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LOS “TRUCS” DEL PERFECTO CUENTISTA Y OTROS ESCRITOS (22) - HORACIO QUIROGA


ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA

Cuatro literatos *

Los vapores que navegan en el Alto Paraná desde Posadas a Puerto Alica, término forzoso de la derrota, llevan casi siempre a proa treinta o cuarenta peones de obraje y un número menor de mulas, todo suficientemente mezclado. En el grupo, algunas vacas que suelen escaparse, derivando leguas enteras.

Hay luego peces que tienen la desviada habilidad de saltar a las chalanas que remolcan el vapor, correspondencia arrojada al agua en botellas, capataces de monte que han aprendido de algún inglés eternamente civilizado a amar el whisky, y muchas cosas más.

Bien se ve que lo ya apuntado ofrece interés cierto, y así un viajero que remontaba una vez el río en el “España”, pudo ver todas estas cosas con nulo aburrimiento. Placiose un día entero en lo que veía, y al siguiente hizo exactamente lo mismo. Mas el cuadro de un río angostísimo, en infernal ebullición, encajonado en altos taludes de monte negro, sin un solo matiz, desanima al fin. El paisaje, si bien de severa belleza en el crepúsculo, tórnase a la larga desolado y profundamente opresor.

El viajero iba al Iguazú, y el “España” es el más rápido de los vapores que remontan el río. Esta circunstancia feliz mitigó lógicamente la impaciencia de Jiménez, y mucho más cuando a ella se le añadió la charla de cierto compañero de viaje, exento en todo de la copiosa indiscreción de los tales. Una observación que hiciera el sujeto sobre una jangada en descenso del río provocó otra de Jiménez, y como se hallaban ambos en agradable elemento, prosiguieron hablando.

Jiménez pudo notar, sin embargo, que sus observaciones, bien que elementales, habían llamado la atención al otro. Si su condición sensiblemente extraña al país autorizaba un poco de sorpresa respecto de ciertos detalles sobre maderas, pareciole exagerada aquella. No hizo caso, y los apacibles comentarios continuaron -de las vigas, de los rastros impresos en la arena, de la leña a cargar, de los yerbales, de todo lo que es, en fin, vida allá. Jiménez interesábase mucho en eso, y el otro sabía muchísimo más que él. De modo que el primero alegrose en buen modo cuando supo que su compañero tenía por misión conducir el carruaje que lleva a los viajeros desde Puerto Aguirre al Iguazú.

Si la soledad ante lo que nos admira es ahogante, una compañía sobrado fácil al entusiasmo tórnase instantáneamente nefasta para cuanto de pureza noble e íntima cabe en la sincera admiración. Jiménez constató que él sólo iba al Iguazú. Y cuando el brec estuvo listo, trepose en el pescante al lado de su hombre, para así conversar mejor.

Jiménez vio el Iguazú, y dos días después, volviendo en el carruaje, reanudó su aprendizaje. Mas el cochero no había olvidado sus ojeadas de desconfianza y cuando vio a Jiménez muy interesado en oír cómo se sacan las uras de un perro, el hombre explicó:

-Dígame, señor: ¿usted se llama Luis Jiménez?

-Sí.

-¿Usted es el que escribe?

Será siempre un profundo misterio para aquel cómo llegó el sujeto a saber eso. No pudo menos que afirmarlo. El otro lo miró entonces con mayor atención.

-Perdóneme la franqueza, pero yo había creído hasta ahora que todos los que escriben son zonzos.

Jiménez se rio como nos reímos cuando una vieja dama dice a nuestra madre, al conocernos: -Es muy buen mozo…

-¿Por qué?

-Por esto.

Y contóle a Jiménez más o menos lo que sigue:

-“Hace seis años llegaron a Puerto Aguirre cuatro viajeros que deseaban ver el Iguazú. Puerto Aguirre acababa de fundarse, aun no había casi nada, y mucho menos caballos de silla como ahora. La semana anterior habían llegado estos tres que ve, flaquísimos. No teníamos comodidad ninguna. Pero los viajeros tenían una carta para mi hermano y tuve que llevarlos hasta allá. Eran cuatro, dos de ellos viejos y de barba, y los otros no jóvenes ya. Mi hermano me dijo que eran grandes literatos y que les hiciera ver todo. Instaláronse en el brec sin mirarme siquiera, y nos pusimos en marcha.

Estaban muy animados, miraban a uno y otro lado, diciéndose una porción de cosas sobre lo que veían; parecían encantados con el paisaje. El entusiasmo subía mientras nos internábamos, y ya no se contentaban con removerse en el asiento sino que sacaban los brazos afuera; les temblaba la voz.

-“¡Vean, vean! -decía uno-. ¡Vean esos espléndidos boscajes, esas lianas exuberantes!”.

-¡”Y aquello! -proseguía otro-; ¡qué me dicen ustedes de ese rudo tronco, retoñando a pesar del hacha devastadora, que devuelve en tierna vida la injuria del instrumento despiadado!”.

-“¡Oh, qué ilusión! -añadía otro-; ¡qué divina ilusión! ¿No parece acaso aquel celaje una gasa de naciente esperanza, velada aun por las lágrimas nocturnas?”.

Yo creía que estaban locos. Los brazos no paraban, dirigidos juntos aquí o allá, la voz trémula, removiendo sin cesar las caderas. Parecían tener turno para decir esas cosas.

Llegamos al fin a la catarata. Como usted ha notado, el ruido no se siente sino cuando se está a ocho o diez cuadras de ella, y asimismo habrá observado que la vista desde donde para el coche no tiene nada de extraordinario. Pero esos señores habían lanzado ya gritos de admiración al sentir por fin el vago murmullo.

-“¡Escuchad, escuchad! ¡Ah, almas nuestras, qué dicha para vosotras! ¡Heredia, oh numen de Heredia!”.

Recuerdo muy bien esto. Y cuando llegamos, descendieron como locos. Pero el más viejo dio rápidamente dos pasos adelante y volviéndose a los otros abrió los brazos:

-“¡Hermanos queridos! ¡De rodillas!”.

Tres horas después volvimos. Seguían diciendo las mismas cosas. Yo esperaba siempre que acabaran por reírse de esa broma, pero hablaban en serio así. Entretanto, dolido de los pobres caballos que no habían comido, los llevaba al trote muy corto, mas los señores me dijeron que me apurara. No volvieron a mirarme ni sabe ninguno de ellos la cara que tengo. No nos dieron las gracias, pero preguntaron si no había álbum para grabar lo que ellos habían sentido. Se embarcaron por fin, removiendo siempre las caderas de entusiasmo, y aquí tiene porqué le dije que todos los que escriben me parecían zonzos.”
                              
(*) Publicado en Caras y Caretas, Bs. As., año 12, nº 545, 13 de marzo de 1909.

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