domingo

PAPÁ GORIOT (28) - HONORÉ DE BALZAC


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 22)

Eugenio subió las escaleras con la muerte en el alma, y en la antesala encontró a los criados serios como jueces. La fiesta a que había asistido se había dado en las habitaciones de recepción, situadas en el piso bajo del palacio de Beauséant. Como no había tenido tiempo, entre la invitación y el baile, de visitar a su prima, aun no había entrado en sus habitaciones, y, por consiguiente, iba a ver por primera vez las maravillas de esa elegancia personal que descubre el alma y las costumbres de una mujer distinguida; estudio tanto más curioso cuanto que el salón de la señora de Restaud había de servirle de término de comparación. A las cuatro y media la vizcondesa estaba visible; pero cinco minutos antes no hubiera recibido a su primo. Eugenio, que ignoraba las diversas leyes de la etiqueta parisiense, fue conducido por una gran escalera llena de flores, con alfombra roja y barandilla dorada, a la habitación de la señora de Béauseant, cuya biografía ignoraba, no obstante ser una de esas interesantes historias que se cuentan todas las noches en los salones de París.

La vizcondesa mantenía relaciones hacía tres años con un célebre y rico señor portugués llamado marques de Adjuda-Pinto. Tratábase de una de esas inocentes relaciones que tienen tantos atractivos para las personas así relacionadas, que estos no pueden soportar la intervención de un tercero.

Así es que el vizconde Béauseant había dado él mismo el ejemplo respetando en público, de grado o por fuerza, aquella unión morganática. Durante los primeros días de esa amistad, las personas que fueron a ver a la vizcondesa a las dos, la encontraron con el marqués de Adjuda-Pinto. La señora de Béauseant, incapaz de cerrar sus puertas a nadie, lo cual hubiera sido muy inconveniente, recibía con tanta frialdad sus visitas que todo el mundo comprendía que molestaba. Cuando se supo en París que se estorbaba a la señora de Béauseant yendo a verla de tres a cuatro, acabaron por dejarla en la soledad más completa. La vizcondesa iba a los Bouffons o a la Opera en compañía de su esposo y del señor de Ajuda-Pînto; pero, como hombre que sabe vivir, el señor de Béauseant dejaba a su mujer y al portugués después de haberlos instalado en el palco. El señor de Adjuda debía casarse con una señorita de Rochefide y, de toda la alta sociedad, una sola persona ignoraba ese matrimonio: la señora de Béauseant. Algunas amigas le habían hablado del casamiento vagamente; pero la vizcondesa se había reído, creyendo que sus amigas querían turbar su dicha por celos.

Y, sin embargo, iban a publicarse ya las amonestaciones. Aunque el hermoso portugués había ido a notificar su matrimonio a la vizcondesa, no se había atrevido a decirle palabra. ¿Por qué? Nada hay sin duda más difícil que notificar a una mujer semejante ultimátum. Algunos hombres prefieren encontrarse en el campo de honor ante un enemigo que les apunta al corazón con una espada que ante una mujer que, después de lanzar elegías por espacio de dos horas, se hace la muerta y pide sales. En este momento, pues, el señor de Adjuda-Pinto caminaba sobre espinas y quería salir del mal camino diciéndose que sería mejor escribirle a la señora de Béauseant comunicándole la nueva, pues es más cómodo efectuar tan galante asesinato por escrito que de viva voz. Cuando el ayuda de cámara de la vizcondesa anunció al señor Eugenio de Rastignac, el marqués de Adjuda-Pinto se estremeció de alegría. Sabedlo bien: la mujer que ama es mucho más ingeniosa para crearse dudas que para variar de placer, y cuando está a punto de ser abandonada, adivina aun más fácilmente el sentido de un gesto, con mayor rapidez que el corcel de Virgilio venteaba los lejanos crepúsculos que le anunciaban el amor. La señora de Béauseant comprendió aquel estremecimiento involuntario y ligero, pero inocentemente espantoso. Eugenio ignoraba que nunca debe presentarse uno en casa de nadie en París sin conocer por boca de los amigos de la casa la historia del marido, de la mujer o de los hijos, a fin de no cometer algunas de esas torpezas ante las cuales suele exclamarse en Polonia: ¡Enganche cinco bueyes a su carro!, sin duda para que os saquen el del mal paso en que os habéis metido. Si estas desgracias de la conversación no tienen aun nombre en Francia, se las supone sin duda imposibles, a causa de la enorme publicidad que aquí adquieren las maledicencias. Después de haberse mostrado torpe en casa de la señora de Restaud, que ni siquiera le había dado tiempo para enganchar bueyes a su carro, sólo Eugenio era capaz de continuar su labor presentándose en casa de la señora de Béauseant. Pero si es cierto que había molestado horriblemente a la señora de Restaud y al señor de Trailles, en cambio sacaba de un apuro al señor de Adjuda-Pinto.
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Adiós -dijo el portugués apresurándose a tomar la puerta cuando Eugenio entró en un magnífico saloncito, de color gris y rosa, cuyo lujo parecía ser sólo elegancia.

-Hasta la noche -dijo la señora de Béauseant volviendo la cabeza y dirigiendo una mirada al marqués. -¿No vamos a los Bouffons?

-No puedo -dijo el portugués tomando el picaporte de la puerta.

La señora de Béauseant se levantó y lo llamó a su lado sin hacer el menor caso de Eugenio, quien, de pie y aturdido por el brillo de una riqueza maravillosa, creía en la realidad de los cuentos árabes y no sabía dónde colocarse en presencia de aquella mujer sin ser visto por ella. La vizcondesa había extendido el índice de su mano derecha y, haciendo un gracioso movimiento, designaba al marqués un asiento delante de ella. Hubo en aquel gesto tan violento despotismo de pasión, que el portugués dejó el picaporte y acudió. Eugenio lo contemplaba, aunque no sin envidia.

“Vaya”, se dijo, “el hombre ha accedido. Pero, ¿será necesario tener fogosos caballos y oro a raudales para obtener una mirada de una mujer de París?”. El demonio del lujo le mordió el corazón, la fiebre de riquezas se apoderó de él y la sed de oro le secó la garganta. Sólo tenía ciento treinta francos para pasar su trimestre. Su padre, su madre, sus hermanos, sus hermanas y su tía gastaban solamente doscientos francos al mes entre todos. Esta rápida comparación entre su situación presente y el logro de sus aspiraciones contribuyeron a dejarlo estupefacto.

-¿Por qué -dijo la vizcondesa sonriendo- no puede usted venir a los Italianos?

-¡Los negocios! Ceno en casa del embajador de Inglaterra.

-Déjelos usted.

Cuando un hombre engaña, se ve obligado invenciblemente a amontonar mentiras sobre mentiras. El señor Adjuda dijo entonces sonriéndose:

-¿Lo exige usted?

-Sí, por cierto.

-Eso era precisamente lo que yo deseaba oír -dijo de Adjuda dirigiendo a su amada una de esas miradas que hubieran tranquilizado a cualquier otra mujer. Tomó la mano de la vizcondesa, la besó y partió.

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