domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (89) - ESTHER MEYNEL


En esa época había llegado Sebastián al apogeo de su fama. Ya no viajaba; pero músicos de todas clases y de todos los países se presentaban a su puerta y él los recibía con interés cariñoso y con el deseo de ayudarlos y complacerlos. Manuel estaba en Berlín, al servicio del rey de Prusia, y el soberano, gran amante de la música, manifestó a su clavecinista el deseo de oír y ver a su famoso padre, el Cantor de Leipzig. Manuel transmitió ese alto deseo a su padre, que recibió con gran agradecimiento esa distinción real, pero que sentía muy pocas ganas de emprender el viaje a Berlín y de someterse a la publicidad y a todas las ceremonias. Sin embargo, cuando el rey manifestó su deseo más insistentemente, comprendió que debía efectuar el viaje. Se puso, pues, en camino, pasando por Halle, donde se encontró con Friedemann; llegó a Postdam un domingo al oscurecer y se dirigió a casa de Manuel. Apenas llegado, cansado y sucio del viaje, recibió la orden de presentarse ante el rey. No tuvo tiempo ni para quitarse el vestido de viaje y ponerse la casaca negra de Cantor. El rey, que siempre tuvo un carácter muy impaciente, después de haber esperado tanto tiempo, no quiso aguardar ni media hora más. En Palacio iba a empezar el habitual concierto nocturno, el rey tenía la flauta en la mano y la orquesta no esperaba más que su señal para empezar, cuando entregaron al rey la lista de los forasteros recién llegados. La leyó rápidamente y dijo con cierta emoción en la voz:

-¡Señores, el viejo Bach ha llegado!

E, inmediatamente, mandó llamarle. Sebastián, bastante excitado por el viaje y muy fatigado, tuvo que presentarse al rey y pasar casi directamente, de la berlina en que había viajado, al lujoso salón, ante una reunión selecta. Más tarde me contó lo hermoso y brillante que era todo en Palacio. El salón de conciertos estaba adornado con grandes espejos y esculturas, en parte doradas y en partes cubiertas de laca verde, el atril de Su Majestad era de concha de tortuga con incrustaciones de plata muy artísticas. También había allí un címbalo con pedales de plata, y los estuches de varios instrumentos eran también del mismo precioso material que el atril del rey. Sebastián se disculpó por el descuido de su indumento. Algunos de los señores y damas de la corte no pudieron contener la sonrisa; pero el rey, según me contó Friedemann, la reprimió con una mirada como un relámpago y trató a Sebastián con esmerada cortesía. El rey era también músico y conocía la grandeza de Sebastián, no dando, por ello, importancia al corte anticuado de su vestimenta. El real concierto de flauta de aquella noche quedó suprimido, y Su Majestad no representó más papel que el de oyente. Condujo a Sebastián por todos los salones del palacio, le enseñó los siete pianos que le había construido Silbermann y les rogó que les proporcionase, a él y a la Corte, el placer de oírle tocar uno de aquellos instrumentos. Sebastián se sentó, empezó a tocar, y más de uno debió sentir en lo más íntimo de su ser que, en aquel momento, había dos reyes en el Palacio. Después que Sebastián hubo probado todos los pianos de Silbermann, rogó al rey que le diese un tema para una fuga, a fin de improvisar sobre él. Su Majestad le dio el tema y él lo desarrolló al momento, con su manera viva y precisa, despertando el asombro del monarca.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+