domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (55) - ESTHER MEYNEL


Los verdaderos alumnos eran muy diferentes de los señores distinguidos y aficionados por pedantería, y algunos de ellos llegaron a conquistar el cariño de su maestro y fueron músicos verdaderamente extraordinarios. Así vivía Martín Schubart, a quien yo no había conocido, constantemente en su recuerdo, como el querido Cristóbal Altnikol, que se casó con nuestra hija Elisabet, y los dos Krebs, padre e hijo, los cuales, sobre todo el último, Juan Luis Krebs, llegaron a ser músicos admirables. Fue alumno suyo por espacio de nueve años y Sebastián dijo una vez, riéndose, que era el único cangrejo (Krebs) que había en el arroyo (Bach).

Luis conservaba con gran respeto el certificado que le dio Sebastián y que decía así:

“El portador del presente documento, señor don Juan Luis Krebs, ruega al infrascrito que le dé un certificado de la conductas observada por aquel durante sus estudios en mi establecimiento. No puedo negárselo, pues estoy persuadido de que se ha distinguido entre mis alumnos por su habilidad para tocar el clavicordio, el violín y el laúd, al mismo tiempo que para componer, de tal modo que puede ejecutar su música en público sin ninguna clase de temor, como lo demostrará bien pronto la experiencia. Le deseo la ayuda de Dios en su carrera y, por el presente documento, le recomiendo con el mayor interés.

No puedo citar por sus nombres a todos los alumnos, serían demasiados; pero entre los que se distinguieron más y aprovecharon mejor las enseñanzas de aquella escuela incomparable, se encuentra también Gottlieb Goldberg, un ejecutante magnífico que, más tarde. fue clavecinista del conde de Kayserling y para quien escribió Sebastián el “Aria con treinta variaciones”. Estaban compuestas para un clavecín con dos pedales y en casa las llamamos generalmente las variciones de Goldberg.

Otro alumno al que Sebastián tenía en gran estima era Juan Felipe Kirnberger, que actualmente vive en Berlín, donde da lecciones de música y sigue en todo las huellas de su maestro. Cuando vino a ser alumno de Sebastián trabajó al principio con tanta energía y pasión que contrajo unas fiebres intermitentes y tuvo que quedarse en su cuarto  durante varias semanas. Pero los ratos en que le desaparecía la fiebre seguía estudiando con el mismo ardor, y Sebastián, al que emocionaba aquella aplicación y aquel amor a la música, tomó la costumbre, durante esa enfermedad, de ir a sentarse junto al lecho del paciente y darle allí la lección, en lugar de que este fuese, como los demás alumnos, al cuarto de trabajo de Sebastián. Hubiera sido muy molesto y peligroso para el enfermo andar de un lado a otro con sus partituras y ejercicios.

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