domingo

LA CARRETA (54) - ENRIQUE AMORIM


XIII (5)                                   

Una noche quemó con sus ayudantes una damajuana de caña. El viejo Farías se mantenía alerta. Jerónimo ante la vecindad de las tropas revolucionarias olvidó el agravio de Matacabayo. Culpó al rubio Carlitos, que los tenía en jaque con la obsesión de las mujeres.

Por fin, los residuos de los fogones eran recientes. Matacabayo anunció la víspera del encuentro. Vieron frescas huellas de carretas -sin duda del parque revolucionario- y el rastro salpicado de las caballerías.

Carlitos no se había dejado ver en la Picada. No bien rumbearon las carretas, cortó camino por las cuchillas y en unos cardales primero, y más tarde entre los marcos divisorios, tuvo fugaces encuentros con paisanos rebeldes de uno y otro bando, huidos de los rancheríos dispuestos a vivir a monte, a campo abierto. El gaucho perdido y el chúcaro que se esconde; el que no quiere pelear por ninguna causa, pero capaz de hacerse matar por un sobrepuesto cojinillo; el rebelde porque sí, el montaraz atento a la aventura. Por ellos supo que iban a ser derrotados los revolucionarios, y que la treta consistía en dejarlos entrar en el país para exterminarlos. Por el último rebelde que descubrió en un abra mirando el río, uno que lo creyó del gobierno y le apuntó con su revólver, supo más que por los restantes. El caudillo revolucionario, que días antes había cruzado la frontera, creíase seguro en su tierra. Esperaba víveres, pólvora y caballadas, y marchaba al encuentro de la tropa de carretas.

Carlitos sabía con toda certeza dónde se hallaban Matacabayo y los suyos. Los había seguido a la distancia con la misma ansiedad, creyendo ver en la carreta solitaria, asomada tristemente a la huella, a una mujer que bien podía ser su novia. A lo lejos, allá por las cuchillas, azuladas al atardecer, y entre los arreboles crepusculares, la carreta de Matacabayo aparecía magnificada. Alta presencia en la desolada inmensidad.

Luego, la noche se le escamoteaba, hasta que las primeras luces volvían a ofrecérsela trepando las sierras.

Y una tarde anubarrada, gris en el cielo y verde húmedo por los valles, se dibujó en el horizonte la caballería gubernista, batallón disciplinado empenachando los cerros. La caballada pareja, la línea de hombres recortada en el cielo, marchando en fila, indicaba a las claras que eran tropas del Gobierno. Seguían lentamente al encuentro de la noche que manaba de los cerros. El rubio enamorado echó pie a tierra bajo unos espinillos ardientes de intemperie. Ató su caballo y aguardó su suerte.

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