domingo

LA CARRETA (ÚLTIMA ENTREGA) - ENRIQUE AMORIM



XV (6)

Marcelino Chaves frunció el ceño cuando se cruzó con su compañero de faena, que arreaba al “Bichoco”, al “Colorao” y al “Indio”, junto con otros bueyes “pampas”. El viejo tropero se dio cuenta de que en el descampado de “Las Tunas” la carreta había tomado otro rumbo.

Atravesó el “Paso Hondo” con el agua a la cincha, rozando la superficie con la suela de las botas.

Enderezó hacia la carreta, murmurando entre dientes:

-¡Pícaro turco, me ha reventau!

La concurrencia al campamento había sido numerosa, a juzgar por el caminito sinuoso que a ella conducía. Su caballo andaba en él como por senda conocida.

La carreta había echado raíces. Las ruedas, tiradas a un lado, sólo conservaban los restos de uno que otro rayo. Las llantas, estiradas, habían sido transformadas en recios tirantes. El pértigo, clavado en el suelo de punta, hacía de palenque. La carreta habíase convertido en rancho.

Se asomó a una portezuela. Detrás de un pequeño mostrador, sonreía el turco Abtaham José.

El extranjero alzó los ojos mirando al recién llegado por entre la espesura de sus cejas. La “brasilerita” invitó a Chaves a sentarse. Tras unas palabras incoherentes, Brandina terminó:

-Sí… Así es… Y Petronila, ¿sabe?, se jué con el sargento… Al otro día del entierro se jué… Brandina frotaba un frasquito de agua de olor con su falda mugrienta.

-¡Canejo, podían haber esperau! ¡No estaba tan enclenque la carreta!...

Rosita aprobó el parecer.

A Chaves no le faltaron ganas de echarse sobre el turco, pero se contuvo. Ya no había nada que hacerle: la carreta se había detenido para siempre.

Escupiendo y rezongando, el viejo se alejó, seguido de Rosita. Ella había comprendido las intenciones del tropero. Y no quería terminar allí…

Sin muchas palabras de preparación, después de un “¡Che, Rosita!”, Chaves le propuso:

-¿Querés venir conmigo p’al Brasil? Te yevo…

-Güeno -respondió sumisamente-. Aceto…

-Aprontate, andá, hacé un atau de ropa y vamo…

Chaves aguardaba recostado al palenque. Mientras tanto afirmó el recado, se acomodó las bombachas y el poncho, y se puso a sacarle punta a un “palito” con su facón. Cuando apareció Rosita, preparada para marchar, envainó el arma, llevándose el “palito” a la boca.

Partieron. La última mirada de Chaves fue más de asco que de odio:

-¡Quedarse empantanaos así! ¡Turco pícaro! -dijo entre dientes-. ¡Gringo tenía que ser!

Rosita, sobre la grupa, iba acomodándose la pollera verde. Era baquiana para ir en ancas.

Siguieron al trote, por el callejón, siempre hacia el norte. Las lechuzas revoloteaban sobre sus cabezas. El paso de los caminantes era festejado por los teros. Ni la mujer ni el viejo dieron vuelta la cara para mirar los restos del carretón. Tenían bastante con las leguas que distaban desde las patas del caballo hasta el brumoso horizonte. Mordiendo el ”palito” que llevaba en la boca, el viejo tropero iba diciéndole:

-Nos agarrará la noche en lo de Perico, más o menos…

Y Rosita respondía:

-Sí…

-Mañana almorzaremos en lo del tuerto Cabrera… ¿sabés?

-Sí…

-Ayí tengo un cabayo, el tubiano; el tubiano, ¿te acordás? Pa vos… Andaremos mejor…

-Sí…

Y Rosita dormitaba con los cabellos caídos sobre la cara.

-Después veremos lo que si hace. ¿Entendés? Ya veremos…

-Sí…

Aquella vida le pertenecía.

El tropero, taloneaba el caballo. La mujer balbuceaba unos “sí” que parecían caérsele de los labios, como una entrecortada baba de buey… Sí, sí, sí… goteaban las respuestas.

La bestia andaba al tranco entre las piedras. El chocar del rebenque en las botas del tropero marcaba el paso del caballo. Bajo un violento vuelo de teros, el viejo Marcelino Chaves, con su pañuelo negro, y Rosita, con los cabellos en desorden, siguieron por el camino interminable, bajo el claro signo de un cielo altísimo y azul. La luz del ocaso empezó a dorar las ancas del caballo y las espaldas encorvadas de la mujer.

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