesita y tomó un elegante papel.

Ya que -escribió- come usted en la casa de los Rochefide y no en la embajada inglesa, me debe una explicación, y lo espero.

Después de haber corregido algunas letras, desfiguradas por el temblor convulsivo de su mano, puso una C, que quería decir Clara de Borgoña, y llamó.

-Jaime -dijo a su ayuda de cámara, que se presentó al momento-, a las siete y media irá usted a casa del señor de Rochefide y preguntará por el marqués de Adjuda-Pinto. Si el señor marqués está allí, le entrega usted esta carta sin esperara respuesta, y si no está, vuelve usted aquí y me la entrega.

-En el salón hay gente que espera a la vizcondesa.

-¡Ah, es verdad! -dijo ella empujando la puerta.

Eugenio empezaba ya a impacientarse cuando lo vio la vizcondesa, quien le dijo con un tono cuya emoción le tocó las fibras del corazón:

-Dispénseme usted, caballero; tenía que escribir dos palabras. Pero ahora estoy a su disposición.

No sabía lo que decía, porque lo que pensaba era esto: “¡Ah! ¿Quiere casarse con la señorita de Rochefide? ¿Acaso es libre para hacerlo? Esta noche se deshará ese matrimonio o… Pero mañana no se hablará ya de él.”

-Prima mía… -dijo Eugenio.

-¿Eh? -exclamó la vizcondesa dirigiéndole una mirada cuya impertinencia dejó helado al estudiante.

Eugenio comprendió este eh. En tres horas había aprendido tantas cosas, que estaba preparado para lo que pudiera ocurrir.

-Señora -repuso ruborizado. Dudó un momento, pero continuó así: -Perdóneme, tengo necesidad de tanta protección que un poco de parentesco no me hubiera venido mal.

La señora de Béauseant sonrió, aunque tristemente; sentía ya la desgracia que se cernía sobre su cabeza.

-Si conociese usted la situación en que se encuentra mi familia -continuó Rastignac-, no se negaría usted ciertamente a desempeñar el papel de una de esas hadas luminosas que se complacen en disipar obstáculos en torno de sus ahijados.

-Vamos a ver, primo, ¿en qué puedo serle útil? -dijo la vizcondesa riendo.

-¿Lo sé yo acaso? Estar unido a usted por un lazo de parentesco que se pierde en la sombra, es ya toda una fortuna. Me ha turbado usted. ¡Ah! Quería pedirle que me aceptase como un pobre niño que desea pegarse a sus faldas y que sabría morir por usted.

-¿Mataría usted a uno por mí?

-Y a dos -replicó Eugenio.

-¡Niño! Sí, es usted un niño -dijo la vizcondesa conteniendo las lágrimas. -Usted amaría sinceramente, sólo usted.

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