Claribel
Alegría tomó desde la adolescencia el
oficio de la poesía como el asunto de su vida, de manera que puedo decir de
ella que vivió en estado poético hasta el último día, sin dudar un instante de
que aquel había sido siempre su destino.
Un destino que la convirtió en hija de dos países a la vez, pues nació
en Estelí, en el norte de Nicaragua. Hija de un médico, Daniel Alegría, a quien
las circunstancias políticas siempre anormales en Nicaragua lo hicieron irse a
vivir a Santa Ana, en El Salvador, donde ella creció como salvadoreña. Por eso
hablaba siempre de que tenía una patria, y una matria.
Fue discípula de Juan Ramón Jiménez en Washington, cuando empezaba sus
estudios universitarios, y él fue, sin decírselo, apartando los poemas que ella
le enseñaba, para entregárselos de vuelta, debidamente mecanografiados por su
esposa Zenobia, diciéndole que allí tenía su primer libro.
Su padre, enemigo de las intervenciones yanquis en Nicaragua, llevando
sus ardores antiimperialistas al extremo, hizo prometer a sus dos hijas que jamás
se casarían con un gringo. Fue lo primero que hicieron. El elegido por
Claribel, Bud Flaknoll era todo lo contrario del americano feo. Diplomático que
empezaba su carrera en el Departamento de Estado, renunció en protesta por las
políticas de injerencia de Estados Unidos.
Conocemos a Claribel más por su poesía, cada libro es una señal en el
tiempo de lo que fueron las distintas etapas de su vida. Pero junto con Bud
escribió al alimón una novela que resultó finalista del Premio Seix
Barral, Cenizas del Izalco, que gira alrededor de la masacre de
miles de indígenas que el dictador esotérico Maximiliano Hernández Martínez
perpetró a mansalva en El Salvador, un país de suerte tan desgraciada en su
historia como Nicaragua.
Vivió en Washington, en Santiago de Chile, en París, y muchos de sus
mejores años transcurrieron en Deyá, en la isla de Mallorca, donde Bud y ella
compraron una vieja casa campesina que remozaron. Un día, mientras ambos
clavaban duelas subidos al techo, pasó por la callejuela Robert Graves llevando
su compra del mercado en una bolsa de mano. “¿Usted es Robert Graves?”, le
gritó Claribel desde arriba, enarbolando el martillo. “Sí”, respondió él,
haciendo visera con la mano. “¿Y ustedes quiénes son?".
Esa noche tomaron una botella de vino los tres juntos en la salita aún
llena de ripios y ladrillos, y se hicieron amigos entrañables desde entonces. Y
Deyá fue también el lugar de los veranos felices de Carlos Fuentes, Mario
Vargas Llosa y Julio Cortázar, a quien Claribel saludaba cada mañana de ventana
a ventana. Uno de sus mejores libros en prosa sigue siendo, para mí, Pueblo de Dios y de Mandinga, una crónica lúdica y
llena de ardides y sorpresas sobre la vida pueblerina de Deyá.
Claribel nunca dejó de ensayar novedades en su voz poética, que fue
siempre una voz íntima, donde vida y muerte fueron hermanas gemelas. Y tras el
deceso de Bud, años atrás en Nicaragua, la presencia del marido y camarada de
aventuras y viajes ya nunca dejó de teñir su poesía, porque nunca se fue de su
lado.
Dos poetas muy jóvenes que la admiraron mucho, Ulises Juárez Polanco y
Francisco Ruiz Udiel, muertos tempranamente, dieron en llamarla "Su
Majestad", y así acabamos llamándola todos. Su Majestad, nuestra reina de
la poesía.
Fuimos vecinos desde muchos años atrás, y la mejor hora de vernos era a
las cinco de la tarde, en su pequeño jardín donde la encontraba sentada
esperando a sus visitas ya con su vaso de ron en la mano, siempre dispuesta a
reír, ingeniosa en las bromas y cáustica frente a lo que no le gustaba. Y
cuando no me llamaba por teléfono, siempre estaban allí sus mensajes
electrónicos. La edad nunca le hizo mella. Claribel era el nombre para una
mujer joven y nunca traicionó su apellido, Alegría.
Hasta Cartagena de Indias me llega el aviso de que Su Majestad, a quien
creía y quería inmortal, ha muerto. Qué otro remedio que consolarme con su
inmensa e indeleble poesía.
(EL PAÍS / 27-1-2018)
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