El proceso de educar es sin lugar a dudas uno de los
más complejos y apasionantes a los que se enfrenta el ser humano. La educación
necesita de actores que se enfrenten a la ignorancia o la inexistencia absoluta
o parcial de cualquier forma de experiencia, con el ánimo de iluminar el
conocimiento ante las encrucijadas que requieran decisiones en el futuro y de
construir herramientas eficaces ante los retos que emanan del puro acto de
vivir.
Cada ser llegado al mundo, nace sin el discernimiento de lo que es bueno
o es malo y sin la capacidad de enfrentarse al dilema moral o ético que se
desprende de cada una de nuestras decisiones. Por ello, mientras la educación
técnica es acumulativa, pues no se necesita saber que antes de los trenes de
alta velocidad existieron los de vapor para entender el funcionamiento y el fin
de los primeros, el verdadero dilema es el que se desprende de la educación
ética y del reto que representa cada neonato ante la comunidad educativa,
social y familiar.
El sistema educativo en el que fuimos instruidos durante los años ochenta
y noventa por ejemplo, rara vez fue cuestionado por los que fuimos partícipes
de él. Las asignaturas y su materia eran impartidas casi con fe inquebrantable
por muchos profesores que rozaban sus días de jubilación con los dedos y otros
pocos que en su casi recién estrenada juventud, emprendían el camino vocacional
de formar generaciones amoldándose casi de manera autómata a los bandazos
que provocaban las diferentes leyes de educación, las cuales nacían y
morían al son de los cambios electorales de una democracia aun balbuceante.
Se nos alimentó en el discurso del esfuerzo y del “progresa
adecuadamente” como único camino para no ser estigmatizados socialmente en un
futuro angustioso, inhóspito y cruel que despellejaría vivo a aquellos que
vivían fustigados por los rapapolvos que los docentes les regalaban ante sus
pobres resultados académicos.
Ya entonces, atisbé en algunas ocasiones una fuerte atmósfera de
competitividad promulgada y alentada por un sistema que creía reconocer en ello
un modelo válido para hacernos híper eficientes y fomentar nuestras habilidades
adormecidas. Aquel sistema educativo, fomentó durante décadas el número ante la
letra y la memoria frente a el discernimiento. El problema físico ante el
problema psíquico, el conflicto productivo ante el conflicto creativo.
Los problemas matemáticos de trenes que salían de distintas estaciones a
una velocidad constante, las tablas de elementos periódicos, las raíces
cuadradas, las tablas demográficas, las fechas de conquistas y tratados o los
ríos de un entorno geográfico copaban prácticamente el porcentaje de las
materias impartidas que no dejaban apenas espacio para actividades que hicieran
ejercitar el proceso creativo. Todo esto sucedía en un entorno donde además, la
actividad artística era condenada a un feroz ostracismo e incluso menosprecio
por una comunidad que veía en ella una pérdida de tiempo al no ser evaluada ni
acreditada ni siquiera por el propio sistema educativo.
Quienes destacaban en las materias científicas, se apresuraban a mirar
con cierta condescendencia a aquellos que lo hacían en las asignaturas que
fomentaban el pensamiento crítico y filosófico. El manejo del número sobre las
letras y viceversa era de alguna manera, una fuente de la que se presuponía un
status que estratificaba al alumnado entre seres con un futuro provechoso y
seres con futuro incierto.
Es evidente que todas las ciencias están obligadas a convivir en un
sistema educativo coherente y que se requiere de su conocimiento para construir
una sociedad avanzada y moderna, pero desterrar de la educación reglada las
actividades artísticas y creativas, incluso menospreciarlas al dotarles de un
inferior grado de validez y compromiso con respecto a las demás, es un error
gravísimo que tendrá consecuencias nefastas a medio y largo plazo en
generaciones venideras.
Como decía el lúcido poeta Leopoldo María Panero en
aquel documento cinematográfico lleno de desencanto, “el colegio es una
institución sádica que básicamente sirve para hacernos olvidar la infancia”, esa
en la cual vivimos para una vez agotada, empezar a sobrevivir.
El colegio puso esa mecha de manera silenciosa como un primer escalón
para una sociedad encauzada hacia la productividad. En cada problema
matemático, en cada rio, en cada calificación, en cada bronca, atisbamos la
llama de esa sociedad productiva que ahora necesita de lo material como un bien
valor y que una vez adquirido, concede cierto estatus que cualifica al
ciudadano en el pódium del éxito social. El colegio ya nos enseñó a competir
entre nosotros, nos enseñó a aterirnos de miedo ante un hipotético futuro
fracaso, nos enseñó a acumular, a acotar, a memorizar, a sumar, a restar… Pero,
¿Nos enseñó adquirir la capacidad para innovar y desafiar ante los retos
constantes de la realidad que a todos nos tocaría vivir?
Quizás sea ya el colegio el primer estado-social donde la dicotomía
entre unos pocos posibles oligarcas y unos muchos posibles precariados, dibuja
sus primeros bocetos a vuela pluma pero con la destreza que guía el sistema del
capitalismo productivo en el que vivimos. Perpetuarlo es una necesidad para un
modelo basado en el consumo, y por ende, la educación es el pilar fundamental
para generar costumbres prefabricadas en el modo de ser y de pensar.
El sistema educativo académico y su vertebración tríada formada por
colegio, instituto y universidad, no solamente no ha conseguido zafarse de esta
ecuación, sino que además, se ha arrodillado indolente a un pensamiento
productivo que se alimenta de una obsesión casi enfermiza por el crecimiento y
el beneficio desmedido y no sostenible, la eficacia y la eficiencia como una
religión molecular que se ha convertido en un credo empresarial.
A menudo me cuestiono este modelo educativo que resta horas a las asignaturas
que producen y fomentan los procesos creativos y artísticos en pro de unas
materias que parecen enfocadas a generar una necesidad de producción en la que
el individuo es entrenado sistemáticamente en la necesidad de ser útil a través
de generar un beneficio palpable y servible a la empresa.
Si las escuelas y universidades, bajo esta tiranía de la educación
dirigida, se convierten en un primer foco de adoctrinamiento, entonces aquellos
que procuran moderar la capacidad crítica de la sociedad y por tanto la
posibilidad de los cambios, habrán triunfado una vez más. John Dewy, filósofo
social del siglo XX, ya abogó por una educación que llevara a la independencia
creativa. (John Dewey, The Need for a New Party (1931).
La educación no puede convertirse en un sistema burocratizado lleno de
informes, actas, cuestionarios y evaluaciones donde los profesores deban
incluir de manera detallada cada paso que se dará en el curso futuro. El futuro
es impredecible, como impredecible es cada uno de los alumnos que se sentarán
ante él. La burocracia administrativa es como una selva que enmaraña todo
convirtiendo al profesor en un instrumento más de sus propios intereses y que
le aparta y desmotiva sigilosamente de su verdadero camino vocacional.
Las entidades educativas deben ser promotoras a la hora de conseguir los
primeros desafíos que nos lleven a crear e innovar ajustándose a los grandes y
verdaderos problemas de la vida real y de los cambios socio-tecnológicos.
¿Por qué nunca nos enseñaron a amar, a reír, a comprender las emociones,
a hacer autocrítica, a componer, a hacer la compra, comprender un contrato o
distinguir un sesgo en una noticia?
En la Ilustración, el ideal educativo era este, el que busca la verdad
de la vida, porque la educación no puede ser únicamente un recital
cuantitativo, sino que debe hacernos capaces de encontrar el placer a través
del autodescubrimiento y la inquietud que alimentan la curiosidad.
Hay que despertar el hambre que sólo es saciada a través de la creatividad en
cualquier nivel para fabricar personas con propósitos, que se vean capaces de
hacer frente a los problemas que generará no sólo el ámbito laboral, sino el
imponderable camino que surge del recorrido de la vida día tras día, y que
puedan enfrentarlos a través de procesos creativos para desarrollar las mejores
soluciones.
Tanto si se lidera un equipo de trescientas personas como en las
decisiones domésticas, sólo una nueva revolución educativa que
de verdad tome conciencia sobre las cosas que pueden hacer de este mundo un
lugar mejor a través de un progreso social sostenible, involucrado con el
humanismo solidario y el respeto al entorno, puede salvarnos de una catástrofe
social.
La comunidad educativa debe revertir los procesos de deshumanización
materialista y convertir la docencia en un espacio de innovación consciente,
inteligente y coherente donde la colaboración sustituya a la competición además
de utilizar la creación a través de la actividad artística para desbancar la
coerción y poder construir sociedades más felices y solidarias a través de la
humanización de las materias, de los procesos y de los objetivos.
No sólo hay que transferir conocimiento, si no que una vez dado, hay que
someterlo a un cuidado proceso de discernimiento, de debate y de duda para que
se transforme en materia útil en el día a día: Se pueden explicar las causas de
la segunda guerra mundial, y después trasladarlas al entorno doméstico, para
darnos cuenta como la insolidaridad y el ego, pueden terminar siendo tanto
responsables de millones de muertos o el motivo de una discusión familiar que
dinamite la convivencia diaria.
Mientras tanto, seguiremos enfrascados en vacuos y estúpidos debates
sobre las cosas que nos ofenden porque las que realmente importan nos parecen
competencia de los demás.
Recuerden aquel famoso problema que enunciaba la salida de un tren desde
Zaragoza a una velocidad de 50km/h al mismo tiempo que otro tren salía en
dirección opuesta de Madrid a una velocidad de 40km/h ¿Recuerdan que nos
preguntaban a qué distancia de Zaragoza se encontrarían?
Esto me atormentó durante años, pero nunca llegué a entender que la
respuesta a este dilema podía ser ese ansiado número, o bien: “No lo sé, ni me
importa, pero enséñenme a comportarme en cualquiera de los vagones de ese
tren”.
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