UNA PENSIÓN BURGUESA (1
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Eugenio se pasó la mano
por los cabellos y se paró para saludar, creyendo que la señora de Béauseant
iba a fijarse en él; de repente ella echa a correr hacia la galería, abre la
ventana, mira al señor de Adjuda mientras este sube al coche; presta oído a la
orden y escucha que el lacayo repite al cochero: “A la casa del señor de
Rochefide.” Estas palabras y la manera como Ajuda se metió en el coche fueron
un rayo para aquella mujer, que volvió presa de mortales aprehensiones. En el
gran mundo las catástrofes más horribles no son más que eso. La vizcondesa
penetró en su dormitorio, se sentó ante una mesita y tomó un elegante papel.
“Ya que -escribió- come usted
en la casa de los Rochefide y no en la embajada inglesa, me debe una
explicación, y lo espero.”
Después de haber
corregido algunas letras, desfiguradas por el temblor convulsivo de su mano,
puso una C, que quería decir Clara de Borgoña, y llamó.
-Jaime -dijo a su ayuda
de cámara, que se presentó al momento-, a las siete y media irá usted a casa del
señor de Rochefide y preguntará por el marqués de Adjuda-Pinto. Si el señor
marqués está allí, le entrega usted esta carta sin esperara respuesta, y si no
está, vuelve usted aquí y me la entrega.
-En el salón hay gente
que espera a la vizcondesa.
-¡Ah, es verdad! -dijo
ella empujando la puerta.
Eugenio empezaba ya a
impacientarse cuando lo vio la vizcondesa, quien le dijo con un tono cuya
emoción le tocó las fibras del corazón:
-Dispénseme usted,
caballero; tenía que escribir dos palabras. Pero ahora estoy a su disposición.
No sabía lo que decía,
porque lo que pensaba era esto: “¡Ah! ¿Quiere casarse con la señorita de
Rochefide? ¿Acaso es libre para hacerlo? Esta noche se deshará ese matrimonio o…
Pero mañana no se hablará ya de él.”
-Prima mía… -dijo
Eugenio.
-¿Eh? -exclamó la
vizcondesa dirigiéndole una mirada cuya impertinencia dejó helado al
estudiante.
Eugenio comprendió este eh. En tres horas había aprendido tantas
cosas, que estaba preparado para lo que pudiera ocurrir.
-Señora -repuso
ruborizado. Dudó un momento, pero continuó así: -Perdóneme, tengo necesidad de
tanta protección que un poco de parentesco no me hubiera venido mal.
La señora de Béauseant
sonrió, aunque tristemente; sentía ya la desgracia que se cernía sobre su
cabeza.
-Si conociese usted la
situación en que se encuentra mi familia -continuó Rastignac-, no se negaría
usted ciertamente a desempeñar el papel de una de esas hadas luminosas que se
complacen en disipar obstáculos en torno de sus ahijados.
-Vamos a ver, primo, ¿en
qué puedo serle útil? -dijo la vizcondesa riendo.
-¿Lo sé yo acaso? Estar
unido a usted por un lazo de parentesco que se pierde en la sombra, es ya toda
una fortuna. Me ha turbado usted. ¡Ah! Quería pedirle que me aceptase como un
pobre niño que desea pegarse a sus faldas y que sabría morir por usted.
-¿Mataría usted a uno por
mí?
-Y a dos -replicó
Eugenio.
-¡Niño! Sí, es usted un
niño -dijo la vizcondesa conteniendo las lágrimas. -Usted amaría sinceramente,
sólo usted.
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