domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (76) - ESTHER MEYNEL


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Manuel, al que su padre tuvo al principio la intención de hacer estudiar Filosofía y Derecho, ardía de tal modo en la pasión de los Bach por la música, que no tuvo más remedio que seguir las huellas de su padre, lo que hizo con aplicación y resultados maravillosos. Su carrera siguió una curva ascendente, tranquila y regular. A la edad de veintiséis años entró al servicio del muy musical rey Federico de Prusia, cuando este no era todavía más que kronprinz, y es hoy todavía el acompañante de su real señor. Contaba muchas veces, con gran orgullo, que después de la subida del kronprinz al trono, había tenido en Charlottenburgo el alto honor de acompañar al nuevo rey en su primer solo de flauta. Por el puesto oficial de Manuel en la corte de Prusia, pudo Sebastián tocar su música ante el rey, que sabía comprenderla y apreciarla.

El tercer hijo de Sebastián, Bernardo, fue organista de Mülhausen, en el mismo puesto que, muchos años antes, había ocupado su padre. Cuando Sebastián se enteró que había allí una vacante de organista, escribió una carta al Consejo en la que le pedía su apoyo “para que se realizaran sus deseos y su hijo fuese feliz”. Pero el pobre Bernardo no vivió mucho; peregrinó por el mundo y, durante algún tiempo, ni siquiera supimos dónde estaba, lo que nos causó honda pena. Contrajo muchas deudas y murió en Jena.

De los tres hijos de Sebastián y míos, dos de ellos se hicieron músicos, y el tercero, que era el que le causaba mayores satisfacciones, a pesar de ser todavía un niño, le consoló de la ausencia de los demás y casi llegó a ocupar en su corazón el lugar de Friedemann; era el menor de nuestros hijos, Juan Cristián. Tenía quince años cuando Sebastián murió, y a él le dejó tres de sus mejores clavicordios. Sebastián había llegado ya a los cincuenta años cuando nació Juan Cristián y, desde los primeros días, sintió un amor especial por ese niño, cuyo talento era tan brillante como pudiera serlo el de cualquiera de sus otros hijos, siendo a la vez vivo, amable e inteligente. Desde que echó a andar seguía a su padre a todas partes como un perrito, le tiraba de los faldones y le pedía constantemente que le diese lecciones de música y papel pautado. Fue para Sebastián la alegría de su corazón y el consuelo de sus ojos, y yo sentía un placer especial al verlos juntos. La vida trae bastantes desilusiones, y algunas de ellas nos las causan los hijos; mas nuestro Juan Cristián fue un verdadero don de Dios y trajo a la vida declinante de su padre una luz nueva, con su juventud, su amabilidad y su talento. Sebastián, en el curso de su existencia, condujo a muchísimos jóvenes por el complicado laberinto de la música, pero no creo que dirigiese a nadie con mayor alegría que a su benjamín.

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