DEL TEATRO BALINÉS (2)
Los balineses, que
cuentan con gestos y mímicas para todas las circunstancias de la vida, nos
restituyen el mérito superior de las convenciones teatrales, la eficacia y el
valor extremadamente emotivo de cierto número de convenciones perfectamente
aprendidas y sobre todo magistralmente aplicadas. Una de las razones de nuestro
placer ante este espectáculo sin fallas reside justamente en el uso que hacen
los actores en un instante determinado de una precisa cantidad de gestos
específicos, de mímicas bien ensayadas, y principalmente en el tono espiritual
dominante, en el estudio profundo y sutil que ha presidido la elaboración de
estos juegos de expresiones, estos signos eficaces que no parecen haber perdido
su poder luego de muchos milenios. Ese movimiento mecánico de los ojos, esos
fruncimientos de labios, esos espasmos musculares, de efectos metódicamente
calculados y que impiden recurrir a la improvisación espontánea, esas cabezas
que se mueven horizontalmente y que parecen rodar de un hombro a otro como rieles,
todo responde a necesidades psicológicas inmediatas, y además a una suerte de arquitectura
espiritual, formada por gestos y mímicas, pero también por el poder evocador de
un sistema, por la cualidad musical de un movimiento físico, por el acorde
paralelo y admirablemente fundido de un tono. Es posible que esto degrade a
nuestra concepción europea de la libertad escénica y la inspiración espontánea;
pero no se diga que esta matemática engendra sequedad ni uniformidad. Lo
maravilloso es que este espectáculo, dirigido con una minuciosidad y una
conciencia enloquecedoras, dé una impresión de riqueza, de fantasía, de
generosidad prodigalidad. Y las más imperiosas correspondencias unen perpetuamente
la vista y el oído, el intelecto y la sensibilidad, el gesto de un personaje y
la evocación del movimiento de una planta en el grito de un instrumento. Los
suspiros de un instrumento de viento prolongan las vibraciones de las cuerdas
vocales con una impresión tal de identidad que no sabemos si la voz misma se prolonga
o la identidad ha absorbido la voz desde el principio. Una armonía de
articulaciones, el ángulo musical del brazo con el antebrazo, un pie que cae,
una rodilla que se dobla, dedos que parecen separarse de la mano, todo es como
un juego perpetuo de espejos, donde los miembros humanos parecen emitir ecos,
músicas; donde las notas de la orquesta, los soplos de los instrumentos de
viento evocan la idea de una monstruosa pajarera donde aletearan los actores.
Nuestro teatro nunca imaginó esta metafísica de gestos, nunca supo emplear la
música con fines dramáticos tan inmediatos, tan concretos; nuestro teatro
puramente verbal ignora todo cuanto es teatro, todo cuanto existe en el aire de
la escena, todo cuanto ese aire mide y circunscribe, y tiene densidad en el
espacio: movimientos, formas, colores, vibraciones, actitudes, gritos; nuestro
teatro, en todo lo inconmensurable y que depende del poder de sugestión del
espíritu, podría pedir al balinés una lección de espiritualidad. Este teatro
puramente popular y no sagrado, nos da una idea extraordinaria del nivel
intelectual de un pueblo que adopta como fundamento de sus fiestas cívicas las
luchas de un alma presa de las larvas y los fantasmas del más allá. Pues en
verdad en la última parte del espectáculo la lucha es puramente interior. Y
cabe subrayar de paso el grado de suntuosidad teatral que los balineses han
logrado dar a esta lucha. Su sentido de las necesidades plásticas de la escena
sólo puede compararse con su conocimiento del miedo físico y los medios de
desencadenarlo. Y su demonio, en verdad aterrorizador, probablemente tibetano,
se parece sorprendentemente a cierto recordado fantoche, de hinchadas manos de
gelatina blanca y uñas de follaje verde, que era el más hermoso adorno de una
de las primeras piezas interpretadas por el teatro de Alfred Jarry.
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