11 / LA LECCIÓN DE LA PACIENCIA (1)
Jessica tenía un padre
maravilloso: era divertido, aventurero y un poco travieso. Pero también era
impredecible, y tras divorciarse de la madre de Jessica, desaparecía a menudo
durante semanas enteras o incluso meses.
Cuando sus padres se
separaron definitivamente, Jessica, que tenía catorce años, continuó unida a su
padre. Su madre justificaba con bondad sus ausencias y le decía: “Él es así. No
tiene nada que ver contigo.”
Jessica sabía que su
padre iba a desaparecer cuando le compraba un regalo aunque no fuera su cumpleaños
o Navidad. Y si intentaba abrirlo, él se lo impedía. “Paciencia, Jessica, es
para más adelante”, le decía. Después de unos días o unas semanas, cuando ella
lo añoraba de verdad, su madre le permitía abrirlo.
Cuando Jessica se
convirtió en una mujer, el cariño que sentía por su padre aumentó. Incluso
después de finalizados los estudios, cuando trabajaba de consejera matrimonial
y familiar u tenía un esposo y dos hijos, ella y su padre de setenta y tantos
años seguían tan unidos como siempre. Siempre que planeaba marcharse él la
telefoneaba y le decía que se iba de viaje y que la vería a su regreso.
Un día se marchó y no
regresó. Pasaron unos meses y Jessica se preocupó de verdad: sentía que, esta
vez, era distinto. Cuando los amigos de su padre le dijeron que tampoco sabían
nada de él desde hacía tiempo, Jessica denunció su desaparición a la policía.
Cuatro años más tarde
recibió una llamada. Habían localizado a su padre en una residencia de ancianos
en Las Vegas, y no lo habían identificado como persona desaparecida hasta que
ingresó en un hospital por una infección grave. Los empleados de la residencia
le dijeron a Jessica que su padre había manifestado repetidamente que no tenía
familia. Jessica se sintió confundida, pero cuando llegó a Las Vegas descubrió
lo que pasaba. Su padre no la reconocía porque padecía de Alzheimer.
Jessica estaba contenta
porque había encontrado a su padre, pero muy apenada al ver el estado en que se
hallaba. Una vez que se hubo recuperado de la infección, Jessica lo trasladó a
una residencia cercana a su domicilio. En el fondo de su corazón esperaba que
mejorara y la recordara.
“Pensé que así era él y
que, una vez más, ponía a prueba mi paciencia. Era como si lo hubiese
encontrado y, al mismo tiempo, no lo hubiera hecho.
“Creí que si tenía paciencia,
tarde o temprano mi padre recuperaría la memoria. Día tras día y semana tras
semana, lo visité. Pero estaba enfadada. Ahí estaba él, pero yo no lo conocía a
él ni él a mí. La única cosa que me recordaba a mi padre era la paciencia que
necesitaba para cuidar de él. Intenté hacerme a la idea de que el padre que
conocía estaba allí, en algún lugar. Como consejera solucionaba problemas
ajenos, pero no podía solucionar el mío. Lo único que podía hacer era tener
paciencia.”
El estado físico de su
padre empeoró poco a poco. Enfermó de neumonía, y al final falleció.
Cerca de un año más
tarde, mientras organizaba la venta de objetos usados de su domicilio, Jessica
encontró un viejo contestador automático. A Jessica se le quebró la voz cuando
nos explicó lo que había ocurrido:
“Pensé que era mejor
probarlo antes de ponerlo a la venta, así que lo enchufé y lo puse en marcha.
Me sorprendió mucho lo que oí. Se trataba del último mensaje de mi padre. Ya lo
había escuchado cuando se fue, pero no había vuelto a hacerlo desde entonces.
Decía: ‘Jessica, cariño, sólo quería decirte que me voy. Espero que te acuerdes
de mí durante mi ausencia. Pienso en ti todos los días, aunque no hablemos. Sé
que te preocupas por mí, pero quiero que sepas que, donde voy, estaré bien. Te
quiero mucho y espero verte de nuevo’.”
Jessica se enjugó las
lágrimas.
“Ese era mi padre.
Siempre me enseñaba a tener paciencia. Y también era típico de él dejarme un
regalo para que lo abriera más tarde.”
Muchas situaciones y
enfermedades, como el Alzheimer, nos enseñan grandes lecciones sobre la
paciencia y la comprensión. A veces, esas lecciones están dirigidas a la
familia y a los amigos más que al enfermo.
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