domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (31)


VIII (1)

Aguas arriba… Aguas arriba… Bajan lentos por el telón del paisaje, repetidos árboles, insistente maleza, uniforme ribera. De vez en cuando, desde la costa, una vaca mira absorta la marcha fatigosa de la embarcación. Se suceden las playas cenagosas, se repiten los árboles seculares y los matorrales y los camalotes y las playas de arena y las temblorosas ramas de los sarandíes.

Bajan las riberas lentamente, mientras la barcaza remonta con dificultad. Seis hombres escudriñaban la selva, la floresta salvaje, de donde brotan gritos ásperos y trinos dulzones. El resoplar del motor de vapor va arrancando pájaros de las playas, cuyos vuelos, duplicados sobre las aguas, tienen siempre el mismo zigzag, idéntico planeo. Por momentos, las explosiones del motor parecen obstinadas en agujerear el silencio, donde las horas se pegan como las moscas en un papel engomado. Cuesta salir de una hora para entrar en la otra. Al sol, el tiempo es impenetrable y hay que vencerlo.

Las nubes amenazan lluvia.

Ayer llovió y la cubierta quedó limpia y olorosa. Salieron de la lluvia para entrar en el calor. Los seis hombres no se hablan. Las manos inútiles y la boca seca. Cuando el barco de aproxima a la ribera para acortar distancia en alguna curva del río, penetran trinos de pájaros por las ventanas de babor, para salir por entre las persianas bajas de estribor, donde golpea el sol.

Seis miradas buscan en la frondosa ribera dónde posar la visual. Descubren la copa de un árbol de cien metros antes de enfrentarlo, y cuando están próximos se deshace el símil que imaginaron a la distancia.

“Parece la cabeza de un burro” piensa uno. Desde otro punto de vista, el árbol parece una torre, pero al enfrentarlo es simplemente un árbol.

No pasa lo mismo con las nubes. Cuando encuentran la forma de un muslo de mujer, la visión persiste.

Llevan catorce días de marcha sin hallar puerto propicio. Por las noches se detienen a pescar, en “las canchas” apropiadas o junto a “sangradores”, donde es fácil sorprender “tarariras” grandes, en las ollas, cuidando sus huevos.

Al día siguiente siguen andando. Son seis hombres, cinco humildes y uno soberbio: el capitán, de robusto tórax, brazos al aire, tostados por el sol; ojos pequeños y dañinos, frente estrecha, bigotes caídos sobre un carnoso labio inferior. Se alegra por la noche y se complace en contar historias escabrosas, cuentos de mujeres de razas desconocidas para el resto de la tripulación. Cinco mestizos, achicharrados por el sol, entecados, enfermizos. Uno con un pulmón de menos, el que va en la caldera. Otro, con asma. Un tercero, desdentado, flaco, roído por alguna enfermedad. Sin bríos los restantes, chiquitos, apocados, mestizones sumisos, doblados de cargar sobre los hombros cajones cuyo contenido jamás conocieron.

Dentro de tres días tendrán un puerto. Cuatro ranchos encaramados en un barranco. Esto lo saben los tripulantes por el capitán, quien conoce el puerto y, según su entusiasmo, espera pasarlo bien. La víspera del arribo el capitán aparece nervioso. Como los camarotes están separados por un delgado tabique, le molesta la tos del tripulante enfermo:

-¡Callate, podrido! -grita.

Han detenido la marcha, están anclados. En el silencio nocturno se oyen las voces de protesta del capitán. El tictac de un reloj, el ir y venir de las ondas y la música de los grillos en la ribera espesa de los bosques.

Y fácilmente se duermen con un zumbido de mosquitos, que hace tiempo dejaron de percibir los oídos.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+