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Mi madre las llamó
repetidas veces; no emitieron el sonido de ninguna respuesta. Agotadas por las
emociones precedentes, sin duda dormían. Ella registró todos los rincones de la
casa sin descubrirlas. Siguió a la perra, que le tiraba del vestido, hasta la
casilla. La mujer se agachó para colocar la cabeza en la entrada. El
espectáculo del que tuvo la posibilidad de ser testigo, dejadas a un lado las
exageraciones malsanas del espanto maternal, no podía ser sino lacerante, según
las presunciones de mi espíritu. Encendí una candela y se la ofrecí; de ese
modo no se le podía escapar ningún detalle. Ella retiró la cabeza, cubierta de
briznas de paja, del prematuro sepulcro, y me dijo: “Las tres Margaritas están
muertas.” Como no las podíamos sacar de ese sitio, pues retened bien esto:
estaban estrechamente abrazadas las tres, fui a buscar al taller un martillo
para romper la morada canina. Me apliqué, en el acto, a la obra de demolición,
y los que pasan pudieron creer, por poca imaginación que tuvieran, que el
trabajo no holgaba en nuestra casa. Mi madre, impaciente por esa demora que,
con todo, era indispensable, se rompía las uñas contra las tablas. Por fin, la
operación del alumbramiento negativo terminó; la casilla deshecha, se
entreabrió por todos lados; y retiramos de los escombros, una tras otra,
después de haberlas separado con dificultad, a las hijas del carpintero. Mi
madre abandonó el país. No he vuelto a ver a mi padre. En cuanto a mí, me dicen
que estoy loco e imploro la caridad pública. Lo que sé es que el canario no canta
más.”
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