domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (30)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 24)

-¡Oh! -exclamó el estudiante meneando la cabeza.

La ambiciosa respuesta de Rastignac contribuyó a que la vizcondesa se interesase vivamente por él. El meridional hacía su primer cálculo de ambicioso. Entre el gabinete azul de la señora de Restaud y el salón rosa de la señora de Béauseant, había aprendido tres años de ese derecho parisiense que no se menciona, aunque constituye una elevada jurisprudencia social que, bien aprendida y bien aplicada conduce a todas partes.

-¡Ah, ya voy entendiendo! -dijo Eugenio-. En su baile me fijé en la señora de Restaud y esta mañana fui a su casa.

-Ha debido usted molestarla mucho -dijo la señora de Béauseant sonriéndose.

-¡Oh, sí, soy un ignorante que me indispondré con todo el mundo si usted me niega su auxilio. Creo que es muy difícil encontrar en París una mujer joven, hermosa, elegante y rica que esté desocupada, y yo necesito una que me enseñe lo que ustedes, las mujeres, saben explicar tan bien: la vida. En todas partes encontraré un señor de Trailles. Venía, pues, a preguntarle la solución de un enigma, y a rogarle que me diga de qué naturaleza es la torpeza que cometí. Hablé allí de un tal papá

-La señora duquesa de Langeais -dijo Jaime cortando la palabra al estudiante, que hizo el gesto propio de un hombre violentamente contrariado.

-Si quiere usted salir airoso, en primer lugar, no sea tan violentamente demostrativo -le dijo la vizcondesa en voz baja-. ¡Hola, buenos días, querida mía! -dijo saliendo al encuentro de la duquesa cuyas manos estrechó con cariñosa efusión, la misma que hubiera podido demostrar a una hermana, y a la cual la duquesa respondió con los más graciosos mimos.

“He aquí dos buenas amigas”, se dijo Rastignac. “Desde hoy tendré dos protectoras. Estas dos mujeres deben tener los mismos sentimientos y tal vez la que ha entrado también se interese por mí.”

-¿A qué feliz casualidad debo la dicha de ver a usted, querida Antonieta? -dijo la señora de Béauseant.

-He visto entrar al señor de Adjuda-Pinto en casa de los Rochefide y he pensado que estaría usted sola.

La señora de Béauseant no se mordió los labios, no enrojeció, su mirada siguió siendo la misma y su frente pareció iluminarse mientras la duquesa pronunciaba estas fatales palabras.

-Si hubiera sabido que estaba usted ocupada… -añadió la duquesa volviéndose a Eugenio.

-El señor es Eugenio de Rastignac, uno de mis primos -dijo la vizcondesa-. ¿Ha tenido usted noticias del general Montriveau? Sérisy me dijo ayer que no lo veía en ninguna parte. ¿Ha recibido usted hoy su visita?

La duquesa, de la que se decía que había sido abandonada por el señor de Montriveau, de quien estaba perdidamente enamorada, sintió en el corazón toda la maldad de esta pregunta, y enrojeció al contestarle:

-Estaba ayer en el Elíseo.

-De servicio -dijo la señora de Béauseant.

-Clara, supongo que ya sabrá usted que mañana se publican las amonestaciones del matrimonio del señor Adjuda-Pînto con la señorita de Rochefide -repuso la duquesa despidiendo rabia por sus chispeantes ojos.

-¡Bah, esos son rumores que sólo creen los tontos! ¿Por qué ha de dar el señor de Adjuda a los Rochefide uno de los nombres más hermosos de Portugal? Los Rochefide son nombres de ayer.

-Pero, según se dice, Berta reunirá doscientos mil francos de renta.

-El señor de Adjuda es demasiado rico para hacer esos cálculos.

-Querida mía, la señorita Rochefide es encantadora.

-¡Ah!

-En fin, hoy come en su casa, y ya están pactadas las condiciones. Me extraña mucho que esté usted tan mal enterada.

-Conque, ¿qué tontería ha hecho usted, caballero? -dijo la señora de Béauseant-. Mi querida Antonieta, este muchacho empieza a frecuentar el mundo y no sabe lo que decimos. Sea usted buena con él y aplacemos para mañana la conversación. Además, mañana acaso sea todo oficial y usted podrá seguramente oficiosa.

La duquesa fijó en Eugenio una de esas miradas impertinentes que envuelven a un hombre de pie a cabeza, lo aplastan y lo ponen a cero grado…

-Señora, sin saberlo, he hundido un puñal en el corazón de la señora de Restaud. Sin saberlo, he aquí mi falta -dijo el estudiante, que con su agudeza había sabido ver los mordaces epigramas que ocultaban las afectuosas frases de aquellas mujeres-. Porque si se teme a la gente que hiere a sabiendas, el que hiere ignorando la profundidad de la herida que hace es considerado un necio, un desgraciado que no se aprovecha de nada, y todo el mundo lo desprecia.

La señora de Béuseant dirigió al estudiante una de esas miradas de agradecimiento y de dignidad que saben dirigir las grandes almas. Esta mirada fue como un bálsamo que curó la llaga que acababa de hacer en el estudiante la mirada de perito-tasador con que la duquesa lo había valuado.

-Figúrese usted -continuó diciendo Eugenio- que acababa de conquistarme la benevolencia del conde de Restaud, porque he de advertirle, señora -añadió volviéndose a la duquesa con aire humilde y malicioso a la vez-, he de advertirle que soy un infeliz estudiante, solo, pobre…

-Señor de Rastignac, no diga usted eso, nosotras las mujeres nunca queremos lo que nadie quiere.

-¡Bah! -dijo Eugenio-. Sólo tengo veintidós años y debo soportar las desgracias de la edad. Por otra parte, estoy confesándome y es imposible ponerse de rodillas en mejor confesionario: se cometen aquí los mismos pecados de que uno viene a acusarse.

La duquesa adoptó un aire frío al oír este discurso antirreligioso, cuyo mal gusto evitó diciéndole a la vizcondesa:

-El señor acaba de llegar.

La señora de Béauseant se rio francamente de su primo y de la duquesa.

-Sí, querida, acaba de llegar, y busca una institutriz que le enseñe el buen gusto.

-Señora duquesa -repuso Eugenio-, ¿no es natural que uno quiera iniciarse en los secretos de lo que le encanta? (“Vamos” -se dijo para sus adentros- “estoy seguro de que les estoy haciendo frases de peluquero.”)

-Pero la señora de Restaud, según creo, es ahora discípula del señor de Trailles -dijo la duquesa.

-Sí, señora, pero yo no sabía nada, y por eso me interpuse aturdidamente entre ellos -repuso el estudiante-. En fin, me había entendido bastante bien con el marido y era soportado a intervalos por la mujer, cuando se me ocurrió decirles que conocía a un hombre que acababa de ver salir por una escalera disimulada y que había besado a la condesa en el pasillo.

-¿Quién? -dijeron las dos mujeres.

-Un anciano que paga dos luises al mes en una pensión de los confines del arrabal de San Marcial, como yo, pobre estudiante; un verdadero desgraciado que es burla de todo el mundo y al cual llamaos papá Goriot.

-Pero, ¡qué chiquillada ha hecho usted! -exclamó la vizcondesa-. ¡Si la señora de Restaud se apellida Goriot!

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