UNA PENSIÓN BURGUESA (1
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Cuando llegó a la puerta
de calle, el cochero de un vehículo de alquiler, que sin duda venía de conducir
a dos recién casados y que deseaba robar a su amo algunas carreras de
contrabando, hizo una seña a Eugenio al verlo sin paraguas, con levita negra,
guantes amarillos y botas lustradas. Eugenio estaba bajo el dominio de esas
rabias sordas que empujan a un joven a hundirse cada vez más en el abismo en que
ha entrado, como si esperase encontrar allí una buena salida. Aceptó el
ofrecimiento del cochero con un movimiento de cabeza. Sin tener más de
veintidós céntimos en el bolsillo, subió al coche, donde algunas flores de
azahar y algunos hilos plateados confirmaban que había servido de vehículo a
dos recién casados.
-¿Adónde va el señor? -le
preguntó el cochero, que no llevaba ya sus guantes blancos.
-¡Caramba! -se dijo
Eugenio-, ya que me hundo es preciso al menos que esto me sirva de algo.
-Vaya usted al palacio de
Beauséant -añadió en voz alta.
-¿A cuál? -dijo el
cochero.
Pregunta sublime que
confundió a Eugenio. Este elegante inédito no sabía aun que había dos palacios
de Beauséant, e ignoraba qué rico era en parientes que no se ocupaban de él.
-Al del vizconde
Beauséant, calle de…
-De Grenelle -dijo el
cochero meneando la cabeza e interrumpiéndolo-. Es que además hay el palacio
del conde y del marqués de Beauséant, situado en la calle de Santo Domingo…
-añadió levantando el estribo.
-Ya lo sé -respondió
Eugenio con sequedad.
Parece que todo el mundo
se empeña en burlarse hoy de mí -se dijo arrojando el sombrero sobre el asiento
de adelante-. He aquí una salida que va a costarme un ojo de la cara; pero al
menos visitaré a mi prima de una manera sólidamente aristocrática. Ese maldito
Goriot me cuesta ya lo menos diez francos. Pero le contaré mi aventura a la
señora de Beauséant y tal vez la haga reír. Ella debe saber el misterio de las
relaciones criminales de ese viejo estúpido con la condesa. Vale más agradar a
mi prima que estrellarse contra esa mujer inmoral, que me parece muy cara. Si
el nombre de la hermosa vizcondesa es tan poderoso, ¿qué peso no tendrá su
persona? Dirijámonos a la más alta. Cuando se ataca al cielo, debe apuntarse a
Dios.
Estas palabras son la fórmula
breve de los mil pensamientos que ocupaban la mente del joven. Se distrajo un
poco viendo llover y se dijo que si iba a disipar dos de las preciosas monedas
de cinco francos que le quedaban, lo haría felizmente por la conservación de su
traje, de sus botas y de su sombrero. No sin cierta hilaridad, Eugenio oyó que
su cochero gritaba: “¡La puerta, por
favor!” y que un criado con librea roja y dorada hacía girar los goznes de
la puerta principal del palacio. Con dulce satisfacción, Rastignac vio que el
coche atravesaba el patio y se detenía ante la escalera. El cochero, con su
gran hopalanda azul bordada de rojo, desplegó el estribo. Al bajar del coche,
Eugenio oyó risas ahogadas que salían del peristilo. Tres o cuatro criados se
habían divertido ya a costa de su coche de boda vulgar. Aquellas risas
iluminaron al estudiante, el cual las comprendió al comparar su vehículo con
uno de los cupés más elegantes de París, tirado por dos piafantes caballos, con
rosas en las orejas, que mordían sus frenos, y que un cochero de peluca empolvada
y magnífica corbata sostenía de las riendas para que no se escaparan. En la
calzada de Antin, la señora de Restaud tenía en el patio de su casa el elegante
cabriolé del hombre de veintiséis años. En el barrio de Saint-Germain, un coche
con tronco de más de treinta mil francos esperaba a un lujoso gran señor.
-¿Quién estará aquí? -se
preguntó Eugenio comprendiendo un poco tarde que debía haber pocas mujeres en
París que no estuviesen ocupadas, y que la conquista de una de aquellas reinas
costaba más cara que la sangre-. ¡Diantre! ¿Tendrá también mi prima su Máximo?
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