domingo

LA CARRETA (49) - ENRIQUE AMORIM


XII (6)

El ingenioso sistema no se aplicaba con todos. Era con los abusadores y, sobre todo, la Mandamás de aquella carreta lo ponía en práctica en días de fiesta, pues era difícil explicar a los borrachos que todas las concesiones tenían un límite.

Aquella carreta se singularizó por el original sistema. Durante mucho tiempo, a su Mandamás se la llamaba la del “cachito’e vela”.

-¡La pucha que habrá sido grande la vela que compró don Caseros!... –exclamó Piquirre muy serio-. Pero no le acercó fuego el hombre, porque nada se vido desde las casas.

-Tamién vos, charlando y con alcagüeterías… -dijo Luciano-. Te dejás yevar por cuentos…

-¿Cuentos?... Si la gurisa se lo pasó yorando porque sabía lo que le esperaba…

-Mentís, Piquirre; la tenían engañada, lo sé -afirmó Luciano.

-Andá a creerle… La guachita se güelve puro yanto cuando tiene que cumplir con los que la criaron…

-Estás defendiendo a don Caseros porque lo tenés de cliente…

-Es justicia, y nada más… No es cierto que le han entregau la gurisa obligada, como dicen las malas lenguas… La gurisa durmió en la carreta por su gusto… ¿sabés?... Yo la vide dir, y naides puede decir otra cosa!

-¡Me vas a decir a mí, petiso barbudo; a mí me vas a venir con intrigas! -dijo Luciano insolentándose y fuera de sí-. ¡La obligaron!

-¿Y por qué vas a saber más que yo, mocoso’e m…!- contestó Piquirre, acercándose provocador.

-Porque sé calar a los indios fayutos como vos, que se venden por tortas fritas…

Ya estaba el rebenque de Piquirre en el aire. Pero Luciano, que iba graduando sus palabras al mismo tiempo que palpitando los movimientos del panadero, sacó la daga, y colocando su punta a una cuarta del abdomen de Piquirre, le gritó:

-¡Si bajás la mano te achuro!...

Se acercaron los circunstantes. Uno dijo:

-¡Haiga paz, compañeros!

Otro:

-¡A ver, esos bravos!

El bolichero:

-¡Si quieren pelea, ajuera, canejo!

Luciano, serenado y queriendo quitarle importancia al asunto, lanzó una carcajada, al tiempo que decía:

-¡Quedan pocos barbudos tan reforzaus pal cagaso!... -dijo envainando su daga.

Y, ya afuera de la pulpería, rodeado de los concurrentes, que estaban casi todos de su parte, se animó a sentenciar:

-¡Esta noche, si la gurisa queda en la carreta, menudo cacho’e vela me compro!... ¡Y van a ver quién es el hombre pa la Flora!

Florita no fue a la carreta. Luciano no necesitó recurrir al pedazo de vela. La Mandamás tropezó con la pareja. Se unieron entre pilas de cajones vacíos y latas de grasa, que había a espaldas de la pulpería. Se amaron bajo el cielo estrellado.

Pero se calló la boca. Luciano era un paisano decidido y valiente.

La noche se hizo templada. Aun no había salido la luna. Los grillos, metidos bajo los cajones, acompañaban a la pareja. Llenaban el silencio de Flora, mientras el de Luciano se encendía con el pucho de chala, que iba a la boca con la misma frecuencia que los labios de la enamorada. En los fondos del boliche, el idilio se cumplía entre trastos viejos. Más tarde, cuando salió la luna, de espaldas en el suelo, Florita pudo olvidar el tic tac del reloj y el pañuelo de seda que don Caseros llevaba al cuello. Juntó su boca al pescuezo desnudo del varón, para apagar los ayes de gozo que le brotaban de la garganta.

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