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ROSARIO PEYROU - LA PASIÓN Y EL RIGOR


(Texto incluido en el catálogo de la exposición antológica Guillermo Fernández: la travesía de un maestro, Museo Nacional de Artes Visuales / 19 de octubre 2017 – 28 de enero de 2018)       
  
Desde Torres García, pocos creadores han ejercido un influjo tan fuerte en la formación de generaciones de artistas plásticos y dejado su huella en el desarrollo de la pintura, la cerámica, el diseño y la escultura nacionales como Guillermo Fernández. Sin embargo como artista cultivó un bajo perfil y -salvo para los especialistas o para quienes lo trataron de cerca- pudo pasar durante mucho tiempo poco menos que inadvertido, dedicado a su obra, a la investigación y a la docencia con la austeridad de un cartujo y la pasión de un adolescente. La notoriedad nunca pareció interesarle. Era, en ese sentido, un distraído y a la vez un apasionado, curioso observador de su entorno.
  
Tenía veinte años cuando se acercó al Taller Torres García. Antes había sido un dibujante precoz y autodidacta fascinado por los caricaturistas rioplatenses de las primeras décadas del siglo XX, y había conocido a los clásicos de la pintura en la biblioteca de su tío, el historiador y cronista Fernández Saldaña. En el Taller, con Alceu Ribeiro, Augusto Torres, Francisco Matto, Horacio Torres y José Gurvich, se acercó a la idea de estructura y a las reglas de construcción que están en la base de una comunicación visual coherente.
  
En es etapa asimiló los elementos que serían medulares para su obra: con todos los talleristas, el rigor y la idea de unidad visual como condición imprescindible; con Augusto Torres, el interés por la lección de los grandes maestros de la pintura; con Gurvich, la búsqueda de un sentido trascendente del arte y, a la vez, la libertad de invención. Solía contare que Gurvich le había dicho alguna vez: “Tenés que encontrarle un pensamiento a tu dibujo de expresión”. Y a eso se dedicó con dosis iguales de entusiasmo y paciencia.
  
A la muerte de Torres, hubo quienes se anquilosaron en las ideas constructivas del maestro, mientras otros, con la mochila del taller a la espalda, salieron en busca de sus caminos personales. Guillermo fue de estos últimos: nunca se sintió un rebelde frente a las enseñanzas del Taller, pero sin renegar de Torres García buscó su manera personal con la avidez del que sabe que en eso se juega el sentido del oficio y de la propia vida.
  
Mirado en perspectiva, es conmovedor el modo como se lanzó a la aventura de encontrar un camino suyo, no imitativo, más allá de las modas efímeras. Se sumergía de ese modo en una disyuntiva que está en el centro de nuestra cultura como país periférico: el dilema entre la mera imitación de las novedades importadas y la búsqueda de una manera singular, abierta al mundo y sin folclorismos superficiales, pero resultado de la propia indagación. Eso que vio con claridad Torres García cuando apuntó que nuestro Norte debía ser el Sur. Y que, de otro modo, también estableció Borges, cuando nos definió a los rioplatenses, en tanto creadores, como herederos legítimos de todas las tradiciones.
  
En esa búsqueda, Guillermo Fernández se dedicó de lleno al estudio de las manifestaciones más variadas de la tradición de las artes visuales (desde los primitivos de África, Asia y América Latina, a la pintura japonesa y los distintos estilos europeos), como habían hecho algunos de los primeros modernos en su pelea contra el clasicismo del siglo XIX. En 1954, en una conferencia sobre Leonardo da Vinci, escuchó a José Bergamín citar a Juan de Jáuregui, quien, al referirse a los talleres sevillanos del siglo XVII, describió el proceso por el que estos artistas no copiaban los datos de la realidad, sino que los transformaban en ritmos, en líneas funcionales a un diseño, lo que finalmente fue distintivo de lo que llamamos barroco. Esa conferencia despertó en Guillermo un interés especial por los procedimientos constructivos del barroco, de manera que se dedicó a investigar “con papel sulfito, lápiz y goma”, como le gustaba decir, ese diseño que está en la base de los cuadros de Rembrandt, Velázquez, Poussin, o Rubens, y en la pintura monumental de Tiépolo. A través de esa tarea que llamaba “deletreo”, llegó a la confirmación de que hay en la obra de estos artistas un sistema que les permitió la mayor diversidad; porque no se trata de meras fórmulas, sino de mecanismos sintéticos que hacen posible una expresión variadísima, “incluso más variada que la de los mismos modernos”, me dijo en una entrevista de 2004. Eso confirmaba y ampliaba la visión de Torres de que antes de la conformación de cualquier estilo de expresión existen ciertas reglas, de asociación, contraste, oposición, que coinciden con nuestra percepción óptica.  Como han estudiado los psicólogos de la Gestalt -solía recordar Guillermo-, nuestro psiquismo estructura su acción según modelos de orden visual que coinciden con esas leyes gráficas: “Todos sintetizamos de la misma forma los mismos hechos visuales en forma natural, así como la música no se escucha nota a nota, sino como una melodía, en una síntesis no racional”. Eso es lo que diferencia las artes visuales genuinas de la mala representación imitativa. Porque esa “gramática visual”, anterior a los distintos estilos, está en toda manifestación artística eficiente. Ya lo había dicho Juan Gris, aunque usara otras palabras: “Si en el sistema me alejo de todo arte idealista y naturalista, en el método no quiero evadirme del Louvre; mi método es el método de siempre, el que los maestros emplearon; se trata de los medios, que con constantes”.
  
El estudio del barroco fue para Guillermo un descubrimiento que iluminó de diversas maneras su propia obra, su tarea docente y su concepción sobre el sentido del arte. Y aquí confluyen tanto la prédica de Torres García como la obsesiones que compartió con Methol Ferré, uno de sus interlocutores fundamentales: porque si Torres se interesaba por el arte americano  primitivo, por la búsqueda de Sur que nos definiría, Fernández se interesó también en la herencia cultural del barroco venido de España y Portugal y su mestizaje en América Latina, tanto en la arquitectura de México, de Brasil o del Perú, como en las artesanías de las misiones jesuíticas, y hasta en la literatura, desde la gauchesca al realismo mágico. De ahí su entusiasmo por La expresión americana del cubano José Lezama Lima.
  
Hijo de liberales batllistas, sospecho que Fernández se convirtió al cristianismo a través del arte, tal vez atraído por el poder integrador y comunicante que lo sagrado dio al arte de todos los tiempos en comparación con lo que llamó “la desolación de la laicidad” en la cultura contemporánea. Esa inquietud había nacido probablemente de lo que Torres echaba en falta en la cultura de la modernidad. El maestro veía el arte europeo de su tiempo como un mundo que había cerrado un ciclo, a causa del individualismo, el mercado, el nihilismo y la exigencia de “la novedad”, y en consecuencia aspiraba a encontrar algo equivalente a las artes sagradas, aquello que veía en el romántico, en al arte bizantino, en el egipcio y en las artes precolombinas. Su Universalismo Constructivo había sido un intento en esa dirección.
  
Esa aspiración humanizadora y trascendente del arte, capaz de comunicar, como la música, lo que no puede decirse de otra manera, alimentó la obra de Guillermo. Los primeros retratos que trabajan la luz, los estupendos abstractos de los años sesenta, las maderas, las tintas “a la manera japonesa” que pueden verse en esta muestra, las ilustraciones y las figuraciones de los últimos años están imantados por una fuerte capacidad comunicativa. Es un privilegio que esta exposición permita ver una selección amplia de esa variada, imaginativa y a la vez sólida trayectoria, que culmina con las figuras que rescatan de algún modo aquella fascinación adolescente por la ilustración y la caricatura rioplatenses. Retratos surgidos en su mayoría de asociaciones lineales y rítmicas más que una búsqueda del “parecido” con el modelo, pero “encontrados” en el proceso del trabajo. Como ha señalado Juan Fló, “si aislamos fragmentos de sus cuadros vemos hasta qué punto no son reconocibles en ellos formas representativas, sino un sistema muy complejo de ritmos”. Ese método, atento más al sistema rítmico que a la mera reproducción de la realidad, consigue, sin embargo, gracias a la capacidad expresiva del trazo de Guillermo y muchas veces a su ironía, a un humor soterrado y a una capacidad poética que le era natural, atrapar “el alma” de lo representado.
  
Esa serie testimonia además su constante interés y su amor por la literatura. Con sus “Paquitos” sucede lo que él decía a propósito de Daumier y de Sábat: sus figuras han terminado por sustituir en la memoria del público la imagen fotográfica del modelo. De modo que Espínola ya es, para quienes no lo conocieron, el perfil de los estupendos retratos que de él hizo Guillermo.
  
Porque además de un apasionado de la Historia, Guillermo Fernández era dueño de una sólida cultura literaria que abarcaba desde los grandes clásicos a los uruguayos contemporáneos. Admirador de Onetti, a quien retrató, tuvo una especial sintonía con el mundo imaginativo de Felisberto Hernández, con esa manera de indagar la realidad con ojos nuevos, buscando su sentido último, más allá de “lo que se sabe”. El título de la exposición de 2006, Tierras de la memoria -una serie donde figuras históricas, religiosas y de la literatura conseguían un fuerte poder evocativo- fue tomado de Felisberto Hernández. Era además un refinado consumidor de poesía, tan atraído por la imaginería y la riqueza sonora de Herrera y Reissig como por la hondura de César Vallejo, o la naturaleza mágica de Marosa di Giorgio que -se me ocurre- le traería el recuerdo de las historias que había escuchado de niño de boca de su abuela sobre el mundo de las meigas de la mitología gallega y asturiana.
  
En los años noventa, en El País Cultural tuvimos la suerte de contar con su colaboración para ilustrar algunas notas de tapa del suplemento. Con entusiasmo nos fue acercando unos notables retratos de Rimbaud, Verlaine, Montaigne, Lautréamont, Vallejo, además de Juana de Ibarbourou, Marosa, el infaltable Espínola y L. S. Garini, entre algunos otros. Le divertía el oficio de ilustrar, que ya había ejercido para afiches, programas del Cineclub, para El Diario o un suplemento de Acción. También había hecho ilustraciones para libros, entre las que sobresalen las del Saltoncito de Espínola, por encargo de Alberto Oreggioni. No es raro entonces que en una encuesta que publicó el suplemento Cultural en 1999 sobre los nombres del siglo XX que habían sido importantes para cada uno de los artistas consultados, Guillermo haya incluido en su selección, entre Torres García, Toulouse Lautrec, Grosz, Kokoschka y Paul Klee, a Florencio Molina Campos.
  
Esa apertura, ese interés, variado y desprejuiciado, singularizó también su actividad docente, con la que Guillermo Fernández formó y dio impulso a varias generaciones de artistas visuales. Su taller no fue una escuela, en el sentido en el sentido de que allí no se impuso nunca un estilo. Enseñó en realidad una gramática visual “pre-estilística”, mediante ejercicios de asociación, paralelismo, convergencia, contraste, traslación, rotación, color, que impulsaban a “encontrar” relaciones no previstas de antemano. Desde su tarea docente en el Taller Torres García, luego en Paysandú, en sus clases en Enseñanza Secundaria y en su propio taller que abrió en 1961 y continuó hasta su muerte, buscó mediante las enseñanzas del lenguaje visual impulsar a los alumnos a organizar su propia expresividad. Por eso en el taller trabajaba con cada uno de forma individual, atento a las condiciones personales, a los procesos de aprendizaje, a los distintos intereses. Conseguía gracias a su notorio carisma, su sólida cultura, un talante cálido y lleno de humor, y sus excepcionales dotes de narrador oral, un ambiente de trabajo que todos recuerdan con nostalgia. Especialmente en los años de dictadura, el taller de Guillermo fue un espacio de creación, de diálogo y libertad del que todos dan testimonio. Enseñaba a ver pintura, mostraba ejemplos de los maestros clásicos y modernos -nunca lo hacía con sus propios trabajos- enseñaba a “leerlos” y quienes fuimos en algún período a sus clases sentimos que se nos abría otra manera de mirar y de apreciar lo que en primera instancia había sido solo deslumbramiento. Tenía un método, un amplio repertorio de ejercicios para trabajar en el plano aquellas reglas visuales que nos son comunes a todos y ponerlas en juego de manera creativa. Tal vez por eso sus alumnos no se parecen entre sí. “Si nuestros padres son quienes nos traen al mundo -escribió Pablo Bruera después de su muerte-, Guillermo tiene muchos hijos en el mundo del arte (…) todos somos un poco obra de Guillermo”. Como “un maestro y un padre” lo define también Fermín Hontou, que asegura que con él aprendió “a relativizar, sin negar, las lecciones de Torres García y a conocer otras fuentes de inspiración”, además de valorizar su vocación primera de dibujante de caricaturas e historietas. “Honesto, solidario, generoso y locuaz, un ojo afinado y calibrado como pocos, me dejó muchas enseñanzas y un vacío imposible de llenar, escribió Arotxa. Y Martín Mendizábal: “Su taller era más bien un taller de ideas, un lugar de intercambio, un ámbito de pensamiento, en una época donde el miedo estaba a la vuelta de la esquina”. “Enseñaba a pensar con los ojos”, dijo, en una exacta definición, Ernesto Vila.
  
Juan Fló, que fue su amigo desde la adolescencia, se ha referido con admiración a “la valentía con la cual se entregó con “obstinado rigor” a seguir el camino más arduo, más exigente y más creativo. “En medio de la situación crítica que viven las artes visuales -escribió Fló- tan lejanas del heroísmo, creo que el ejemplo de Guillermo Fernández es una forma poderosa de magisterio que lo sobrevive y que nos resulta imprescindible atender”.
  
En los archivos de Guillermo hay montones de papeles y papelitos con apuntes, citas de pensadores, de poetas, de artistas plásticos, y muchas reflexiones, que escribía para sí y que dan testimonio de lo encarnizado de su pelea para hacer un arte que tuviera pensamiento y sentido. En uno, amarillento y escrito con tinta verde y trazo nervioso-que no resisto la tentación de transcribir en parte- todavía se lee:
  
Quise ser valiente en esa búsqueda del origen (del lenguaje, del presente, del sentido) para traerles desde allí, algo verdadero (…) Para hacerles recordar un pasado que no han vivido pero que va a ser cierto en “vuestra memoria” para siempre. (…) Inventarles un destino que no existió nunca pero que se vuelve verdad. Por la mirada, en la memoria (como el Larsen de Onetti o los signos de Don Joaquín). Un destino organizado lleno de sitios precisos y piezas ajustadas, que yo he tejido para estar junto a vosotros -¡para amarlos, carajo!-. Para que esta sombría maravilla de vivir nos junte. Para eso cinché, no la para la Gloria puta (la Glorieta).
  
Quise ser valiente y conocí todo el miedo de que soy capaz -¡la pucha, qué viaje feo!...- pero no puedo arrepentirme de la tentativa que me fue revelando mi propio corazón: su bajeza, alguna luz y el lenguaje de la materia. El estar cerca de todos…
  

Perdón, Guillermo, por hurgar en tus papeles íntimos.

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