domingo

LA CARRETA (45) - ENRIQUE AMORIM


XII (2)

El encuentro quedó combinado para un lunes por la noche. La carreta de las quitanderas quedaría sola y tranquila, para que don Caseros dispusiese de ella. Allí lo iba a esperar la “gurisa”. Pero el hombre se adelantó y al atardecer apareció por el rancho de los protectores de la muchacha.

Cuchicheó con el matrimonio y pudo quedarse solo con la Flora, frente a frente. Quería tantear el terreno, para evitar el fracaso.

Florita había estado llorando momentos antes. Al ser castigada por su protector se había “retobado” y fue más grande la tunda.

Al verse sola ante don Caseros, al verle el mate en las manos, le ordenó que lo dejase encima del lavatorio. Luego la cogió por las muñecas sin más decir, acercándola con cierto cuidado.

Florita lo miraba desde abajo, con la barbilla apoyada en el último botón del chaleco.

Temiendo que la muchacha opusiese resistencia, la tuvo entre sus brazos hasta dejarse caer en una silla.

-¿Venís conmigo? ¿Vamos a la carreta?

Como Florita no contestaba, repartió sus besos torpes entre la cabellera, las mejillas y el pescuezo. Pero su futura poseída no cambiaba lo más mínimo ante aquella irrupción de caricias y besos.

A las repetidas preguntas de don Caseros, la “gurisa” respondía con un silencio vegetal y salvaje. Ni una sola palabra de contrariedad. Ni un solo gesto de aceptación. A veces sonreía u ocultaba la cara con vergüenza. En realidad, la chica comprendía que no era tan terrible como pensaba. Don Caseros le pareció menos cruel que su protector.

-Bueno -dijo repentinamente el hombre, como si terminase de esquilar una oveja-. Bueno, andá nomás a cebar mate. Pero antes dame un beso en la boquita.

Cedió Florita maquinalmente. Cuando tuvo los ojos cerca de don Caseros, se le puso la piel de gallina. Pero, al sentir miedo y, al mismo tiempo, fuerzas para rechazarlo, el hombre la empujó hacia la puerta, obligándola a salir.

Don Caseros se puso de pie y se subió los pantalones, corriendo un ojal del cinto.

Dio unos pasos sin sentido. Levantó los ojos y detuvo la mirada en un retrato encajado en la luna de un espejo. Era el de una criatura de seis a nueve años, sonriente, de rulos cuidadosos, caídos, ocultando las orejas. En lo alto de la cabeza, un moño de seda exageradamente abierto.

Al topar con la fotografía, don Caseros se quedó pensativo y, rascándose atrás de la oreja con el índice estirado, bajó la vista.

Aquel encuentro, aquel descubrimiento, aquel sonreír de la criatura del retrato, lo perturbó. Era de mal agüero.

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