domingo

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN (55) - CARLOS CASTANEDA


PRIMERA PARTE “LAS ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)

VI (4)

Tomó su barra de hueso y cortó dos líneas horizontales en la superficie de la pasta, dividiendo así el contenido de la olla en tres partes iguales. Luego, empezando en el centro de la línea superior, trazó una raya vertical perpendicular a las otras dos, dividiendo la pasta en cinco partes. Señaló el área inferior de la derecha y dijo que era para mi pie izquierdo. El área encima de esa era para mi pierna izquierda. La parte superior, la más grande, era para mis genitales. La que seguía hacia abajo, del lado izquierdo, era para mi pierna derecha, y el área inferior izquierda para mi pie derecho. Me dijo que aplicara la parte destinada al pie izquierdo en la planta del pie y la frotara a conciencia. Luego me guió en la aplicación de la pasta a la parte interior de toda mi pierna izquierda, a mis genitales, hacia abajo por toda la parte interior de la pierna derecha, y finalmente a la planta del pie derecho.

Seguí sus instrucciones. La pasta estaba fría y tenía un olor particularmente fuerte. Al terminar de aplicarla me enderecé. El olor de la mezcla entraba en mi nariz. Me estaba sofocando. El olor acre literalmente me asfixiaba. Era como un gas de algún tipo. Traté de respirar por la boca y traté de hablarle a don Juan, pero no pude.

Don Juan me miraba con fijeza. Di un paso hacia él. Mis piernas eran como de hule y largas, extremadamente largas. Di otro paso. Las junturas de mis rodillas parecían tener resorte, como una garrocha para salto de altura; se sacudían y vibraban y se contraían elásticamente. Avancé. El movimiento de mi cuerpo era lento y tembloroso: más bien un estremecimiento ascendente y hacia adelante. Bajé la mirada y vi a don Juan sentado debajo de mí: muy por debajo de mí. El impulso me hizo dar otro paso, aun más largo y elástico que el precedente. Y entonces me elevé. Recuerdo haber descendido una vez; entonces empujé con ambos pies, salté hacia atrás y me deslicé bocarriba. Veía el cielo oscuro sobre mí, y las nubes que pasaban a mi lado. Moví el cuerpo a tirones para ver hacia abajo. Vi la nada oscura de las montañas. Mi velocidad era extraordinaria. Tenía los brazos fijos, plegados contra los flancos. Mi cabeza era la unidad directriz. Manteniéndola echada hacia atrás, describía yo círculos verticales. Cambiaba de dirección moviendo la cabeza hacia un lado. Disfrutaba de libertad y ligereza como nunca antes había conocido. La maravillosa oscuridad me producía un sentimiento de tristeza, de añoranza tal vez. Era como haber hallado un sitio al cual correspondía: la oscuridad de la noche. Traté de mirar en torno, pero todo cuanto percibía era que la noche estaba serena, y sin embargo pletórica de poder.

De pronto supe que era hora de bajar; fue como recibir una orden que debía obedecer. Y empecé a descender como una pluma, con movimientos laterales. Ese tipo de trayectoria me hacía sentir enfermo. Era lento y a sacudidas, como si estuvieran bajándome con poleas. Me dio náusea. Mi cabeza estallaba a causa de un dolor torturante en extremo. Una especie de negrura me envolvía. Tenía mucha conciencia del sentimiento de hallarme suspendido en ella.

Lo siguiente que recuerdo es la sensación de despertar. Estaba en mi cama, en mi propio cuarto. Me senté. Y la imagen de mi cuarto se disolvió. Me levanté. ¡Estaba desnudo! Al ponerme en pie, volvió la náusea.

Reconocí algunos puntos de referencia. Me encontraba a menos de un kilómetro de la casa de don Juan, cerca del sitio de sus daturas. De pronto todo encajó donde le correspondía y me di cuenta de que debería regresar caminando hasta la casa, desnudo. Hallarme privado de ropa era una profunda desventaja psicológica, pero nada podía yo hacer para resolver el problema. Pensé en improvisarme una falda con ramas, pero la idea parecía ridícula y además pronto amanecería, pues el crepúsculo matutino ya estaba claro. Olvidé mi incomodidad y mi náusea y eché a andar rumbo a la casa. Me obsesionaba el temor de ser descubierto. Iba a la expectativa de gente o perros. Traté de correr, pero me herí los pies en las piedritas agudas. Caminé despacio. Ya había clareado mucho. Entonces vi a alguien acercarse por el camino, y rápidamente salté tras los matorrales. La situación me parecía de lo más incongruente. Un momento antes me hallaba disfrutando el increíble placer de volar; al minuto siguiente estaba escondido, avergonzado de mi propia desnudez. Pensé en saltar de nuevo al camino y correr con todas mis fuerzas pasando junto a la persona que se acercaba. Pensé que se sobresaltaría tanto que, cuando advirtiera que se trataba de un hombre desnudo, yo ya la habría dejado muy atrás. Pensé todo eso, pero no me atrevía a moverme.

La persona que venía por el camino estaba casi junto a mí y se detuvo. La oí decir mi nombre. Era don Juan, y traía mi ropa. Riendo, me miró vestirme; rio tanto que acabé por reír también yo.

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