El 13 de febrero de 1668, hace ahora 350 años, tuvo lugar la firma del
Tratado de Lisboa, que supuso la separación definitiva de los reinos españoles
y Portugal
por Agustín Monzón
“Señor, yo os traigo una dichosa nueva”, anunció Gaspar de Guzmán, el
conde-duque de Olivares, al encontrarse con el rey Felipe IV en las estancias del
Real Alcázar de Madrid, una mañana a principios de diciembre de 1640. “Vuestra
majestad acaba de ganar un gran ducado y muchas tierras bellas”, exclamó Guzmán
antes de aclarar al monarca la razón de sus palabras: “Es que el
duque de Bragança ha perdido el seso, pues se ha dejado engañar por una plebe
que le ha aclamado rey de Portugal; veis aquí todos sus bienes confiscados,
pues no hay otra cosa que hacer, sino reunirlos a vuestro dominio”.
Pocos podían imaginar entonces que el
13 de febrero de 1668, hace ahora 350 años, Gaspar de Haro y Guzmán, hijo de un
sobrino del conde-duque de Olivares, reconocería con su firma en el llamado
Tratado de Lisboa la independencia de Portugal. Aquella revuelta que había sido
presentada como una dichosa nueva, había significado, a la postre, la ruptura
de una unión que, como ha observado Rafael Valladares, había supuesto que España volviera a ser
Hispania.
Habían pasado 88 años desde que Felipe II reuniera sobre su cabeza las coronas de los tres reinos que se repartían la península ibérica, restableciendo -con ciertos límites- la unidad de estas tierras, tras más de cuatro siglos de independencia de Portugal.
A esa unión se había llegado “a la sombra de un desastre”, tal y como sugirió el célebre hispanista John Elliot, en referencia a la muerte sin descendencia del rey luso Sebastián, en la batalla de Alcazarquivir, en 1578. Pero lo cierto es que aquella era una integración hasta cierto punto forzada por las propias monarquías ibéricas, que habían ido trazándola durante años, a través de alianzas matrimoniales que ya estuvieron cerca de propiciarla varias décadas antes, entonces en la persona de Miguel de Avis, tal y como recuerda la profesora Elena Postigo en su contribución a Encuentros y desencuentros ibéricos. Tratados hispano-portugueses desde la Edad Media.
Así, en aquel año de 1580, Felipe II hizo valer sus derechos al trono luso, como hijo de Isabel de Portugal, para lo que contó con el apoyo de la nobleza y el alto clero. Pero sólo 60 años después, el 1 de diciembre de 1640, su nieto, Felipe IV, hubo de ver cómo sus súbditos de aquellas tierras se sublevaban contra su dominio y decidían tomar por rey al duque de Braganza, coronado con el nombre de Joao IV.
Este levantamiento, que dio origen a la llamada Restauración portuguesa, pudo resultar cualquier cosa menos sorprendente. En cierto modo, puede asumirse la idea sugerida por Valladares en su obra La rebelión de Portugal 1640-1680, de que la rebelión lusa se inició casi el mismo día que el rey Felipe reclamó sus derechos al trono portugués.
La coronación de un rey extranjero, que gobernaría el país desde una capital ajena como era Madrid, hubo de despertar lógicos recelos entre la población, que el monarca hispano trató de sortear comprometiéndose a respetar la independencia política y jurídica portuguesa, al estilo de como se hacía en el reino de Aragón. Pero si ya desde un inicio aquel pacto fue objeto de constantes violaciones por parte de la monarquía de los Austrias, la situación se agravaría desde la década de 1620, ante las políticas centralistas del conde-duque de Olivares.
En plena Guerra de los Treinta Años, los continuos desafíos bélicos a los que se enfrentaba la monarquía hispánica en los más diversos frentes obligaban a un dispendio económico que sólo podía sufragarse elevando las cargas fiscales de sus súbditos. Entre los portugueses iba calando la idea de que estaban pagando unas guerras que no les pertenecían a una corte ajena y que, además, hacía poco por cuidar sus posesiones, como demostraban los continuos ataques que sufrían las tierras brasileñas o los dominios portugueses en Asia.
Con todo y a pesar del creciente malestar, aquel país de apenas un millón y medio de habitantes, difícilmente podía pensar en desafiar el dominio de una España -embrionaria- que no sólo le quintuplicaba en población, sino que se mostraba aún entonces como uno de los grandes imperios de la historia.
La ocasión, sin embargo, la ofrecería un suceso inesperado. La rebelión de los catalanes en 1640 se vino a sumar a las diversas guerras que la monarquía hispánica venía manteniendo en Francia, Nápoles o Flandes, llevando la capacidad militar española a unos límites que hacían casi imposible pensar en dar una respuesta inmediata a la sublevación lusa de finales de aquel año.
Por eso, Felipe IV optó por priorizar otras luchas, mientras probaba a recuperar el control sobre Portugal azuzando divisiones internas y promoviendo conspiraciones contra el nuevo rey luso, que acabaron resultando infructuosas. En Madrid se imponía la idea de que, una vez se lograra estabilizar los demás frentes, imponerse a los rebeldes lusos no supondría un reto considerable. La confianza era tal que Felipe IV nunca dejó de intitularse rey de Portugal.
Pero aquellos cálculos iban fallando, conforme las distintas guerras en las que se hallaba inmersa la monarquía austracista se eternizaban. Así, durante las dos primeras décadas de guerra en Portugal, el conflicto se redujo a una serie de escaramuzas de escasa relevancia, que tan solo permitieron la conquista de plazas menores en la frontera, como Olivenza.
La lucha por el control de Portugal
Hubo que esperar a la década de 1660 para que España, una vez pacificada
la rebelión catalana y firmada la paz con Francia en la isla de los Faisanes,
se viera en condiciones de organizar una expedición de envergadura para
recuperar el control de Portugal. Sin embargo, las dos décadas transcurridas
desde el estallido de la rebelión habían permitido al nuevo Gobierno de Lisboa
prepararse para afrontar aquella acometida. La corte de Alfonso VI -rey desde
la muerte de su padre, Joao IV, en 1656-, sabedora de su incapacidad para
resistir por sí misma el embate de las fuerzas de Felipe IV, había tejido una
poderosa red de alianzas con las principales potencias europeas y, muy
especialmente, con Inglaterra, cuyo poderío naval resultaba clave para contener
las aspiraciones hispánicas.
Para ello, eso sí, Portugal había asumido un alto precio, en forma de
concesiones comerciales y territoriales, que cerca estuvieron de provocar una
rebelión interna para devolver el poder a Felipe IV. España, en cambio,
creyéndose aún en una posición de fuerza, se había mostrado siempre remisa a
ese tipo de entregas, lo que determinó que, a la hora de la verdad, se viera
sola en su lucha. Al fin y al cabo, ni a Inglaterra ni a Francia ni a las
Provincias Unidas les interesaba que los dos grandes imperios marítimos del
momento volvieran a unir sus fuerzas.
En esas circunstancias, las tropas hispánicas ejecutaron su mayor
operación en la primavera de 1663. El hijo bastardo del rey, Juan José de
Austria, héroe de la pacificación de Nápoles y Cataluña, se puso al frente de
un ejército compuesto por unos 18.000 infantes y 8.000 caballeros que,
penetrando a través de Extremadura, fueron rindiendo las distintas plazas
fronterizas hasta tomar, el 22 de mayo, la ciudad de Évora, la segunda más
importante del reino, que se situaba en una posición estratégica en la ruta
hacia Lisboa.
Aquella prometedora aventura
tornaría, no obstante, en desastre, tan sólo unas semanas después, cuando las
fuerzas anglo-portuguesas del Conde de Vila Flor lanzaron su contraataque en la
localidad de Estremoz y causaron cerca de 4.000 muertos y 2.500 heridos, a los
que había que sumar unos 3.500 presos, a las tropas castellanas. “Es fácil deducir que con el fracaso de aquella campaña se
diluyeron para siempre las ilusiones de recobrar Portugal”, escribe Valladares.
Aun así, el Gobierno de Madrid organizó nuevos intentos de penetración
en Portugal. Para entonces, más que una victoria definitiva, se buscaba
alcanzar una posición más ventajosa desde la que entablar “alguna conversación
decente y decorosa con aquel reino”, según dejaría escrito el propio Felipe IV.
Portugal llevaba años ofreciendo
negociaciones, pero la negativa española a aceptar su independencia había
frustrado cualquier intento. Para la Corte de Madrid, recuperar aquel reino
representaba una misión casi de subsistencia, pues como comentaría al rey el
marqués de Caracena, en 1661, “sin Portugal es casi imposible
que subsista la monarquía de vuestra majestad o, por lo menos, que vuelva a su
primera grandeza”.
De este modo, el propio marqués de Caracena condujo en la primavera de
1665 una nueva intentona que fija su objetivo en la simbólica plaza de
Villaviciosa, sede de los Bragança. Los portugueses, advertidos de los planes
españoles y notablemente asistidos por fuerzas inglesas, lograron reunir allí
el grueso de sus tropas. Una fuerza de unos 25.000 hombres que el 17 de junio
se enfrentó al ejército hispánico en la batalla de Montes Claros, la más
sangrienta de la guerra y que, tras ocho horas de contienda, se acabó
decantando del lado luso.
Pocos meses después de aquel desastre, la muerte de Felipe IV, que deja
como heredero a un niño enfermizo de apenas cuatro años -el futuro Carlos II-,
y la reanudación de las hostilidades con Francia en Flandes, hacen
prácticamente inviable continuar la lucha por Portugal.
Tras un tiempo de contemporización, a la espera de que algún movimiento
en el convulso tablero europeo propiciara la ocasión de alcanzar un arreglo
mejor, la regente Mariana de Austria se avino, a finales de 1667, a negociar la
paz.
En el documento firmado por Gaspar de
Haro y Guzmán aquel 13 de febrero de 1668, hace ahora 350 años, España aceptaba
el cese de todo tipo de hostilidades y reconocía la secesión del reino de Portugal.
Una frontera de unos 1.200 kilómetros volvía a dividir en dos los territorios
de la Península Ibérica. El sueño de revivir la antigua unidad de Hispania era,
definitivamente, historia.
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