En esa época había llegado Sebastián
al apogeo de su fama. Ya no viajaba; pero músicos de todas clases y de todos
los países se presentaban a su puerta y él los recibía con interés cariñoso y
con el deseo de ayudarlos y complacerlos. Manuel estaba en Berlín, al servicio
del rey de Prusia, y el soberano, gran amante de la música, manifestó a su
clavecinista el deseo de oír y ver a su famoso padre, el Cantor de Leipzig.
Manuel transmitió ese alto deseo a su padre, que recibió con gran
agradecimiento esa distinción real, pero que sentía muy pocas ganas de
emprender el viaje a Berlín y de someterse a la publicidad y a todas las
ceremonias. Sin embargo, cuando el rey manifestó su deseo más insistentemente,
comprendió que debía efectuar el viaje. Se puso, pues, en camino, pasando por
Halle, donde se encontró con Friedemann; llegó a Postdam un domingo al
oscurecer y se dirigió a casa de Manuel. Apenas llegado, cansado y sucio del
viaje, recibió la orden de presentarse ante el rey. No tuvo tiempo ni para
quitarse el vestido de viaje y ponerse la casaca negra de Cantor. El rey, que
siempre tuvo un carácter muy impaciente, después de haber esperado tanto
tiempo, no quiso aguardar ni media hora más. En Palacio iba a empezar el
habitual concierto nocturno, el rey tenía la flauta en la mano y la orquesta no
esperaba más que su señal para empezar, cuando entregaron al rey la lista de
los forasteros recién llegados. La leyó rápidamente y dijo con cierta emoción
en la voz:
-¡Señores, el viejo Bach ha llegado!
E, inmediatamente, mandó llamarle.
Sebastián, bastante excitado por el viaje y muy fatigado, tuvo que presentarse
al rey y pasar casi directamente, de la berlina en que había viajado, al lujoso
salón, ante una reunión selecta. Más tarde me contó lo hermoso y brillante que
era todo en Palacio. El salón de conciertos estaba adornado con grandes espejos
y esculturas, en parte doradas y en partes cubiertas de laca verde, el atril de
Su Majestad era de concha de tortuga con incrustaciones de plata muy artísticas.
También había allí un címbalo con pedales de plata, y los estuches de varios
instrumentos eran también del mismo precioso material que el atril del rey.
Sebastián se disculpó por el descuido de su indumento. Algunos de los señores y
damas de la corte no pudieron contener la sonrisa; pero el rey, según me contó
Friedemann, la reprimió con una mirada como un relámpago y trató a Sebastián
con esmerada cortesía. El rey era también músico y conocía la grandeza de
Sebastián, no dando, por ello, importancia al corte anticuado de su vestimenta.
El real concierto de flauta de aquella noche quedó suprimido, y Su Majestad no
representó más papel que el de oyente. Condujo a Sebastián por todos los
salones del palacio, le enseñó los siete pianos que le había construido
Silbermann y les rogó que les proporcionase, a él y a la Corte, el placer de
oírle tocar uno de aquellos instrumentos. Sebastián se sentó, empezó a tocar, y
más de uno debió sentir en lo más íntimo de su ser que, en aquel momento, había
dos reyes en el Palacio. Después que Sebastián hubo probado todos los pianos de
Silbermann, rogó al rey que le diese un tema para una fuga, a fin de improvisar
sobre él. Su Majestad le dio el tema y él lo desarrolló al momento, con su
manera viva y precisa, despertando el asombro del monarca.
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