domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 129 - LOS CANTOS DE MALDOROR

CANTO QUINTO

5 (3)

Te muestras soberanamente injusto… Tienes razón: desconfía de mí, especialmente si eres hermoso. Mis partes ofrecen eternamente el espectáculo lúgubre de la turgescencia; nadie podrá sostener (¡y cuántos no se han acercado!) que las han visto en estado de calma normal, ni siquiera el limpiabotas que me dirigió allí una puñalada en un momento de delirio. ¡El ingrato! Yo cambio de ropa dos veces por semana, aunque no sea la limpieza el motivo principal de mi determinación. Si no obrara así, los miembros de la humanidad desaparecerían al cabo de algunos días en medio de prolongados combates. En efecto, cualquiera sea la comarca en que me encuentre, ellos me molestan continuamente con su presencia hasta llegar a la superficie de mis pies. ¡Pero cuál es el poder de mis gotas seminales, que pueden atraer a todo aquello que respira y posee nervios olfativos! Vienen desde las orillas del Amazonas, atraviesan los valles que riega el Ganges, abandonan los líquenes polares, para emprender largos viajes en mi busca, preguntando a las ciudades inmóviles si no han visto pasar, un instante, a lo largo de sus murallas, a aquel cuyo esperma sagrado embalsama las montañas, los lagos, las malezas, los bosques, los promontorios y la amplitud de los mares. La desesperación de no poder encontrarme (me oculto secretamente en los sitios más inaccesibles, con objeto de encender su ardor) los empuja hacia los actos más lamentables. Se disponen trescientos mil de cada lado, y el bramido de los cañones sirve de preludio a la batalla. Todas las alas se ponen en movimiento al mismo tiempo, como un solo guerrero. Los cuadros se forman e inmediatamente se desploman para no levantarse más. Los caballos espantados huyen en todas direcciones. Los cañonazos roturan la tierra como meteoros implacables. El teatro del combate no es sino una vasta carnicería en el momento en que la noche revela su presencia y la luna silenciosa aparece entre las rasgaduras de una nube. Señalándome con el dedo el espacio que abarcan diversos sitios poblados de cadáveres, el creciente vaporoso de ese astro me ordena considerar por un instante, como tema de concienzudas reflexiones, las funestas consecuencias que determina tras sí el hechizo del inexplicable talismán que me concedió la Providencia. Desgraciadamente, ¡cuántos siglos serán todavía necesarios para que la raza humana perezca totalmente por obra de mi pérfido cepo! De este modo un espíritu hábil y nada jactancioso emplea, para alcanzar sus fines, los mismos medios que parecerían, en un principio, constituir obstáculos invencibles. Continuamente mi inteligencia se eleva hacia esa imponente cuestión, y vosotros sois testigos de que ya no me es posible reducirme al modesto tema que en un comienzo fue mi propósito tratar. Una última palabra… era una noche de invierno. Mientras el cierzo silbaba entre los abetos, el Creador abrió su puerta en medio de las tinieblas, e hizo entrar a un pederasta.

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