PRIMERA
PARTE “LAS
ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
VII
(2)
El jueves 26 de diciembre
tuve mi primera experiencia con el aliado de don Juan, el humito. Durante el
día llevé a don Juan en coche de un lado a otro e hice encargos suyos.
Regresamos a su casa al atardecer. Observé que no habíamos comido nada en todo
el día. Eso no le preocupaba en absoluto; en cambio, empezó a decir que me era
intempestivo entrar en confianza con el humito. Dijo que debía experimentarlo
yo mismo para ver cuán importante era como aliado.
Sin darme oportunidad de
responder nada, don Juan anunció que en ese preciso momento iba a encenderme su
pipa. Intenté disuadirlo, argumentando que no me consideraba listo. Le dije que
no concebía haber manejado la pipa el tiempo suficiente. Pero él dijo que no me
quedaba mucho tiempo para aprender, y que yo debía usar la pipa muy pronto. La
sacó de su funda y la acarició. Sentado en el piso, junto a él, yo trataba
frenéticamente de ponerme mal y desmayarme: de hacer cualquier cosa por aplazar
este paso inevitable.
La habitación estaba casi
oscura. Don Juan había encendido, y puesto en un rincón, la lámpara de kerosén.
Por lo general, esta mantenía el cuarto en una semioscuridad relajante, su luz
amarillenta siempre apacible. Pero esta vez la luz parecía inusitadamente roja;
sacaba de quicio. Don Juan desató su pequeña bolsa de mezcla sin quitarla del
cordón amarrado en torno a su cuello. Acercó la pipa a sí, la puso dentro de su
camisa y virtió parte de la mezcla en el cuenco. Me hizo observar el
procedimiento, señalando que si la mezcla se derramaba caería dentro de su
camisa.
Don Juan llenó tres
cuartas partes del cuenco; luego ató la bolsa con una mano sosteniendo la pipa
en la otra. Recogió un pequeño plato de barro, me lo entregó y me pidió ir
afuera a traer brasitas de fuego. Fui atrás de la casa y saqué un montón de
carbones de estufa de adobe. Regresé apresurado al cuarto de don Juan. Sentía
una angustia profunda. Era como una premonición.
Me senté junto a él y le
di el plato. Lo miró y dijo calmadamente que las brasas eran demasiado grandes.
Las quería más chicas, que encajaran en el cuenco de la pipa. Volví a la estufa
y traje algunas. Tomó el nuevo plato de brasas y lo puso frente a sí. Estaba
sentado con las piernas cruzadas y metidas bajo el cuerpo. Me miró con el
rabillo del ojo y se inclinó hasta casi tocar los carbones con la barbilla.
Sostuvo la pipa en la mano izquierda, y con un movimiento extremadamente veloz de
la derecha recogió una brasa ardiente y la puso en el cuenco de la pipa; luego
irguió la espalda y, tomando la pipa con ambas manos, se la puso en la boca y
dio tres fumadas. Extendió los brazos hacia mí y me dijo, en susurro enérgico,
que tomase la pipa en las dos manos y fumara.
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