XXVI / CLETA (4)
Cleta se precipitó fuera con sus mejillas vivamente encendidas, sus ojos anegados en lágrimas y los cabellos todos resueltos, pero riéndose alegremente al haber recobrado la libertad.
-¡Oh, amiguito lindo, yo creiba que usté me iba a dejar encerrá! -exclamó-. ¡Ay, qué agitada estoy… póngame la mano aquí no más y sienta cómo me palpita el corazón. ¡No importa, aura me la va a pagar ese miserable! ¿No le parece a usté que será dulce vengarse?
-Bueno, pues, Cleta -dije-, toma ahora tres buenos resuellos de aire fresco y un trago de agua, y en seguida déjame encerrarte otra vez.
Se rio burlonamente y sacudió su cabellera, como un bagual sacude sus crines.
-¡Ah!, usté está diciendo eso por broma… ¿Cree usté que yo no sé? -exclamó-. Sus ojos me lo dicen tuito. Y, además, aunque quisiera hacerlo, no podrá encerrarme otra vez-. Aquí se lanzó de repente hacia la puerta, pero la agarré y sujeté estrechamente.
-¡Suélteme, monstruo! ¡No! ¡No! ¡No! Usté no es un monstruo, sino mi amiguito lindo como… lindo como la… luna, el sol y las estrellas! ¡Ah, que me muero por un poco de aire! Tendré que meterme otra vez en el horno antes de que llegue de güelta mi marido. ¡Si me pillara, aquí ajuera, güena la soba que me daría! ¡Venga!, vamos a sentarnos juntitos debajo del árbol.
-Eso sería desobedecer a su marido -dije, tratando de poner una cara severa.
-¡Qué importa, se lo confesaré tuito al padre confesor algún día, y entonces será como si no hubiese sucedido. ¡Puf! ¡Qué marido! Si usté no juese hombre casao… ¿De verita que es casao usté? ¡Qué lástima! ¡Mire, dígame otra vez! ¿De veras que me encuentra bonita?
-Mira, Cleta, dime primero: ¿tienes tú un caballo que lo pueda montar una mujer? Y si lo tienes, ¿quieres vendérmelo?
-¡Vaya si tengo uno! Y es el mejor flete de tuita la Banda Oriental. Dicen que vale seis pesos… ¿Me pagaría usté seis pesos por él? ¡No! ¡No quiero venderlo!... Ni tampoco le diré si tengo caballo mientras usté no me conteste. Dígame, señor, ¿soy bonita yo?
-Dime primero del caballo, y luego podrás preguntarme lo que quieras.
-No le digo nada más tampoco, ni una palabra. ¡Vaya, le diré tuito! ¡Oiga! Cuando guelva Antonio, pídale que le venda un caballo que pueda montar su mujer. Con siguridá que él tratará de venderle uno propio, un demonio tan lleno de mañas como su mesmo patrón; manco en el encuentro, viejo como el viento sur y tropezón. ¡Ricuerde que ese es un ovejero negro! Pídale que le venda el malacara. Ese es mi flete. Ofrézcale seis pesos. Aura, dígame, ¿soy bonita?
-Eres lindísima, Cleta; tus ojos parecen estrellas, y tu boca es un botón de rosa mil veces más dulce que la miel.
-Aura sí que está hablando como un hombre inteligente -dijo riendo, y tomándome de la mano, me condujo al árbol y se sentó sobre el poncho, a mi lado.
-¿Qué edad tienes, niña? -le pregunté.
-Catorce… ¿es eso muy vieja? ¡Ay, qué tonta yo pa decir mi edá! Una mujer nunca debe hacer eso. ¿Por qué no le diría trece? Hace seis meses que estoy casada. ¡Qué tiempo tan largo, por Dios! Estoy sigura que ya me han de estar saliendo pelos verdes, azules, amarillos y blancos por tuita la cabeza. ¡Y mi pelo, señor; entoavía no me ha dicho qué le parece, y eso que me lo bajé especialmente pa usté! ¿no lo encuentra muy lindo y muy suave?
-De veras, Cleta, es muy lindo y suave, y te cubre como un nubarrón.
-¿No es cierto? ¡Mire! Me taparé la cara con él. Aura estoy escondida como cuando está la luna detrás de una nube, y aura, ¡mire, sale la luna otra vez! Me gusta mucho la luna. Dígame, santo padre, me parezco a la luna?
-Dime, labios de almíbar, ¿por qué me llamas santo padre?
-Dígame primero, santo padre, ¿soy yo como la luna?
-No, Cleta, no eres como la luna, aunque ambas son mujeres casadas; tú con Antonio.
-¡Pobrecita de mí!
-Y la luna con el sol.
-¡Dichosa la luna que está tan lejos de él!
-La luna es una mujer sosegada, pero tú disparatas como una cotorra.
-Mire, me quedaré tan sosegaíta como la luna, ni una palabra, ni un resuello.
Entonces se tendió sobre el poncho; luego se hizo la dormida, con los brazos extendidos sobre la cabeza y el pelo suelto alrededor; uno que otro rizo sombrereaba su encendido rostro y el redondo y palpitante pecho que se negaba a sosegarse. Asomaba a sus labios la sospecha de una burlona sonrisa, y chispeaba un relumbre de los ojos por debajo de las pestañas medio cerradas, pues no podía dejar de observarme la cara para ver si la estaba mirando. En tal postura, la tentadora y pícara hechicera podría haber hecho hervir la tibia sangre de un ascético.
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