Desde muy chiquita, Peque siente una
fascinante atracción por las campanillas de la enredadera del fondo.
Papá y mamá la observaban por la
ventana de la cocina bailándoles canciones de cuna a las flores cuando todavía
usaba pañales y aquella cola gorda más los torpes y graciosos giros
de sus danzas hacían reír a la familia.
María y Damián, un poco mayores, no
escatimaban burlas que Peque no comprendía.
Un día, a los siete años,
descubrió que si las cortaba y hacía un lindo ramo para el florero del
living, al poco rato se morían tristemente.
Entonces aprendió que era mejor
dejarlas en la planta y mirando el fondo claro de los cálices
les susurraba con besos pegados a los frágiles pétalos, cuentos fantásticos.
Les decía que las hadas las
usaban como mágicas copas para beber néctar, cuando cansadas de
bailar, se sentaban en el ramaje del monte.
Que las sílfides hacían rumorosas
polleras salpicadas de brillante rocío y se vestían de azules-violetas en
las fiestas de la luna llena.
Que duendes y elfos dormían
envueltos en las hechicerescas corolas y podían soñar
con aventuras extraordinarias vividas en antiguos reinos.
Cierta vez, la abuela le prestó, bajo
juramento de cuidado intensivo, un cuento encantado escrito por ella: El violinista del desván.
Era la historia de aquel pobre músico
que vivía casi encerrado en el desván y horrorizaba los
oídos de sus duendes custodios al querer tocar bellas melodías
rechinando las cuerdas del violín, hasta que pudo componer maravillas
cuando una mañana de primavera oyó por primera vez el tintinear
de las campanillas.
Después no solamente oía a las flores,
con ese raro don que pocos privilegiados poseen, sino a la creación entera
porque, al parecer, la naturaleza canta pero la mayoría de
nosotros no sabemos escucharla.
Así, salió del desván y fue a tocar
serenatas y baladas a la plaza del pueblo, asombrando a sus vecinos
que lo creían un poco loco.
Su música de miel atrajo a cuatro
compositores de diferentes nacionalidades que tenían la misma habilidad y los
cinco se fueron a recorrer el mundo con el fin de ayudar a la gente
interpretando las sinfonías sanadoras del universo. Ellos las llamaban Las músicas suaves de algodón.
Peque se puso a pensar de qué manera
misteriosa podría estar conectada al violinista y a su mutuo enamoramiento
por las campanillas.
La respuesta estaba en su abuela.
-¿Hace mucho que escribiste ese cuento?
-¡Ufff! Desde mucho antes que nacieran
tus hermanos y tú.
-¿De donde sacaste semejante fábula?
-Eso no se sabe nunca. Las palabras
vienen y se quedan obligándome a escribirlas. Si no, se ofenden y se
marchan o me taladran el alma hasta que les hago caso.
-¿Igual que el violinista
que pudo componer música al oír las flores?
-¡Ah! ¡Igual! ¡Adoro a ese
personaje! Me parece que lo ideé en honor del abuelo que vino de
Suiza. Sus nietos lo adoraban y contaban que era casi un santo. Si le
pedían que tocara el violín, los complacía gustoso, pero
antes imitaba para ellos el canto de muchos pájaros. Él también amaba
las campanillas azul-violeta.
¡Allí estaba la respuesta
esperada!
De alguna manera desconocida, Peque
heredó aquel amor e imaginó a su antepasado a la luz de una lámpara
que proyectaba en la pared su alta y delgada sombra, rodeado de
chiquilines que escuchaban el amor venido de las estrellas al
calor del fuego de la chimenea.
Así de alto y flaco
era ese otro violinista del desván.
En las mañanas celestes, Peque se
sienta en su silla petisa y, encendida de sol, les lee el cuento a las
campanillas hasta que lo aprende con los ojos cerrados:
-Me gusta este capítulo. Y esta parte
también es adorable.
-Tenés razón, che. en realidad...
-No me busques, mocosa, dejate de repetir eso como una bobalicona.
-¿Y ahora copiás la palabra preferida
de Rocío cuándo se enoja?
-Sip y callate la boca.
-Tamos.
Su mamá, siempre atenta a protegerlos,
en lo posible, de los dolores del mundo, le recomienda:
-Acordate, hijita, que en otoño
no habrá más flores.
-Síp. Le devolveré las
páginas a mi abuela porque me sé el cuento de memoria y a las chicas les
va a encantar.
-Invitalas a tomar el té.
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