domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (26)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 20)

-Mire usted, querida mía, la tierra en que vive el señor no está lejos de Verteuil, y su tío y mi abuelo se conocieron.

-Encantada de estar entre gente conocida -dijo la condesa distraída.

-Más de lo que usted se figura -le dijo en voz baja Eugenio.

-¡Cómo! -se apresuró a decir ella.

-Sí. Porque acabo de ver salir de su casa a un señor que vive en la misma pensión que yo, frente a mi cuarto, papá Goriot -repuso el estudiante.

Al oír ese nombre precedido de la palabra papá, el conde, que atizaba el fuego, dejó caer las tenazas de sus manos como si le quemasen, y se levantó.

-Caballero, podía usted haber dicho el señor Goriot -exclamó.

En un principio, la condesa palideció al ver la impaciencia de su marido, y después se sonrojó, permaneciendo azorada. Exclamó con voz que quiso hacer que fuera natural y con aire falsamente desenvuelto:

-No podía usted conocer a persona que apreciásemos más. -Se interrumpió, miró el piano como si se despertarse en ella algún capricho, y dijo: -¿Le gusta a usted la música, señor?

-Mucho -respondió Eugenio, que se había puesto encarnado y que pasaba grandes apuros ante la idea de haber cometido una torpeza.

-¿Canta usted? -le preguntó la condesa sentándose al piano y atacando violentamente todas las teclas, desde el do de un extremo hasta el fa del otro. Rrrrrr.

-No, señora.

El conde de Restaud medía el salón a grandes pasos.

-Es lástima, porque se ve usted privado de un gran medio de éxito. Ca-aro, ca-a-ro, ca-a-aaro, non dubitare -cantó la condesa.

Pronunciando el nombre de papá Goriot, Eugenio había dado un golpe de varita mágica, cuyo efecto era inverso al que habían producido las palabras “pariente de la señora de Beauséant”, y se encontraba en una situación análoga a la del hombre que, introducido por favor en casa de un aficionado a las curiosidades, tropieza, por descuido, con un armario lleno de figuras esculpidas. Hubiera querido que se lo tragara la tierra. La cara de la señora de Restaud permanecía fría e indiferente, y sus ojos evitaban las miradas del torpe estudiante.

-Señora -dijo este-, tiene usted que hablar con el señor de Restaud; dígnese recibir mis respetos y permítame…

-Siempre que venga usted -dijo precipitadamente la condesa interrumpiendo a Eugenio con un gesto- tenga la seguridad de que nos causará un verdadero placer, lo mismo al señor Restaud que a mí.

Eugenio dirigió un profundo saludo a los dos esposos y salió seguido del señor de Restaud, el cual lo acompañó hasta la antesala, a pesar de sus protestas.

-Ni la señora ni yo estamos en casa cuando el señor vuelva a presentarse -dijo después el conde a Mauricio.

Cuando Eugenio puso el pie en la escalinata exterior, notó que llovía. “Vamos”, se dijo, “he venido a cometer una torpeza cuya causa e importancia desconozco y, por si esto no fuera bastante, ahora voy a estropearme el traje y el sombrero. Debería permanecer en un rincón cultivando el Derecho, pensando únicamente en llegar a ser magistrado. ¿Puedo acaso frecuentar el mundo necesitándose, como se necesita, cabriolé, botas lustradas, cadena de oro, guantes de gamo por la mañana, que cuestan seis francos, y guantes amarillos por la noche? ¡Vaya al diablo ese extravagante de papá Goriot!

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