UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 24)
-¡Oh! -exclamó el
estudiante meneando la cabeza.
La ambiciosa respuesta de
Rastignac contribuyó a que la vizcondesa se interesase vivamente por él. El
meridional hacía su primer cálculo de ambicioso. Entre el gabinete azul de la
señora de Restaud y el salón rosa de la señora de Béauseant, había aprendido
tres años de ese derecho parisiense que
no se menciona, aunque constituye una elevada jurisprudencia social que, bien
aprendida y bien aplicada conduce a todas partes.
-¡Ah, ya voy entendiendo!
-dijo Eugenio-. En su baile me fijé en la señora de Restaud y esta mañana fui a
su casa.
-Ha debido usted
molestarla mucho -dijo la señora de Béauseant sonriéndose.
-¡Oh, sí, soy un
ignorante que me indispondré con todo el mundo si usted me niega su auxilio.
Creo que es muy difícil encontrar en París una mujer joven, hermosa, elegante y
rica que esté desocupada, y yo necesito una que me enseñe lo que ustedes, las
mujeres, saben explicar tan bien: la vida. En todas partes encontraré un señor
de Trailles. Venía, pues, a preguntarle la solución de un enigma, y a rogarle que
me diga de qué naturaleza es la torpeza que cometí. Hablé allí de un tal papá…
-La señora duquesa de
Langeais -dijo Jaime cortando la palabra al estudiante, que hizo el gesto propio
de un hombre violentamente contrariado.
-Si quiere usted salir
airoso, en primer lugar, no sea tan violentamente demostrativo -le dijo la
vizcondesa en voz baja-. ¡Hola, buenos días, querida mía! -dijo saliendo al
encuentro de la duquesa cuyas manos estrechó con cariñosa efusión, la misma que
hubiera podido demostrar a una hermana, y a la cual la duquesa respondió con
los más graciosos mimos.
“He aquí dos buenas
amigas”, se dijo Rastignac. “Desde hoy tendré dos protectoras. Estas dos
mujeres deben tener los mismos sentimientos y tal vez la que ha entrado también
se interese por mí.”
-¿A qué feliz casualidad
debo la dicha de ver a usted, querida Antonieta? -dijo la señora de Béauseant.
-He visto entrar al señor
de Adjuda-Pinto en casa de los Rochefide y he pensado que estaría usted sola.
La señora de Béauseant no
se mordió los labios, no enrojeció, su mirada siguió siendo la misma y su
frente pareció iluminarse mientras la duquesa pronunciaba estas fatales
palabras.
-Si hubiera sabido que
estaba usted ocupada… -añadió la duquesa volviéndose a Eugenio.
-El señor es Eugenio de
Rastignac, uno de mis primos -dijo la vizcondesa-. ¿Ha tenido usted noticias
del general Montriveau? Sérisy me dijo ayer que no lo veía en ninguna parte. ¿Ha
recibido usted hoy su visita?
La duquesa, de la que se
decía que había sido abandonada por el señor de Montriveau, de quien estaba
perdidamente enamorada, sintió en el corazón toda la maldad de esta pregunta, y
enrojeció al contestarle:
-Estaba ayer en el
Elíseo.
-De servicio -dijo la
señora de Béauseant.
-Clara, supongo que ya
sabrá usted que mañana se publican las amonestaciones del matrimonio del señor
Adjuda-Pînto con la señorita de Rochefide -repuso la duquesa despidiendo rabia
por sus chispeantes ojos.
-¡Bah, esos son rumores
que sólo creen los tontos! ¿Por qué ha de dar el señor de Adjuda a los
Rochefide uno de los nombres más hermosos de Portugal? Los Rochefide son
nombres de ayer.
-Pero, según se dice,
Berta reunirá doscientos mil francos de renta.
-El señor de Adjuda es
demasiado rico para hacer esos cálculos.
-Querida mía, la señorita
Rochefide es encantadora.
-¡Ah!
-En fin, hoy come en su
casa, y ya están pactadas las condiciones. Me extraña mucho que esté usted tan
mal enterada.
-Conque, ¿qué tontería ha
hecho usted, caballero? -dijo la señora de Béauseant-. Mi querida Antonieta,
este muchacho empieza a frecuentar el mundo y no sabe lo que decimos. Sea usted
buena con él y aplacemos para mañana la conversación. Además, mañana acaso sea
todo oficial y usted podrá seguramente oficiosa.
La duquesa fijó en
Eugenio una de esas miradas impertinentes que envuelven a un hombre de pie a
cabeza, lo aplastan y lo ponen a cero grado…
-Señora, sin saberlo, he
hundido un puñal en el corazón de la señora de Restaud. Sin saberlo, he aquí mi
falta -dijo el estudiante, que con su agudeza había sabido ver los mordaces
epigramas que ocultaban las afectuosas frases de aquellas mujeres-. Porque si
se teme a la gente que hiere a sabiendas, el que hiere ignorando la profundidad
de la herida que hace es considerado un necio, un desgraciado que no se
aprovecha de nada, y todo el mundo lo desprecia.
La señora de Béuseant
dirigió al estudiante una de esas miradas de agradecimiento y de dignidad que
saben dirigir las grandes almas. Esta mirada fue como un bálsamo que curó la
llaga que acababa de hacer en el estudiante la mirada de perito-tasador con que
la duquesa lo había valuado.
-Figúrese usted -continuó
diciendo Eugenio- que acababa de conquistarme la benevolencia del conde de
Restaud, porque he de advertirle, señora -añadió volviéndose a la duquesa con
aire humilde y malicioso a la vez-, he de advertirle que soy un infeliz
estudiante, solo, pobre…
-Señor de Rastignac, no
diga usted eso, nosotras las mujeres nunca queremos lo que nadie quiere.
-¡Bah! -dijo Eugenio-.
Sólo tengo veintidós años y debo soportar las desgracias de la edad. Por otra
parte, estoy confesándome y es imposible ponerse de rodillas en mejor
confesionario: se cometen aquí los mismos pecados de que uno viene a acusarse.
La duquesa adoptó un aire
frío al oír este discurso antirreligioso, cuyo mal gusto evitó diciéndole a la
vizcondesa:
-El señor acaba de
llegar.
La señora de Béauseant se
rio francamente de su primo y de la duquesa.
-Sí, querida, acaba de
llegar, y busca una institutriz que le enseñe el buen gusto.
-Señora duquesa -repuso
Eugenio-, ¿no es natural que uno quiera iniciarse en los secretos de lo que le
encanta? (“Vamos” -se dijo para sus adentros- “estoy seguro de que les estoy
haciendo frases de peluquero.”)
-Pero la señora de
Restaud, según creo, es ahora discípula del señor de Trailles -dijo la duquesa.
-Sí, señora, pero yo no
sabía nada, y por eso me interpuse aturdidamente entre ellos -repuso el
estudiante-. En fin, me había entendido bastante bien con el marido y era
soportado a intervalos por la mujer, cuando se me ocurrió decirles que conocía
a un hombre que acababa de ver salir por una escalera disimulada y que había besado
a la condesa en el pasillo.
-¿Quién? -dijeron las dos
mujeres.
-Un anciano que paga dos
luises al mes en una pensión de los confines del arrabal de San Marcial, como
yo, pobre estudiante; un verdadero desgraciado que es burla de todo el mundo y
al cual llamaos papá Goriot.
-Pero, ¡qué chiquillada
ha hecho usted! -exclamó la vizcondesa-. ¡Si la señora de Restaud se apellida
Goriot!
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