domingo

LOS RECOVECOS DE MANUEL MIGUEL (37) - Desbocada reinvención de la vida de Manuel Espínola Gómez



Hugo Giovanetti Viola

Primera edición: Caracol al Galope, 1999.
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes, 2016.


NOVENA PUERTA: INTERROGACIÓN (TIEMPOS GIGANTESCOS) (4)

-¿Y ahora qué? -ladró Manolo, cuando me escondí atrás de la palmera fagocitada por el rosal y le pedí que mirara fijo el arroyo. -¿Pero estamos todos locos? ¿Qué diablos querés que vea en esta oscuridad?

Pero el Mataojo conserva la sobrevida del crepúsculo. Y en ese vaho azul fuego se recorta la silueta de Yemanjá, con las alas de pagoda y el triángulo cetáceo brillando increíblemente.

-Manuelito -se alisa el pelo. -Sacame de esta trampa. Si alguien entra a sacarme y me limpia con una flor puedo dejar de hacer chanchadas para vivir. ¿Sabés cuántos me acariciaron con una rosa?

Entonces Manolo se hincó (o cayó) sobre la orilla y se tapó los oídos con los dedos erectos como pinceles para sentenciar:

-Mirá: yo lo que sé es que vos no sos vos. Vos debés ser una de esas sirenas que aparecen en los libros para tentar a la gente. Y estoy seguro que jugás en el mismo cuadro que Tomatito y D’Artagnan. Así que no te gastes en tratar de enchastrar a nadie porque vas a echar culo. ¿Entendés? Había un guerrero griego que las pasó más fieras que yo, pero se aguantó firme.


Y de golpe se oye aullar:

-En esta noche oscura desta vida / qué bien sé yo por fe la fonte frida, / aunque es de noche!

Y mientras observamos el resplandor estelar del barrilete que cuelga sobre el arroyo aparece un perrazo con una rosa en la boca y empieza a nadar hacia Yemanjá.

-FUERA, BICHO DE MIERDA!!!! -chilla la chiquilina, sin poder evitar que el lobo la roce con la flor y ella salte descubriendo su extremidad de pez y se hunda para siempre en el Mataojo.


Después corremos desahogados en dirección al fondo de la escuela, donde el Papalote sigue berreando (con la guayabera el panamá las pupilas de tigre y los dientes de caballo, radiantemente desplegados hacia el estrellerío) el “Cantar  de la alma que se huelga de conocer a Dios por fe”. Y alrededor se azulan los perfiles de Eleuterio (ªque siempre acompañaba los entierros al costado del cortejo por las cunetas paralelas del camino voceando quedamente Viva Batlle Viva Batlle mientras un hilo de saliva le colgaba del grueso labio inferior”) Ranchito (“una especie de bichicome de campo que entraba cada dos semanas conduciendo una pequeña carreta siempre vacía tirada por la yuntita de bueyes a quien el carpintero Eufrasio Villalba desafiaba apuntándole desde su taller con una escopeta ficticia y recibiendo andanadas de piedras que rebotaban sobre las chapas del galpón”) el Mochuelo Correa (“a quien achacaban comer carne de gato para hacerlo renegar haciéndole creer además que tenía una fuerza irresistible en la mirada lo cual lo ponía en trance para desafiar los desafíos pupilares de cualquiera”) el negro Bernabé (“que se hacía el rengo para conmover a algunos comerciantes ligando -no siempre- algunos reales que le permitieran tomar su buen vaso de vino tinto o garnacha”) el loco Acevedo (“al que no se podía mirar de frente porque era como chancearlo teniendo en cuenta su gran fuerza muscular y sus trastornos psíquicos”) el viejo Camacho (“que había sido quintero ocasional de Eduardo Fabini lo mismo que Despacito y a quien el músico hacía hablar para sentir el arrastre gangoso de sus erres ‘con gusto a tierra’ y que usaba diariamente el sombrero sobre un pañuelo negro que le cubría la parte posterior de la cabeza”) y el loco Mayobre (“un hombre silencioso único habitante de su espaciosa casa y soliloquista ensimismado).

-Miralo a Despacito alá en la esquina -codeo a Manolo, que contempla la danza virtual de los desgraciados como quien asiste a la renovación del Bolshoi.

Y vemos al quintero -¿ex-guardia de honor de Santos?- como si fuera una contrafigura abismática de la tía Rosa, erguido y soñador en la paz de la noche.

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