CANTO SEXTO
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Pero
el enfermo no ha llegado a serlo para su propia diversión, y la sinceridad de
sus informes se asocia maravillosamente con la credulidad del lector: “Mi padre
era carpintero en la calle de Verriere… ¡Que la muerte de las tres Margaritas
caiga sobre su cabeza, y que el pico del canario le roa eternamente el eje del
bulbo ocular! Había adquirido el hábito de embriagarse; en esas ocasiones,
cuando volvía a casa después de su recorrido por los mostradores de las
tabernas, su furia se tornaba casi inconmensurable, y golpeaba sin
discriminación los objetos que encontraba a la vista. Pero bien pronto, gracias
las reconvenciones de sus amigos, se corrigió totalmente, pero adquirió un
humor taciturno. Nadie se le podía acercar, ni siquiera nuestra madre. Guardaba
un secreto resentimiento contra la idea del deber que le impedía conducirse a
su antojo. Yo había comprado un canario para mis tres hermanas; era para mis
tres hermanas que yo había comprado un canario. Ellos lo encerraron en una
jaula encima de la puerta, y los que pasaban se detenían indefectiblemente para
escuchar los cantos del pájaro, admirar su gracia fugitiva y estudiar sus
sabias formas. Más de una vez mi padre había ordenado que hicieran desaparecer
la jaula y su contenido, pues se figuraba que el canario, arrojándole el
ramillete de aéreas cavatinas de su talento de vocalista. Al ir a descolgar la
jaula del clavo, resbaló de la silla, cegado por la cólera. Una ligera
excoriación en la rodilla fue el trofeo de su empresa. Después de haberse
quedado unos segundos comprimiendo la parte hinchada con una viruta, arregló su
pantalón, con las cejas fruncidas, tomó mayores precauciones, puso la jaula
bajo su brazo y se encaminó al fondo del taller. Allí, a pesar de los gritos y
las súplicas de la familia (queríamos mucho a aquel pájaro, que para nosotros
era el genio tutelar de la casa), aplastó con sus tacones claveteados la caja
de mimbre, mientras una garlopa, que hacía girar alrededor de su cabeza,
mantenía alejados a los presentes. El azar quiso que el canario no muriera de
golpe; ese copo de pluma vivía todavía, a pesar de estar maculado de sangre. El
carpintero se alejó, cerrando la puerta ruidosamente. Mi madre y yo nos
esforzamos por retener la vida del pájaro a punto de escaparse; el final se
aproximaba, y el movimiento de las alas sólo se presentaba a la vista como el
espejo de la suprema convulsión agónica. Durante este tiempo, las tres
Margaritas, cuando advirtieron que toda esperanza estaba perdida, se tomaron de
la mano de común acuerdo, y la cadena viviente fue a acurrucarse, después de
haber empujado unos pasos un barril de grasa, detrás de la escalera, junto a la
casilla de nuestra perra. Mi madre no interrumpía su tarea, manteniendo al
canario entre sus dedos para calentarlo con el aliento. Yo corría enloquecido
por todas las habitaciones, tropezando con los muebles y con las herramientas.
De raro en rato, una de mis hermanas asomaba la cabeza desde atrás de la
escalera para informarse de la suerte del desventurado pájaro, y volvía a
retirarla con tristeza. La perra había salido de la casilla, y, como si hubiera
comprendido la magnitud de nuestra pérdida, lamía con la lengua del estéril
consuelo los vestidos de las Margaritas. Al canario sólo le restaban algunos
instantes de vida. A una de mis hermanas (la más joven) le tocó el turno de
asomar la cabeza en la penumbra creada por la rarefacción de la luz. Vio que mi
madre palidecía, y que el pájaro, después de levantar el cuello durante un
relámpago, en la última manifestación de su sistema nervioso, volvía a caer
entre sus dedos, inerte para siempre. Dio la noticia a sus hermanas. Ellas no
dejaron oír el susurro de un solo lamento, de un solo murmullo. El silencio
reinó en el taller. No se percibía sino el crujido repentino de los fragmentos
de la jaula que, en virtud de la elasticidad de la madera, recobraba
parcialmente la posición primitiva de su estructura. Las tres Margaritas no
derramaban ni una lágrima, y sus rostros no perdían nada de su purpúrea
frescura; no… únicamente se quedaron inmóviles. Se arrastraron hasta el
interior de la casilla, y se tendieron sobre la paja, una al lado de la otra,
mientras la perra, testigo pasivo de sus maniobras, las contemplaba con
estupor.
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