domingo

PAPÁ GORIOT (27) - HONORÉ DE BALZAC


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 21)

Cuando llegó a la puerta de calle, el cochero de un vehículo de alquiler, que sin duda venía de conducir a dos recién casados y que deseaba robar a su amo algunas carreras de contrabando, hizo una seña a Eugenio al verlo sin paraguas, con levita negra, guantes amarillos y botas lustradas. Eugenio estaba bajo el dominio de esas rabias sordas que empujan a un joven a hundirse cada vez más en el abismo en que ha entrado, como si esperase encontrar allí una buena salida. Aceptó el ofrecimiento del cochero con un movimiento de cabeza. Sin tener más de veintidós céntimos en el bolsillo, subió al coche, donde algunas flores de azahar y algunos hilos plateados confirmaban que había servido de vehículo a dos recién casados.

-¿Adónde va el señor? -le preguntó el cochero, que no llevaba ya sus guantes blancos.

-¡Caramba! -se dijo Eugenio-, ya que me hundo es preciso al menos que esto me sirva de algo.

-Vaya usted al palacio de Beauséant -añadió en voz alta.

-¿A cuál? -dijo el cochero.

Pregunta sublime que confundió a Eugenio. Este elegante inédito no sabía aun que había dos palacios de Beauséant, e ignoraba qué rico era en parientes que no se ocupaban de él.

-Al del vizconde Beauséant, calle de…

-De Grenelle -dijo el cochero meneando la cabeza e interrumpiéndolo-. Es que además hay el palacio del conde y del marqués de Beauséant, situado en la calle de Santo Domingo… -añadió levantando el estribo.

-Ya lo sé -respondió Eugenio con sequedad.

Parece que todo el mundo se empeña en burlarse hoy de mí -se dijo arrojando el sombrero sobre el asiento de adelante-. He aquí una salida que va a costarme un ojo de la cara; pero al menos visitaré a mi prima de una manera sólidamente aristocrática. Ese maldito Goriot me cuesta ya lo menos diez francos. Pero le contaré mi aventura a la señora de Beauséant y tal vez la haga reír. Ella debe saber el misterio de las relaciones criminales de ese viejo estúpido con la condesa. Vale más agradar a mi prima que estrellarse contra esa mujer inmoral, que me parece muy cara. Si el nombre de la hermosa vizcondesa es tan poderoso, ¿qué peso no tendrá su persona? Dirijámonos a la más alta. Cuando se ataca al cielo, debe apuntarse a Dios.

Estas palabras son la fórmula breve de los mil pensamientos que ocupaban la mente del joven. Se distrajo un poco viendo llover y se dijo que si iba a disipar dos de las preciosas monedas de cinco francos que le quedaban, lo haría felizmente por la conservación de su traje, de sus botas y de su sombrero. No sin cierta hilaridad, Eugenio oyó que su cochero gritaba: “¡La puerta, por favor!” y que un criado con librea roja y dorada hacía girar los goznes de la puerta principal del palacio. Con dulce satisfacción, Rastignac vio que el coche atravesaba el patio y se detenía ante la escalera. El cochero, con su gran hopalanda azul bordada de rojo, desplegó el estribo. Al bajar del coche, Eugenio oyó risas ahogadas que salían del peristilo. Tres o cuatro criados se habían divertido ya a costa de su coche de boda vulgar. Aquellas risas iluminaron al estudiante, el cual las comprendió al comparar su vehículo con uno de los cupés más elegantes de París, tirado por dos piafantes caballos, con rosas en las orejas, que mordían sus frenos, y que un cochero de peluca empolvada y magnífica corbata sostenía de las riendas para que no se escaparan. En la calzada de Antin, la señora de Restaud tenía en el patio de su casa el elegante cabriolé del hombre de veintiséis años. En el barrio de Saint-Germain, un coche con tronco de más de treinta mil francos esperaba a un lujoso gran señor.

-¿Quién estará aquí? -se preguntó Eugenio comprendiendo un poco tarde que debía haber pocas mujeres en París que no estuviesen ocupadas, y que la conquista de una de aquellas reinas costaba más cara que la sangre-. ¡Diantre! ¿Tendrá también mi prima su Máximo?

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