domingo

EL GRITO (2) - RICARDO AROCENA


(Una novela de amor, pasión y muerte en tiempos de la Patria Vieja)

Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

El lugar es visitado por gauchos, peones, indios, soldados, hijos de familia, jóvenes y viejos, que escapan a las fatigas del día para disfrutar de los naipes, dados y otros juegos. El ganador o quien así lo quiera, puede comprar ropas y mercaderías y otras “ofertas”. En suma, como todas, también en Mercedes la pulpería socializa y encuentra. Y en aquel momento particular, para bien o para mal, hace soltar las lenguas. Fortalecidos por el beberaje, las guitarreadas y los encuentros, los criollos despachan sus entripados y por supuesto comentan. Correa prefiere no hacerlo y a la salida del Bar encara a los más allegados:

-Hay que actuar con sigilo. Tengo que conversar a varios desertores del cuerpo para que se presenten… Y a otros paisanos que conozco de confianza.

Había que comenzar a actuar. Y sus interlocutores aceptan la idea. Pero los tres son conscientes de las carencias. No hay armas, no tienen un plan general, ni preparación militar, ni la más mínima organización.

-No hay otra alternativa que sorprender de noche a la Guardia, cuando se sepa de cierto que se aproxima a paso el Cuerpo de Ejército de Don Martín Rodríguez -le retruca Jacinto Gallardo, un paisano alto y fornido.

-Y pasar todos los botes y canoas, para que a su llegada no estén entorpeciendo el paisaje- agrega pensativo el paisano Cecilio Guzmán.

Nunca sabrían cómo ocurrió. Puede que fuera algún allegado de los que estaban en el secreto, un traidor, o cualquiera que los escuchó, o le pareció sospechosa su conducta, la cosa es que alguien se apersona ante las autoridades españolas, para denunciar que hay gente complotada.

-Correa tiene partidarios a favor de Buenos Aires. Cuenta con sesenta hombres en el Monte y esta noche va a avanzar al pueblo y a pasar a degüello a todo europeo.

El chisme corre como fuego más allá de la guarnición española. Y la respuesta militar es inmediata:

-¡Que salgan dos partidas por las calles de cuarenta hombres cada una. Y que otra más pequeña se oculte junto a la Casa de Correa, para observarle los movimientos! -truena el comandante exasperado.

También a él lo tienen desquiciado la incertidumbre y los rumores sobre avances militares y levantamientos. Prácticamente no pasa un día que no le lleguen, obligándolo a estar alerta.

Ajeno a lo que lo rodea Correa disfruta la noche que todo lo envuelve, ocultando cualquier rastro de vida. Es momento de pasiones y encuentros, de llegadas y despedidas, de juramentos y suspiros. La sombra, apenas herida por la tenue luz de los faroles y de las estrellas, parece un lienzo gigante capaz de recoger gestos, reproches, discusiones, promesas y mentiras. Para el Alférez es momento de aflojar tensiones, pero, acostumbrado a la penumbra, unos movimientos entre los pastos lo inquietan y con precaución mira por la ventana.

-Tzchip, Tzip, Tic.

No lo ve pero siente al chingolo despedir el día y respira más tranquilo. Repentinamente, acallando la cadencia nocturna, lo alcanza un incomparable alboroto, que le llega del pueblo. Golpes, gritos y amenazas rompen la paz de la noche veraniega. A su alrededor todo enloquece, enloquece la gente que sale de su casa apenas vestida, enloquecen los gurises despertados por los gritos, enloquecen los perros con sus ladridos. La tierra resuena como un tambor por el trote de los caballos y el espanto paraliza a la población, que ya no puede volver a conciliar el sueño. Desde donde está a Correa le parece que unas sinuosas sombras acechan su vivienda, pero desecha la idea.

-Han de ser los cipreses que se zarandean, por el soplo que llega del río -murmura para sí.

En el bar, el desasosiego de la noche fue durante un tiempo tema obligado. Un par de días después, estando presentes algunos de los soldados que participaron de la bravata, varios parroquianos que no pueden ocultar su ira, les recriminan sin miedo.

-Todo fue por Correa -responde uno de los soldados, circunspecto. Y entonces cuenta de las acusaciones y lo que las autoridades sospechaban. Y agrega: -Uno de los integrantes de la partida, que se había ocultado,entre los árboles, cerca de la casa, quiso dispararle, pero fue contenido por el resto. Y al día siguiente el Comandante hizo un chasque a Colonia para informar lo que por vagas noticias se había enterado, pero el gobierno mandó que se descubriese algún dato para asegurarse la verdad de aquel informe, con el que daría providencia de mandarlo preso a Correa.

Cuando le comentan los dichos, el Alférez recuerda el movimiento de los cipreses y, supersticioso, la despedida del chingolo. Y se dice:

-Hay que acelerar los pasos.

***

Las provocaciones no hacen otra cosa que exacerbar los ya crispados ánimos. En el bar, en la Iglesia, en las reuniones familiares, el odio al español va creciendo. Nada lo aplaca, pero el tan mentado Rodríguez sigue sin aparecer y los vecinos continúan mirando al río.

-No llegó todavía el momento -se calman mutuamente.

Luego del incidente, Correa se vuelve más taimado y mañoso y evita opinar en lugares que no le parecen convenientes. Por eso es muy cuidadoso cuando lo encara Pedro Viera, un vecino de Biscocho, una región invadida por rocas calcáreas, gravas, arcillas y limos.

Sin vueltas el visitante le espeta:

-Sé que quiere avanzar al pueblo.

El Alférez lo mide. Por su trabajo, tiene experiencia en examinar a la gente. Mientras Viera habla, va adivinando que es un hombre resuelto, que tiene unos treinta años, y que por el acento seguramente es portugués. Le cae bien, pero dada la situación, contesta con evasivas.

-Yo tengo veintiocho hombres de confianza para ayudarlo -lo tienta el viajero.

No es algo como para desechar dada la situación, por eso Correa procura penetrar en sus intenciones y para lograrlo inventa obstáculos, que su interlocutor va sorteando. Es un duelo de palabras y miradas, de suspicacias por un lado y de tanteos y franqueza por el otro. Viera se muestra activo, inteligente, de franca y exhuberante conversación y con un espíritu llano, liberal. Parece un hombre bueno y justo, pero como se sabe las apariencias suelen engañar.

-Todo lo da llano y fácil -ríe más tranquilo Correa, que aunque le dice que cuente con él, no está dispuesto a mostrar todas las cartas. -Mis enfermedades no me permiten apersonarme, hágalo usted. Con mucho silencio vaya convocando toda la gente que pueda, que cuando sea tiempo le avisaré. Pero cuando baje a hablarme hágalo de día y no de noche, por los espectadores que tengo desde que oscurece.

Viera lo mira en parte satisfecho. Tiene experiencia en las lides de la guerra y así se lo hace saber a Correa. Lenguaraz como pocos, y para terminar de ganarse su confianza, le cuenta que cuando los lusobrasileños se hicieron de las Misiones Orientales, había prestado servicios en el ejército de los Chimangos riograndenses, con el que había tomado contacto con poblaciones de origen hispano y que luego de desertar optó por quedarse en Montevideo, en donde se había enterado de la caída de Buenos Aires en manos inglesas. Y con un guiño cómplice finalmente abre su corazón para decirle que está radicado en Santo Domingo de Soriano con su mujer Juana Chacón Álvarez, con quien hacía menos de un año había tenido un hijo, al que bautizó Celedonio. Dicho esto, sube al caballo y golpeando con entusiasmo las ancas del animal, sale como un rayo rumbo a sus pagos, para retornar al hogar aunque también para informar a los demás criollos de lo acordado.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+