por David Marcial Pérez
El viaje del dramaturgo maldito a México en los años 30 y su decisiva
influencia en el arte protagonizan una exposición en el Museo Tamayo
Antonin
Artaud vino a México a segarle los pies a la civilización occidental, a
colocar una bomba ahí abajo y volar por los aires los cimientos de la razón.
Una supuesta razón que, encarnada en los psiquiatras franceses, taladró hasta
el final a un esquelético Artaud con chutes de opio y sesiones de electroshock.
“Yo he venido a
México a reemplazar una civilización por otra, a reaccionar contra la
superstición del progreso, a buscar una nueva idea del hombre”, escribía al
poco de llegar, mayo de 1936, en las páginas del diario El Nacional, recuperadas ahora por el Museo Tamayo en una
exposición dedicada al periplo mexicano de uno de los grandes malditos, a sus
fuentes y su impacto en el arte contemporáneo. “Estuvo apenas nueve meses
—explica Andrés Valtierra, curador de la pinacoteca—, pero ese viaje ha sido un
detonador inmenso de obras y reflexiones artísticas que gravitan alrededor de
su universo”.
Cinco cuadros
alargados y verticales, desenrollados como los antiguos códices mesoamericanos,
muestran a pequeños humanoides danzando, haciendo contorsiones bajo rayos
negros o despeñándose al vacío. Su autora, la estadounidense Nancy Spero, una de las
exponentes del feminismo de los sesenta, estudió durante años la figura del
dramaturgo francés, sobre todo, añade Valtierra, “sus descripciones poéticas de
descomposición y fractura del cuerpo como metáfora de la construcción de la
propia identidad”. En otra sala hay dos tambores de guerra mexicas tallados con
forma de cocodrilo.
Cuando llegó a
México ya había roto con el surrealismo. Mientras Bretónse empeñaba en casarlo con el socialismo, para él debía parecerse más a “las
patadas del ser que dentro de nosotros lucha contra toda coerción, una interior
resurrección contra todas las formas del Padre”.
En 1933 había
escrito una pieza titulada La conquista de México,
concentrada en la procesión funeraria de Moctezuma, que nunca llegó a
representar. Dos años después sí subió a las tablas Los Cenci, uno de los
primeros esbozos del teatro de la crueldad:
sin apenas diálogos, muchos de ellos balbuceos o chillidos, vaciando la escena
de lenguaje para dejar que hable el cuerpo como en una violenta danza
primitiva. Aquello no duró ni dos semanas en la cartelera de París.
“Con ese fracaso
—explica el curador— y ese anhelo por lo ritual llega a México. A diferencia de
otros vanguardistas, más que la experiencia de la Revolución, él buscaba una
experiencia cósmica o mística, creía que había una cultura ancestral anterior a
la europea, un renacimiento de lo prehispánico y una expulsión de la cultura
europea y cristiana”.
Los tres días que pasé con los
tarahumaras fueron los más felices de mi vida
Malviviendo en la
capital, vendiendo algún texto a los periódicos, buscando refugio en amigos
como la pintora María Izquierdo o el escultor Luis Ortiz Monasterio, cansado de
arrastrarse por las esquinas para comprar opio, decidió emprender un viaje a
caballo hasta el norte, hasta la sierra de Chihuahua.
“No fui a México a
hacer un viaje de placer, fui a encontrarme con una raza que pudiera entender
mis ideas”, dejó escrito en Viaje al país de los Tarahumaras. La
“raza-principio” que vivía en “la montaña de los signos”, donde “los grandes
mitos antiguos vuelven a ser actuales” y “no existe pleitesía a un Dios” sino
“al principio trascendente de la naturaleza” que une “las fuerzas del Macho y
la Hembra, representadas por las raíces hermafroditas del peyote”.
El peyote, el
cactus alucinógeno y sagrado para algunas culturas prehispánicas que ayudó a
Artaud a “respirar un aire metafísico”, tiene su espacio en la exposición con
la obra de AbrahamCruzvillegas, uno de los artistas mexicanos más internacionales. Su Taller de los viernes, de 2016, es una serie de
cinco macetas con la planta mágica.
“Pasé dos o tres
días con los tarahumaras. Pienso que fueron los días más felices de mi vida”.
Ese es el título, Los tres días más felices de su vida,
que eligieron Rometti Costales, una pareja de artistas franco-ecuatorianos,
para montar unas pequeñas esculturas hechas con clips sobre fotografías de un
joven Artaud. Una de ellas dibuja un círculo sobre su cabeza como el aura de un
santo.
Con los labios
hundidos en las mandíbulas, los parpados cerrados y unos pómulos a punto de
reventar las mejillas. Así aparece un Antonin Artaud de bronce al comienzo de
la muestra. Es su máscara mortuoria, cedida por los herederos de Jean Paulhan,
editor y amigo que contribuyó al reconocimiento del autor de El teatro y su doble durante
los últimos años de su vida. Pese al postrero éxito, encerrado en un laberinto
de sanatorios, continuó su cruzada contra el lenguaje, se negaba a hablar y
solo se comunicaba con el balbuceo de los locos y los personajes de sus obras.
También seguiría
pintando hasta que murió en la cama, de una sobredosis en 1948. Sobre todo
autorretratos. Los hacía con cerrillas quemadas o machacando el lápiz
obsesivamente sobre papel. La exposición recoge uno del año antes de su muerte.
Una cabeza gigante como un globo de helio, una maraña negra de pelos y un puño
también gigante con el índice y el meñique extendidos, haciendo el gesto de los
cuernos. Artaud como un cantante de heavy metal, 30 años antes de que se
inventara el heavy metal.
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