domingo

LOS CANTOS DE MALDOROR (151) - CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)


CANTO SEXTO

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Pero el enfermo no ha llegado a serlo para su propia diversión, y la sinceridad de sus informes se asocia maravillosamente con la credulidad del lector: “Mi padre era carpintero en la calle de Verriere… ¡Que la muerte de las tres Margaritas caiga sobre su cabeza, y que el pico del canario le roa eternamente el eje del bulbo ocular! Había adquirido el hábito de embriagarse; en esas ocasiones, cuando volvía a casa después de su recorrido por los mostradores de las tabernas, su furia se tornaba casi inconmensurable, y golpeaba sin discriminación los objetos que encontraba a la vista. Pero bien pronto, gracias las reconvenciones de sus amigos, se corrigió totalmente, pero adquirió un humor taciturno. Nadie se le podía acercar, ni siquiera nuestra madre. Guardaba un secreto resentimiento contra la idea del deber que le impedía conducirse a su antojo. Yo había comprado un canario para mis tres hermanas; era para mis tres hermanas que yo había comprado un canario. Ellos lo encerraron en una jaula encima de la puerta, y los que pasaban se detenían indefectiblemente para escuchar los cantos del pájaro, admirar su gracia fugitiva y estudiar sus sabias formas. Más de una vez mi padre había ordenado que hicieran desaparecer la jaula y su contenido, pues se figuraba que el canario, arrojándole el ramillete de aéreas cavatinas de su talento de vocalista. Al ir a descolgar la jaula del clavo, resbaló de la silla, cegado por la cólera. Una ligera excoriación en la rodilla fue el trofeo de su empresa. Después de haberse quedado unos segundos comprimiendo la parte hinchada con una viruta, arregló su pantalón, con las cejas fruncidas, tomó mayores precauciones, puso la jaula bajo su brazo y se encaminó al fondo del taller. Allí, a pesar de los gritos y las súplicas de la familia (queríamos mucho a aquel pájaro, que para nosotros era el genio tutelar de la casa), aplastó con sus tacones claveteados la caja de mimbre, mientras una garlopa, que hacía girar alrededor de su cabeza, mantenía alejados a los presentes. El azar quiso que el canario no muriera de golpe; ese copo de pluma vivía todavía, a pesar de estar maculado de sangre. El carpintero se alejó, cerrando la puerta ruidosamente. Mi madre y yo nos esforzamos por retener la vida del pájaro a punto de escaparse; el final se aproximaba, y el movimiento de las alas sólo se presentaba a la vista como el espejo de la suprema convulsión agónica. Durante este tiempo, las tres Margaritas, cuando advirtieron que toda esperanza estaba perdida, se tomaron de la mano de común acuerdo, y la cadena viviente fue a acurrucarse, después de haber empujado unos pasos un barril de grasa, detrás de la escalera, junto a la casilla de nuestra perra. Mi madre no interrumpía su tarea, manteniendo al canario entre sus dedos para calentarlo con el aliento. Yo corría enloquecido por todas las habitaciones, tropezando con los muebles y con las herramientas. De raro en rato, una de mis hermanas asomaba la cabeza desde atrás de la escalera para informarse de la suerte del desventurado pájaro, y volvía a retirarla con tristeza. La perra había salido de la casilla, y, como si hubiera comprendido la magnitud de nuestra pérdida, lamía con la lengua del estéril consuelo los vestidos de las Margaritas. Al canario sólo le restaban algunos instantes de vida. A una de mis hermanas (la más joven) le tocó el turno de asomar la cabeza en la penumbra creada por la rarefacción de la luz. Vio que mi madre palidecía, y que el pájaro, después de levantar el cuello durante un relámpago, en la última manifestación de su sistema nervioso, volvía a caer entre sus dedos, inerte para siempre. Dio la noticia a sus hermanas. Ellas no dejaron oír el susurro de un solo lamento, de un solo murmullo. El silencio reinó en el taller. No se percibía sino el crujido repentino de los fragmentos de la jaula que, en virtud de la elasticidad de la madera, recobraba parcialmente la posición primitiva de su estructura. Las tres Margaritas no derramaban ni una lágrima, y sus rostros no perdían nada de su purpúrea frescura; no… únicamente se quedaron inmóviles. Se arrastraron hasta el interior de la casilla, y se tendieron sobre la paja, una al lado de la otra, mientras la perra, testigo pasivo de sus maniobras, las contemplaba con estupor.

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