domingo

LA ENCARNACIÓN DE LA PALABRA. (5) - JULIO HERRERA Y REISSIG


CARACTERES ESOTÉRICOS DEL MODERNISMO HISPANOAMERICANO
 

Chair des choses! J'ai cru parfois étreindre une âme
avec le frôlement prolongé de mes doigts...


Renée Vivien, «Chair des choses», Sillages (1908).



El arte poética de Herrera y Reissig

El oficio de poeta. Intencionalidad poética y pathos

No es este el momento de proponer conceptos que resuelvan la espinosa cuestión del origen de las palabras, tampoco tengo las competencias requeridas para llevar el debate hasta sus extremidades. Georges Dumézil y Émile Benveniste lo hicieron ya de manera magistral a través de sus estudios lingüísticos. Indudable, empero, que al intentar comprender el mensaje poético de un escritor, múltiples preguntas lo asaltan a uno. En particular cuando la obra parece ser un conglomerado gratuito de exotismos y escapismos. ¿Qué valor posee la palabra en una obra poética? ¿Puede un escritor utilizar la palabra por la palabra, la metáfora brillante por la sola extravagancia de usarla y ser sincero al mismo tiempo con el símbolo que ésta contiene? ¿Qué significa, tan justamente, el ser sincero en poesía? ¿Es la elaboración poética compatible con la sinceridad y la busca de sentido? Subyacente se halla la cuestión fundamental del origen de los nombres de lo creado. Se le añaden las de por qué, cómo y para qué estos nombres revisten un valor tanto lingüístico como ontológico, literario como filológico. Así pues, he de intentar a lo menos esbozar el fondo de mi profunda convicción.

Según lo debatido en el más antiguo tratado de lingüística de Occidente, el diálogo platónico Cratilo, optó por la opinión del discípulo de Sócrates que le da título al libro, y por la misteriosa Diotima. La fuerza controvertida y penetrante de la palabra misma está abogando porque se respete su misterio: mala o buena, arbitraria o no, tramposa o franca, verídica o falsa, fidedigna o pervertida, hasta el momento es lo único que nos sirve para mentir o decir la verdad, para ocultar o revelar misterios, para formular conceptos, para comunicar. Pero, por mucho que digan los neohermógenes y los neocratilos, todo sigue siendo misterio -quizá por eso a la postre Sócrates se abstiene de tomar partido por una u otra de las posibilidades.

Creo que si queremos transmitir sentido, hemos de reconocer que la palabra no es arbitraria. Más aún si se halla ligada al símbolo, a la metáfora, a la poesía, como es el caso de la extremada elaboración poiética en la obra de Herrera y Reissig, quien reúne así creación y emoción personal, ya que la palabra traduce tanto lo poético que en ella hay como el pathos personal del poeta que la produce. Por eso el signo no es arbitrario, sino el uso que de él se hace, como lo afirma Benveniste en Problèmes de linguistique générale (tomo I, 1966). En este mismo sentido van las afirmaciones de Gérard Dessons respecto a la elaboración de Baudelaire para el soneto de las «Correspondances»: «[...] tentativa de decir mediante la subjetividad inherente a toda representación del mundo. Decir a la vez que el objeto es lenguaje y que siendo lenguaje, su significación se halla ligada con la palabra que le está confiriendo su lugar en la experiencia que realizan los sujetos». Tanto en la poesía de Herrera y Reissig como en el Cratilo el escritor es un nuevo legislador que nombra como si se lo hiciese por primera vez, cada objeto de su interés, de su emoción, con un nombre nuevo que la elaboración intencional transforma en único, como en Baudelaire.

Con sus metáforas sorprendentes, herméticas para algunos, la poesía de Herrera y Reissig reanuda con la tradición retórica de un Quintiliano, por ejemplo, para quien en la metáfora se reunían nociones de lo inanimado y animado, adaptándose a las exigencias métricas, por un lado, y las de la emoción por otro. E incluso, dichas metáforas, al encerrar neologismos, entroncan con los principios elaborados en el capítulo 32 del Tratado de lo Sublime que se refieren a la divinidad que anida en la emoción de quien las crea.

Cuando se realiza el ordenamiento sincrónico y diacrónico, semántico y semiótico, sintáctico y pragmático que estructura el discurso que podría definirse como poético por los recursos apropiados y propios que se emplean, se lleva lo arbitrario hasta tal extremo que deja de serlo. Un ejemplo: esto es lo que en el mes de mayo de 1989 en el Institut National Genevois oyeron quienes asistieron a la conferencia que María Kodama pronunció con el título de «Miroir et labyrinthe» sobre los temas en la obra de Jorge Luis Borges, los del espejo y del laberinto.

Ella considera que Borges pone por encima de la reflexión a la experiencia, la cual rebasa lo arbitrario del signo, porque, dice, la poesía va contra dicha arbitrariedad: «La Biblioteca de Babel» laberíntica lleva un espejo que al invertir y duplicar las apariencias es la figura y la promesa de lo Infinito. En cuyo caso lo que cuenta es la intencionalidad que guía la elaboración de tamaña arbitrariedad.

En los albores del modernismo, sus seguidores pusieron en el programa la intencionalidad poética al servicio de la renovación que ya en los años 1880 en San Salvador emprendieron Francisco Gavidia y Rubén Darío, cuando juntos estudiaron los ritmos alejandrinos de Berceo y de Víctor Hugo. Aspiraban a una nueva intencionalidad no sólo renovadora, sino regeneradora, nueva, moderna. Y lográronla. Tanto que la etiqueta de hueros tenores retóricos les sigue pegada hasta hoy. Sin embargo, si se tiene en cuenta lo que le dijo Pedro de Balmaceda a Darío sobre los «sonidos rosa» de Catulle Mendès, pronto también se dieron cuenta de que la intencionalidad no sólo guiaba a la belleza y a la armonía del signo sino también al sentido. Porque no hay signo sin referente ni sin sentido. Cuanto más elaborado el poema, más cargado de sentido. Y cuanto más estetizantes, exóticos y formalistas son, menos queda de ellos en los jirones de la historia.

Y que no se diga que Herrera y Reissig ignoraba qué consecuencias tenía la exuberancia verbal, esta cita de «Conceptos de crítica» lo prueba, así como da testimonio en favor de la sinceridad de su extrema creatividad:

La demencia imaginativa, la frivolidad pasajera, el oropel de mal gusto, la fraseología insustancial y el desaguisado de construcciones raras y atrevidas fueron los frutos de esa demagogia artística que le arrebató los lauros al genio, sucediéndose a la diafanidad y pureza de los sonidos de la pauta armónica, los repiques secos y monótonos de los cascabeles y de los timbales. Ridiculez de locura. ¡El hermoso rosal de Elena humillado por el enano baobab de Tartarín! ¡Neurastenia del hombre, y lepra del pueblo! Así se enfermó una época y así se perdió una gloria...




Y en nota añade más adelante, siempre en este ensayo recogido en «El Círculo de la Muerte»:

Pienso que el triunfo de un verdadero estilo está precisamente en una compenetrabilidad hermética y sin esfuerzo de los que llamaremos subestilos, palabra y concepto. El pensamiento, que es fuerza activa, debe tomar su parte de gracia al encarnarse en el vocablo para gustar sin violencia, y el vocablo, que es gracia pasiva, su parte de fuerza, para vivir sin humillación. Es una duplicidad armónica y semejante; trátase de que la idea tome inmediatamente la forma del vocablo, como un perisprit la forma del cuerpo donde mora, confundida en él y fraternizando hasta parecer tangible; y a su vez de que la palabra se imprima en el pensamiento y entre en él, de un modo ágil, ni más ni menos que como en un molde preciso y pulcro la cera caliente. El gran estilo es el que brilla y corre, como un agua primaveril espejo moviente de sombras movientes y vivas que erran por la página y se hunden en ella, cual pececillos traslúcidos, color del cristal...

En su búsqueda de lo inaccesible, de lo eterno peregrino, del sentido esencial de la palabra y así retener la vida que se le escapa, Herrera y Reissig sabe, y ve, como poeta inspirado y profético, como lúcido renovador y gran artífice del Verbo.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+