domingo

LA TIERRA PURPÚREA (110) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXVII /  LA FUGA DE NOCHE (2)

Santos, viéndose sumamente aliviado y agradecido, aunque un poco sorprendido del tono de confianza con que yo hablaba, estaba saliendo precipitadamente de la pieza cuando le señalé las alforjas. Se inclinó, sonrió burlonamente y recogiéndolas, se retiró. La pobre vieja de Ramona se echó de rodillas, sollozando, y clamando al cielo que bendijera a su patrona, besándole el pelo y las manos con triste devoción.

Cuando salió, me senté al lado de Demetria, pero no quiso quitarse las manos de la cara o hablarme, sólo prorrumpía en sollozos cuando le dirigía la palabra. Por fin logré apoderarme de su mano, y luego, acercándola suavemente hacia mí, apoyé su cabeza sobre mi hombro. Cuando empezaron a calmarse sus sollozos, dije:

-Dígame, querida Demetria, ¿ha perdido usted su confianza en mí, que ahora teme venirse conmigo?

-¡No, no, Ricardo -balbuceó-, no es eso! Pero nunca jamás podré mirarlo a la cara otra vez. ¡Si me tiene alguna compasión, le ruego, por Dios, que se vaya!

-¿Cómo? ¿Dejarla a usted, Demetria, mi hermana, aquí con ese hombre? ¿Cómo puede imaginarse tal cosa? ¡Dígame! ¿Dónde está don Hilario? ¿Volverá esta noche?

-Yo no sé nada. Puede volver de un momento a otro. ¡Por Dios, Ricardo, déjeme! Cada momento que usted se queda, aumenta su peligro -y diciendo esto trató de desprenderse de mí, pero no la solté.

-Si usted teme la vuelta de don Hilario, es tiempo de que vayamos caminando -repuse.

-¡No! ¡No! ¡No! ¡No es posible! ¡Todo ha cambiado ahora! Me moriría de vergüenza mirarlo a usted a la cara otra vez!

-No sólo me mirará otra vez, Demetria, sino que muchas otras veces. ¿Cree por un momento que después de venir a salvarlas de las mandíbulas de aquel culebrón, vaya ahora a dejarla aquí, sólo porque está un poco tímida? ¡Escuche, Demetria! Voy a librarla esta noche de ese demonio, aunque tenga que sacarla en brazos para afuera por la fuerza. Después podremos pensar en lo que debe hacerse respecto a su padre y a su propiedad. Tal vez cuando salga el coronel de esta triste atmósfera se restablezca su salud aun, su razón.

-¡Oh, Ricardo! ¿No me está usted engañando? -exclamó bajando las manos y mirándome de frente.

-No, no la estoy engañando. Y ahora, Demetria, va a perder todo temor, pues me acaba de mirar y ya ve que no se ha vuelto piedra.

-Al momento se pudo colorada; pero no se empeñó más en cubrirse el rostro, porque en ese momento se oyó el estrépito de los cascos de un caballo que se aproximaba a la casa.

-¡Madre de Dios! ¡Socórrenos! -exclamó Demetria, aterrorizada-. ¡Es don Hilario!

En el acto apagué la única vela que ardía débilmente en la pieza

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